domingo, 30 de junio de 2013

Diario de un cura rural, IV: ¿Ha merecido la pena mi estancia en París?


 En esta última entrega de mis Diarios franceses hemos de abordar la gran pregunta que se nos plantea, inevitablemente, cuando acabamos un período importante en la vida. Mi estancia en París, la vida en otro país, la comunión con otras culturas, con otras lenguas ¿ha sido como me esperaba, ha sido peor, o simplemente distinta?  ¿me ha dejado un gran baúl de recuerdos inestimables? ¿me ha abierto la mente, los ojos y lo que hiciera falta?  ¿ha sido imprescindible o me la podría haber ahorrado, en el sentido más económico del término? ¿me ha servido para crecer en lo personal, o me he afrancesado? 

Y, lo que es más importante, ¿ha sido una jugada estratégica para la paz futura de la Galaxia?

Para empezar, debo dar las gracias al equipo del Yugo por permitirme volcar en él tantas barreduras como les he soltado. Han sido un refugio espiritual, una puerta al mundo, una oportunidad altruista, unos ánimos sin máscara. Muchos  de los textos han pasado por una acogida más bien fría. Otros han obtenido reacciones bastante encontradas. Uno de los que más convulsión han provocado es Los padres de la criatura, firmado a principios del presente año (a diferencia de la mayoría de los publicados por mí, muy anteriores). He sido felicitado por algunos por haber puesto de relieve con salero lo que, desde un punto de vista algo racionalista, han sido algunas de las grandes contradicciones del credo cristiano. Pero también he recibido alguna que otra acusación de crueldad, de saña, de ridiculización gratuita, intempestiva.

Yo creo, empero, que es una de las cosas menos gratuitas que he tenido la suerte de imaginar. Todos sabemos que un texto puede ser más que lo que se ve en sus líneas, incluso más de lo que se lee entre líneas. A veces es importante también fijarse en el contexto, en las circunstancias, los motivos que conducen a su producción. "Los padres de la criatura", supuesto alegato contra la doctrina teológica, es, más bien, la denuncia de las condiciones en las que fue formada esa doctrina. Va más allá de lo que sentencian los libros sagrados, lo que sugieren algunos bestsellers oportunistas, lo que se rumia en las catequesis, y apunta al momento del parto, en una recreación dramática del ¡eureka! de turno, de la bombillita (triangular) que prendió sobre la testa de alguien. ¿Por qué no analizar desde esta óptica también mi humilde historia, ni sagrada, ni bestseller, ni cate...cateta?

En efecto, si investigamos las circunstancias que rodearon su escritura, descubriremos que no son cualquier cosa. “Los padres de la criatura” no fue concebido una buena mañana camino del cole. Tampoco fue anotado en algún cuarto de baño. La mayor parte de su contenido fue apuntado en un cuadernito rojo de bolsillo dentro de la Basílica Papal de San Pedro, en el Vaticano (Roma). Uno, que no tiene remedio, va a al Vaticano y, en lugar de dejarse emocionar por un arte mayestático, unos lugares que sangran historia, una religiosidad densa que se puede cortar con un cuchillo, se dedica a escribir cosas como esa. 

Eran las vacaciones de invierno en Francia, y un vuelo de treinta euros a Roma en las fechas justas (que luego descubrí que partía a casi 100 km de París, y eso, por supuesto, se lo cobraron) me convenció para descubrir la única urbe en el mundo capaz de hacerle competencia a la capital francesa en cuanto a pompa y circunstancia (si conocen otras, avísenles, porque eso es lo que rezan las condiciones de su hermanamiento exclusivo). El ardiente deseo de probar el couchsurfing me empujó a dedicarme una tarde a la semana, durante el mes y medio que antecedió al vuelo, a buscar sofás, para finalmente encontrar un raro descenso de mi reputación en dicha red social, dos o tres enemigos de por vida que al parecer no se tomaron a bien mis mentirijillas y, sí, un sofá en las afueras y para una única noche. El resto, de hostal.

