Como decíamos, el modelo autoritario y centralista “democrático” del leninismo fue parte de la inspiración, más o menos literal, para casi todos los modelos de socialismo antidemocrático que se han llevado a la práctica, occidentales y orientales. Occidente, bajo la esfera de Estados Unidos, y los países del Este, bajo la soviética, se preciaban de identificar esa clase de socialismo como la única verdaderamente válida o factible. La marca Marx se volvió un monopolio estatal. Curiosamente, pese a que nunca es reconocido a tiempo por sus constituciones o la intelligentsia, los Estados que resultaban no resisten el carácter de dominación que les asigna un análisis con conceptos y categorías marxistas de lo más básico. Con mucho conocimiento del “motor de la historia”, pero en completa ignorancia de las antiquísimas leyes históricas sobre la formación de la tiranía (ahí no quisieron remontarse a Aristóteles), la vanguardización del Partido conduce del liderazgo de una élite a la acumulación de poder en pocas manos sin escrúpulos, frecuentemente dos, en lo que algunos, como el apóstata de la causa comunista Karl A. Wittfogel, ven como un retorno a un modelo de despotismo oriental, primer paso de la evolución dialéctica entendida como evolución de la igualdad entre los hombres (en este paso un individuo reina sobre todos los demás).
¿Tiene la dialéctica una especie de estructura circular? ¿O es más bien una forma de “actualizarse” del capitalismo, que donde antes no podía germinar, tras una etapa socialista consigue una raigambre irrefrenable? Churchill definía el socialismo como "el camino más lento y doloroso al capitalismo”, y parece tentador verlo así, ya que, por ejemplo, se convirtió la Rusia zarista, donde al modelo capitalista le estaba costando asentarse, en un gigantesco capitalismo de estado que cae por sus propios pies de barro económicos y políticos y produce una oligarquía de multimillonarios en el proceso de privatización. Y, como bien sabemos, es un caso suave comparado con los otros capitalismos salvajes surgidos del seno mismo de una revolución proletaria: China y Vietnam han adoptado exitosos modelos “mixtos” con lo peor de cada cual, que les permiten devenir países con un enorme crecimiento económico (Vietnam tiene desde el año 2000 el más rápido del mundo).
Es extendida, desde los años noventa, la creencia de que así acabará cualquier intento de alterar la más dogmática desregulación. Fukuyama ya proclamó en su momento el “fin de la historia”, parada en el liberalismo y el librecambismo, en donde se ahogaría finalmente cualquier intento de cambiarla, y Lyotard balbucía que la sociedad tecnológica estaba abocada a verse despojada de la cualidad política que la había acompañado todo el curso histórico, hasta resultar en algo meramente operativo, donde la información sustituyera al valor trabajo y los “decididores” eligieran qué información se usa. Desde principios del siglo pasado la lógica de la devaluación, la carencia de valores fuertes que se opongan al “todo vale” derrotista predicen la futilidad de oponerse a un sistema donde todo objeto, valor o individuo es intercambiable por otros. Neocons y neoliberales, siguen esta estela afirmando que hoy hay que dejar expirar el juego político y organizar una sociedad liberal según criterios supuestamente utilitaristas y pragmáticos, obviando que eso ya es una enorme elección moral y política, en cuanto se pregunten un “por qué” y un “para quién”.
Otros materialistas, como el antropólogo Marvin Harris, han vuelto su propia crítica contra de los resultados de las Revoluciones que abanderaban el materialismo histórico[1]. La falta de previsión en los resultados de la instauración del comunismo puede explicarse según el principio de que un cambio de dirigencia no tiene por qué alterar la organización básica de un país. Por ejemplo, precisamente por el cariz de las ideas bolcheviques, sus objetivos hicieron innecesario construir punto por punto un nuevo aparato político, con lo que en muchos aspectos adoptaron el zarista (policía secreta, campos de trabajos forzados..). La inextinción del Estado policial zarista facilitó el retorno al despotismo descontrolado del estalinismo. De ser así, parece que se obvió lo más fundamental de una ideología que reivindica tanto el cambio más allá de las mentes. ¿Qué estarían pensando los lumbreras del Partido?
Pese a que las formas económicas determinan íntimamente la formación política, lo hacen determinando la ideología. Una colectivización forzada y apresurada no produce necesariamente un nuevo sistema. La pretensión, entonces, de inocular la ideología por medios coercitivos produce un distanciamiento entre el Estado y la sociedad civil, y lleva al Estado a instituirse como una entidad independiente, realización de un principio abstracto, noble sólo en origen, y si eso.
Curiosamente, si recordamos la crítica de Marx a la concepción hegeliana del Estado veremos cómo ese “divorcio” entre Estado y sociedad civil era el principal foco de sus dardos. Los idealistas, con Hegel a la cabeza, solían considerar al Estado como la encarnación de un principio (en caso de Hegel su Espíritu Absoluto). Es decir, le otorgaban un valor genuino por sí mismo. Para el materialismo de Marx el Estado es concreto, de por sí está vacío, y responde siempre a demandas que provienen de la sociedad civil (frecuentemente defendiendo los intereses de los grupos dominantes). Esa cualidad de ser reflejo de lo que sucede por debajo de él debe de orientarlo, tras la Revolución, a responder, en lugar de a los intereses de la minoría en poder, como sucede en el capitalismo, a las demandas de la mayoría. Es decir, abandonar la cobertura a unos pocos para expandirla a unos muchos.
