miércoles, 6 de marzo de 2013

La flauta de Pan- Ad Hominem (epílogo): Dylan el diletante


(al Abuelo)

 


Parece arriesgado afirmarlo, pero desde aquí creemos que sin duda, el raro tío Bob es el mejor compositor que ha dado la música popular. Esto no indica que sea el que más escuchemos, ni siquiera el que más disfrutamos, aunque cuando lo disfrutamos es de una forma muy peculiar. En un imaginario podio de músicos favoritos no duden que lo colocaría muy por debajo de la tríada primera, y sin embargo es mejor compositor que todos ellos ¿cómo se explica esto?

Empecemos diciendo que Dylan tiene el record de canciones que parecen pedorras hasta que otros las versionan. Por ejemplo, yo en mis inicios siempre pasaba por alto en cada pasada del Another Side un tema llamado My Back Pages hasta que se le escuché a los Byrds. Ahora es la que más me gusta de ese disco agridulce. Y no sólo es cosa mía: muchos de sus temas más famosos hoy (Mr. Tambourine Man, Blowing in the Wind..) no fueron oficialmente hits hasta que otros les echaron una mano. ¿Qué tienen sus canciones que pueden llamarnos tanto cuando otros simplemente las versionan? O, quizás ¿qué tiene él que no es capaz de mantener largo rato nuestra atención sobre ellas? Ojo, pues lo inverso también sucede, y por ello llevamos decenios sufriendo el dogma de que versionar una canción a Dylan (que al fin y al cabo, no es nada, o, más bien dicho, puede ser cualquier cosa en su minimalismo) es un éxito seguro y una escucha agradable para cualquiera, sobre todo si se trata de Knocking on Heaven’s Door, lo cual es mentira (aunque algunos es de lo mejor que han hecho). También llevamos mucho tiempo sufriendo la idea de que una canción “a lo Bob Dylan” es buena de por sí (el propio Dylan ha sido de los que más han abusado de esto) En todo caso, la pregunta es ¿por qué son tan volubles?

Él era de carácter voluble, pero sobre todo era prolífico, y los textos que acompañan algunos de sus temas de la época dorada entre 1963 y 1967 se encuentran entre los más bellos de la década. Esgrimen la colonia exótica del Beat y, al mismo tiempo, los pantalones manchados de arena del Midwest. Es un candil del tamaño de un sol para esa generación que comenzó la aventura de lo más lejano para llegar a lo más íntimo. En el caso del carca (psicodélico por supuesto) de Dylan, la América profunda. Y sí, hacía muchas canciones, pero también insistía en colarnos blues y sueños de relleno incluso en sus cumbres y, aunque su genio prolijo fuera cierto, ¿qué más da? Decir que “era un genio” no significa nada. Muchos de mis artistas preferidos hicieron sólo un obra o unas poquísimas y luego se dedicaron al digno oficio de vivir, que,  como diría Sábato, no es cosa fácil.

Por otro lado, como ya hemos sugerido, Dylan lleva desde los años setenta dando más o menos bandazos e insistiendo siempre en el modelo de canción que le dio tanta fama, a veces con resultados audibles y otras veces no tanto, desvelando, en todo caso, su forma de aproximarse a la composición: dar vueltas a los dichosos tres acordes y a ver qué sale. Y es que sus tonadillas más maravillosas suelen consistir en los mismos acordes en casi el mismo orden, nada genuino. Tanto que se ha hablado de la poca sinceridad de la poesía comprometida de su primera etapa, en la que tan alegremente se lo oía afirmar escribir la mierda que le gustaba a la gente, y realmente a lo que habría que dedicar libros y libros es a su poca sinceridad a la hora de conjugar sus tres-cuatro acordes y superponerles una melodía con ganchos y giros calculadamente efectivos. ¿Acaso este acercamiento a la creación excluye el sentimiento? Es algo tan imposible de medir y absurdo de discutir como lo otro, pero al menos suena un poco más original.

Y no hablemos de su voz de “arena y pegamento”, tal que la describiera otro insondable. Hoy día es marcador de clasicismo, pero ¿acaso alguien podía defender cuando empezó a hacer sus pinitos que ese hombre tenía una buena voz? Y, aunque algún loco disfrutara con ella, ¿acaso cantaba bien? Se le notaba la impericia, desafinaba (y más en directo), y, en otro orden de cosas, se le iba el ritmo con frecuencia y como armonicista amateur puedo atestiguar que esas melodías que pueden poner los vellos de punta en realidad consisten en muchas ocasiones en un inspirar y expirar al voleo por los agujeritos, cosa que no desentona gracias a la ausencia de cualquier giro de complejidad tonal en la estructura de la canción.
Podríamos también adentrarnos de lleno en el análisis de sus actitudes y su personalidad, que pocos han descrito como angelical, pero no podemos sino rendirnos ante el decoro con el que ha mantenido en secreto su vida privada la mayor parte del tiempo. Sí, señor. A una estrella de rock es lo máximo que se le puede pedir. De cualquier modo, resultará más interesante comentar que tampoco es un tipo que nos resulte agradable a la escucha durante demasiado tiempo. Mucho tiempo sin Dylan suele generar una especie de anhelo que se ve satisfecho de cuando en cuando, pero a ver quién es el listo que aguanta un mes entero escuchándolo sin parar. Un folkie volao como los que iban con el hacha a decapitarlo por Judas cuando lo vieron con una guitarra eléctrica, supongo. O peor, los que colocan sus babas de senectud entre la mejor música de la historia. Y no es por lo desnudo de la interpretación, pues con otros sí podemos llevarnos meses encerrados siempre que haya una guitarra y canciones desde una habitación.

