viernes, 29 de marzo de 2013

Retorno (II)





Ciudades correosas le corrían por el vientre, de un lado para otro, le explotaban las venas y llenaban su tripa de herrumbre. Decenas de robledales le rompían la superficie del cráneo y en sus orejas se agolpaban racimos de hongos, y parecía recién salido del fondo de un río, pues no paraba de gotear agua de sus pulmones de ahogado. La adivina me dijo: “Este es tu futuro. La muerte. Estarás muerto. Esa será tu profesión. Muerto”, y luego le pregunté si me podía comunicar con el Monstruo y me dijo que sí, que claro que podía, que los muertos hablan como cotorras. Le pregunté "¿quién eres?", y él me dijo que era yo, y tardé, tonto de mí, en caer en la cuenta de que ese “yo” era yo. Le pregunté “¿quién te ha hecho eso?” y me respondió “yo”, y tardé, tonto de mí, en caer en la cuenta de que ese “yo” era yo. “¿Por qué puedes hablar?”, inquirí, y me dijo que era muy apreciado en los círculos de alta sociedad por su interesante y amena conversación sobre absolutas trivialidades. Yo en ese momento no era muy apreciado en dichos ambientes, y empecé a sentir envidia. Le pregunté “¿por qué tienes todo ese metal oxidado, esas vetas minerales, esa raíces nudosas por el cuerpo?” y me respondió que eran medallas, tatuajes y galardones que había ido ganando, los cuales no quería perder nunca de vista. Ahora estoy tumbado en mi cama, desnudo, con mi tersa y lisa piel rosada, y siento la necesidad de sentir ríos correr sobre los surcos de mi carne, de tener ganado pastando en mi vientre,  tan, tan solo me siento. Empiezo a mirarlo todo con la mirada roja que usa el oso polar para identificar a la foca, y me asedia una y otra vez aquello que me han dicho de que en los suburbios de la ciudad, en calles embarradas sin pavimentar, hay fundiciones donde obreros con soldadores y gafas protectoras se dedican a implantarse unos a otros ilegalmente brotes de brócoli en los dedos, corteza de abedul en los párpados, campos de trigo en el esternón, cabellos de manzanos en flor en primavera...

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