Aristocratizar a los realizadores de esas demandas en forma de “vanguardia del proletariado” implica la imposibilidad de cualquier dictadura del proletariado basada en consejos, algo bastante cercano a esa idea de Estado orientado hacia sus integrantes, y no hacia principios en el aire (no olvidemos que, nominalmente, así eran los soviets, pero el Partido los sobrevoló sombríamente desde el principio). La gente no pudo, mediante una forma democrática radical no burguesa, elegir el curso de la revolución y su efecto en la sociedad. Por tanto, se torna imprescindible recurrir a la fuerza para moldear a ésta última a base de reprimir a la disidencia, o inventarla, y mantener a la población asustada/concienciada mediante un enorme sistema de propaganda y terror constante. El asesinato masivo ya había sido considerado como inevitable por las teorías canónicas, desde esos artículos de Engels en la Gaceta Renana contra los vascos hasta el “Qué hacer”, “El Libro Rojo” o algunos manuales de Educación para la Ciudadanía.
Una emancipación forzosa y totalitaria resulta a primera vista una forma incongruente de emancipación. Sólo se esquiva el ver esta contradicción si se entendiera el marxismo como un nivel de profundidad infinitamente superior a todos los otros discursos superestructurales, si se entendiera como la verdad objetiva frente a los anteriores, que son mero prejuicio histórico. Podría objetarse que el marxismo no es prejuicio, entonces, porque posee un fuerte relato de emancipación de fondo, pero ¿no lo poseen todos, cada uno según los criterios de su época? ¿Qué es la Ilustración, relato de emancipación del género humano que condujo a la toma de poder de la burguesía? ¿Creen que un liberal a la escocesa como Adam Smith se despreocupaba tanto de la desigualdad social como, por ejemplo, un Mises? Si me apuran, incluso en el feudalismo existía el relato de emancipación, ubicado en la vida ultramundana, y hasta a la reencarnación podríamos llegar. Sin embargo, el marxismo ha prestado poco crédito a estas excusas de liberación última, calificándolas como engañabobos, productos de su época, y ha preferido ceñirse a “los hechos”. Pero cuando está justificando una dictadura de partido se vuelve un discurso que ha perdido todo dinamismo y ha quedado fijado en el tiempo, reprimiendo la objeción y proclamándose ciencia al mismo tiempo, escudándose pobremente en su inevitable condición superestructural (el clásico “si no impongo yo mi ideología lo hará otro”, del cual sólo se deduce que ambos elementos poseen la misma -y escasa- legitimación)
Una diferencia cualitativa en términos de poder (un grupo social sustituye a otro, y de hecho no faltan quienes ven un golpe de estado en Rusia, más que una revolución de masas), resulta siempre, en la toma de poder, en una diferencia cuantitativa en términos de opresión, si bien es difícil siempre “medir” esta. En el caso socialista lo visible es el crecimiento exuberante y aparentemente sin límites del Estado, allí donde su tendencia óptima iba a ser hacia la eventual desaparición. Aunque el poder económico se iguale para todos-cosa que es discutible que haya sucedido alguna vez- la diferencia entre un pequeño grupo que gobierna (o un superindividuo) y un gran grupo gobernado genera desde el primer momento una desigualdad de casta, que indica que el poder meramente político debía haber sido tenido mucho más en cuenta (acudan a la abundante literatura sobre cómo viven y vivían las Conciencias del pueblo, quizás incluso en cargos de su entorno encuentren más de una prueba). Todo el colectivismo que pudiera haber en la dirigencia de “planificadores”, que podían ser los más bienintencionados del mundo, es dinamitado por sujetos con fuerte ansia de poder que escalan hacia un dominio absoluto y cuya ventaja con respecto a los otros consiste en, siendo fijos los fines a alcanzar, la mayor flexibilidad moral (el grado de maquiavelismo) bajo la que considerar los medios para llegar a ellos.
No vamos a tratar la compleja secuencia histórica que se esconde tras la raíz del totalitarismo, aunque aprovechamos para recomendar vivamente al interesado la lúcida obra al respecto de Arendt, Hayek y, especialmente, Reich [2]. Hablábamos antes de las categorías marxistas como instrumento analítico, y concluimos que , si mantienen a raya la pretensión de ser algo más que análisis, ordenan sin dirección el movimiento histórico, y que “el fin de la dirección” que suponía la sociedad sin clases llevó a la imperiosa necesidad de establecer coactivamente el cambio en la exterioridad del orden social y en la interioridad de la conciencia individual. ¿Por dónde debería empezar entonces el cambio, si un cambio es siquiera concebible? Evidentemente, atendiendo a lo político. La liberación del economicismo y la autonomía de lo político no nacieron ayer, sino que datan de muy antiguo: pensadores tan tempranos como Bernstein, notable renegador de los principios marxistas y uno de los fundadores de la socialdemocracia, basaron parte de su disidencia en su oposición al reduccionismo de todo a la influencia de lo “infraestructural”. Porque para economicismo ya tenemos el mundo plagado de mercantilistas.
¿Tú también, hijo mío?
¿Tú también, hijo mío?
(continuará...)
[1] Para un ameno ejemplo del contexto desde el que se desarrollan esta clase de críticas, Harris, Marvin,Nuestra Especie, Alianza Editorial, Madrid, 1993, pg. 473-482
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