Durante mis días romanos amenazó la lluvia, mediante la táctica habitual: caerte encima. Fue entonces cuando descubrí el verdadero valor del regateo, al negarme a comprar un paraguas a un rumano por 4 euros, pensando que una pulmonía valía mucho menos. Al final tuve que conseguir el paraguas a 8, porque el regateador notó lo acuciante de mi situación y la explotó. Y, lo que es peor, tuve que dejar el objeto en tierra a la hora de coger el avión por su potencial uso como dildo anal de azafatos, algo frustrante careciendo como he carecido de antídotos contra la intemperie en la pluviosa París en ese pequeño lapso que separa los meses de noviembre y julio. Para que no se repitiera este incidente indecente decidí que el resto de las mañanas, si veía que no tenía pinta de llover, me encaminaría hacia los lugares situados al aire libre (sobra decir que la mayoría del programa). Estas mañanas amistosas se sucedieron día tras día y, para mayor fortuna mía, la lluvia casi no volvió a asomar su feo rostro, sumisa al clima mediterráneo.

Creo que se comprende ahora por qué iba a dejar una atracción mayor como la ciudadela papal, el reducido reducto moral de Occidente, mi primer Estado totalitario (¡y espero que no el último!), para el día antes de la partida: se trataba de una visita mayormente de interiores (arquitectónicos amén de espirituales), y por ello era compatible con un hipotético aguacero (cuando estoy con Dios nada me altera). Lo que no se puede explicar de forma tan secuencial es por qué no entré corriendo en la basílica, dada mi patológica propensión a sentirme parte de algo mayor que mí mismo en cualquier clase de construcción rimbombante, sino que me lanzara de cabeza, cual sabueso tras un hueso, después de responder en la Plaza  un par de preguntas en broken english  a un leprechaun de la BBC, a los Museos Vaticanos.

Peor se puede explicar por qué diantres, al caer la tarde, tuve que quedarme a escuchar una misa en la primera iglesia de la cristiandad, misa que, lo sabía ya entonces, duraría mucho más de lo que pudiera prolongarse cualquier recochineo interno mío por la situación. Pero eso fue lo que hice, al contrario que la mayor parte de los turistas, y supe al atravesar el coto que colocaban para ahuyentarlos que no había vuelta atrás, que no iba a ser posible irme antes de que les diera por acabar, que no podría levantarme y buscar la puerta a tientas allí en medio, en la boca del lobo, y mucho menos obedecer a mi muñeca izquierda cuando me pedía a gritos ser indicada con el índice al personal. Por consiguiente, decidí tranquilizarme y disfrutar del prodigioso discurso bíblico que iba a cobrar cuerpo ante mis ojos. Hasta que recordé que no sé italiano.

Tras el agradable descubrimiento de que la lengua de Dante vale para algo más que la mafia, presentarse si eres un personaje de Nintendo o tomar el nombre de uno de los progenitores en vano (también es útil para otorgar dramatismo a historias  que después de dos mil años es un logro hacer sonar interesantes... logro del que debería aprender Nintendo), y tras haber descubierto que los panaderos del Vaticano tienen buen tacto para las obleas, el cuerpo me pedía ya un poco de pizza, a falta de ostras de Bretaña, para dar por concluido el viaje y dedicar la noche entera a rememorarlo todo en mi cámara de fotos una y otra vez en la habitación del hostal, como si estuviera a más de mil kilómetros de la ciudad que ya comenzaba a añorar.

Pero un nuevo empujoncito de irracionalidad se impuso: decidí sentarme en un escalón, saqué el cuadernito rojo que llevo siempre encima y sentí dos mil años de tradición ascender por mi ano, en contacto con la fría piedra, y encauzarse hacia mis manos, que se aprestaban a hacer justicia a ese epílogo que buena falta le hace a las Escrituras y que de seguro desbarató el buen Juan cuando decidió probar las virtudes literarias de los enteógenos. Sentí algo más grande que mí mismo tomar posesión de mis facultades, y luego, una vez rematada la faena, jadeando, exprimido, como debió quedar el alma enamorada de San Juan de la Cruz tras el polvo místico, me sorprendí al descubrir que había algo en mí que aún recordaba las inútiles declinaciones a las que dediqué los mejores años de mi vida ("amicus-amicum-amici"), además de latinajos más pedantes que Rick Wakeman en la  banda de la graduación del cole (probablemente un resabio inconsciente de viejas lecturas de Astérix), expresiones de la poligonera por la que estuve a punto de someterme a cirugía ("un puntillo friki que te cagas") y, simplemente, la mejor frase de todos los tiempos: "¡Oh, Pontius, me he mojado el peplum!".