Dylan conocía qué bases hacían falta para conmover a cualquiera, esto es, las bases del folk americano e irlandés, del country, del blues, de la espiritualidad negra… Las conocía más que bien, y por ello la lista de acusaciones de plagio y semejanzas con temas tradicionales es bastante extensa, pero con una economía de medios como la suya creerse que llegó a esos resultados por casualidad es más fácil que en otros casos. Aunque algunos ejemplos resultan ya demasiado hasta para el fan más crédulo. Su segundo disco, para mí el mejor, tiene sólo unas tres o cuatro canciones que de momento estén libres de la sospecha de este juego de referencias.

Hemos llegado entonces a la conclusión de que Dylan era un mal intérprete, un músico mediocre y tedioso, un compositor que iba a lo fácil -aunque conseguía ocultarlo bien: uno de los acompañantes de las sesiones del Highway 61 dijo que era el tipo que más acordes sabía de los que había conocido- y un farsante tanto en el plano moral como en el literario y musical. Y sin embargo…

Y sin embargo…

Y en ese “sin embargo” está contenida la respuesta. Bono, de U2, acredita el tópico de que “Dylan tiene algo más que tres acordes y la verdad”. Ya sabemos que tiene tres acordes, y sabemos que tiene la verdad sobre lo que hace falta para conmovernos a nosotros, seres de sentimiento simples al fin y al cabo, niños amantes del blockbuster, pero ¿qué será ese “algo más”? Se ve de manifiesto en el hecho de que por mucho que uno utilice los mismos elementos que él utilizaba para hacer una canción difícilmente le saldrá algo memorable, y nunca algo que suene tan nuevo y tan viejo al mismo tiempo, que pudiera ser de los años sesenta o de hace siglos. Ni siquiera el propio Dylan podía hacerlo más que de forma excepcional. Sólo que esas formas excepcionales se concentraron en un pequeño número de años (casi en 20 meses, apuraría a decir). No hace mucho declaraba en una entrevista que lo que fuera que lo poseyera entonces  hacía mucho que se había ido, un tipo de declaración completamente atípica de quien se jactaba de haber compartido blues con leyendas con las que nunca se cruzó y de haber vivido una vida tan extraordinaria que haría falta más que una película donde lo encarnaran seis  actores para rendirle justicia.

Sin embargo, Dylan nos muestra que en lo mínimo está lo máximo. Que lo que imposible de imitar no es lo intrincado, pues lo intrincado sigue una lógica (intrincada), y esta se puede comprender. Que de esos barros estos lodos, pero de estos apestosos lodos ese agua clara. Y que incluso de la voz más monótona y tediosa puede brotar una melodía cautivadora. Y, a diferencia de los que se las daban de rebeldes o filántropos, él acabó demostrando que pasaba de todo. De pocas personas se sabe tanto y tan poco. Pero no importa, la música está ahí para quien quiera oírla. Era un farsante, sí. Su música es una farsa, sí. Hagan, insisto, la prueba de las 24-horas-Dylan si no la han hecho ya, y verán que la poca originalidad y variedad que parece contener decrece hasta desaparecer. Que se pasara por los huevos lo que hacía o lo considerara sus huevos de oro -o cualquier opción intermedia- eso ya no se sabe. Pero pocos han conseguido poner tan de relieve que todo arte es una farsa a base de hacer gran arte, clasicista, intemporal, y no dadaísmo. Y más en la música, cuya matematicidad es mucho más evidente que la de un relato. Y, dentro de la música, más la música popular de este siglo, cuyas sumas ni tienen decimales. Que siempre finge querer cambiar el mundo pero en realidad lo hace para conseguir drogas, poder, dinero, mujeres. Es un velo que nadie ha levantado de forma tan tajante y clara como él. En concreto, sucedió el 25 de Julio de 1965.

No se me malinterprete, a mí me gusta su voz, me gustan sus solos de armónica, pero eso no quita que los considere técnicamente muy perfectibles. Y precisamente en esta inadecuación de las categorías que sirven para los demás es donde radica su encanto. Sólo sucede cuando nos gusta algo porque tiene un no sé qué irresistible que sólo nosotros encontramos. Bob Dylan es la universalización de ese sentimiento. Es, por tanto, un consenso intersubjetivo. No es poca cosa.

Eso es lo que nos muestra ese “sin embargo”, pero no lo que es. Lo que es, el Alma, el Prosopon, el Ba, el Atman, el Nafs, los Hun y Po, no los encontrará usted en este artículo, y mucho menos en su música.

¡Y qué pena de aquellos que pretenden que los suyos sí se encuentran!

¡Tanto en tan poco!



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Licencia Creative Commons
El Yugo Eléctrico de Alicia se encuentra bajo una LicenciaCreative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 España.