Sin duda era un texto que ya por sus cualidades estrictamente artísticas iba a pasar a la historia literaria de la infamia, pero yo sentía que era algo más, que en mí se había expresado esa tarde un llamado a la coherencia, a un nuevo orden, a una pizquita de sentido común, una invitación a coligar el Papado y el mundo moderno más franca que la de Franco, al cual por cierto tuve la suerte de ver mentado en algunas placas de la ciudad, seguramente de época fascista, bajo un título elogioso que le hacía competencia a un buen amigo mío. Al parecer, lo que acababa de escribir entroncaba también con otras historias infames que en el mundo han sido.



Léase la novena línea
                                              
Abrumado por estos propósitos de enmienda, estas promesas que de tan utópicas se me antojaban electorales, y también abrumado por los seguratas que me empujaban hacia la puerta, salí al atardecer vaticano. La plaza estaba aún más concurrida que de costumbre, y todo el mundo parecía mirar a un punto fijo que no supe discernir con exactitud ¿Sería una aparición mariana? ¿Me estaría cegando mi incredulidad? Me dirigí al individuo más cercano en ese espanglish italolatino que había ido perfeccionando los días anteriores y me explicó, con la típica gracia involuntaria de los italianos, que dentro de cosa de una o dos horas iba a aparecer la fumata negra, y todos los turistas aprovecharían para fotografiar humo negro recortado contra cielo negro y sentir así que sus vidas habían merecido la pena. Siendo persona de no desperdiciar ni un segundo de mi tiempo, no me vi sorprendido cuando una vez más en ese día aciago mi reacción más predecible fue violada, y me resigné a mantenerme de pie entre las masas durante cerca de dos horas, diciéndome, cada decena de minutos de las muchas que se sucedieron, que quedaban aún dos horas y que en mi última noche romana había mil cosas mejores que hacer que estar allí de pie en medio de la plaza, imitando al más devoto pasmarote. Para colmo de males, los presentes confundían con humo oscuro cualquier nube o pájaro extraviado que se avistara en la enorme pantalla, la cual enfocaba una chimenea minúscula sita fuera del alcance de la vista analógica. La mayoría no habíamos tenido la ocasión de documentarnos sobre la naturaleza de la prometida fumata, y esto ocasionaba que se prorrumpiera en un "míralo" a mil lenguas cada dos por tres, lo que volvía la permanencia allí particularmente desagradable.

En todo caso, tras dos horas y tres cuartos como poco, sucedió lo que el lector inteligente habrá adivinado: un humo blanco inundó la escena de la chimenea, y también se dejó ver en el cielo nocturno para los pocos que no estábamos en ese momento dejándonos los ojos en la pantallita.









A punto estuve de hacerle la “mano cornuta” como a la estrella que es, pero recordé que en Italia era tradicionalmente un gesto supersticioso de protección que podía ser malinterpretado. Sí, fue por eso.



Luego sucedió lo que cualquiera pudo ver en los informativos sin necesidad de perder dos horas y tres cuartos de pie en Roma, oliendo el sudor de miles de fieles: el afeminado "Habemus Papam", los numeritos de la guardia papal y, finalmente, pues los cabezas de cártel se hacen de rogar, la aparición de un figurín en la balconada que hablaba el italiano como Borges el sajón antiguo. Yo, ignorante de la prensa rosa papal y por ende de las credenciales del sujeto, sólo pude soltar el suspiro de alivio que suelta uno cuando un par de noches atrás ha escuchado en una trattoria a un grupo de italianos cotillear sobre el certamen y a uno de ellos sacar a colación las palabras "Rouco Varela", trauma que, lo juro, me tuvo que tocar a mí. Pero un cambio más importante que el dinástico había sucedido esa noche en la Plaza de San Pedro: mi condición de hispanohablante me había vuelto una estrella. A mi lado, un peruano exaltado exclamaba a las televisiones del mundo que este papa era un favorito de la Santa Trinidad, por haber sido elegido el día trece (1 y 3), del tercer mes (3) del 2013 (1, 3 y…) y, lo que es más importante, por ser latino.

Ahora era el momento de celebrar nuestra lengua, nuestra historia, y toda esa caudalosa herencia en común que tiene un menda lerenda de Cai con un choro cholo de los Andes, y un latino del Lacio con uno de la Pampa, y yo con tú, y en fin ¡todos! No sé a cuántos periodistas de la más diversa oriundez tuve que regalarles mi cara de "nada me conmueve" mientras me dirigía a un lugar menos atosigante, donde me quedé un rato contemplando a un par de jóvenes con sendas banderas de bordados templarios soltar a voz en grito y alternativamente los "Viva il Papa" que se habían vuelto el código de salutación de la noche. Luego traté de atajar para alcanzar mejor el centro, me perdí profundamente en el proceso y descubrí que lo de Mario y Luigi era de todo menos un estereotipo, pero esa es otra historia.

A la mañana siguiente, antes de irme, no pude contenerme y me abalancé sobre el teclado del hostal tecleando un torpe "Bergollo" (que es, a grandes rasgos, como se pronuncia en italiano el apellido del señor) y descubrí, no sin sorpresa, la mitología de reformista que ya entonces se empezaba a promulgar desde todas las fuentes de propaganda imaginables. En efecto, la noche anterior todo el mundo parecía celebrar un  gran cambio, excepto algunos italianos que al escuchar por primera vez su apellido (que sí, es italiano) pensaron emocionados que volvíamos a los tiempos anteriores a Wojtyła, pero yo, escéptico como pocos, no podía sino preguntarme ¿acaso los fieles no hubieran celebrado un Gran Cambio de cualquier modo? ¿Hubieran dicho “buu, fuera”? Se trata del Papa, leñe.

Mi viaje había incluido una apoteosis, pero había incluido también un bemol. Sin ese bemol no habría habido apoteosis, y viceversa. Y es que el dichoso cónclave me impidió ver la Capilla Sixtina, donde en teoría se encontraban todos los peces gordos del cardenalato deliberando desde hacía varios días,  viviendo a pan y agua y defecando en una esquina para meter un poco de bulla. Si hubiera visto a la madre de todos los graffitis me hubiera detenido un buen rato en ella (horas estuve en lo del Rafa, quien no es guiso de mi paladar). Al haberme detenido allí, no hubiera llegado a tiempo para coincidir con la misa, con lo que la serie de influencias que hicieron fermentar en mi subconsciente el texto liberador jamás habrían tenido lugar. Si no me hubiera quedado para la misa habría salido de la basílica mucho antes, no hubiera encontrado a las masas expectantes de la plaza, y hubiera cogido camino sin parar mientes en nada. Si no hubiera estado en París no habría ido a Roma esos días, y si no hubiera ido exactamente esos días no me habría llovido nunca y no me habría arriesgado a dejar el Vaticano para la última jornada.

Todo estaba predestinado, pues, para suceder como sucedió. Aquellos días se respiraba en la ciudad un ambiente especial, una mezcla de emoción contenida y jolgorio manifiesto. Porque la Madre Iglesia es sensible a las críticas, y es aún más sensible cuando tiene esa menstruación que la aqueja una vez cada varios años, y que antiguamente sí se señalaba con derrames de sangre. Entonces mira a todos lados, trata de buscar inspiración de algún sitio (por ejemplo, Dios), e investiga cómo le va a su principal enemigo, el mundo real. Los fieles despiertan de su ensueño, ya no hay nadie que “interprete” lo que tienen que hacer o dejar de hacer, comienza el libre albedrío, comienza el diálogo: todos se preguntan por el futuro de la institución, sus nuevas metas, sus nuevas estrategias de marketing, de adaptación a las nuevas tendencias, a los pantalones cortos, las melenas masculinas, el motor de vapor, hasta que llega el nuevo rector y todos callan. Poco después de que aquella visión misteriosa que me poseyó agolpara trazos revolucionarios en las páginas de mi cuadernito de poemas, a pocos muros de donde yo estaba, los altos cardenales y otros santos hombres recibían la misma dosis de inspiración que me había electrizado. Francisco I, Fran para los colegas, será conservador por Papa, pero en comparación con el anterior, ¿qué más se puede pedir? Hemos pasado del Medievo al siglo XVI, y no es pequeño el salto. El molesto rol de "moderador" de esta historia, arrebatado por negligencia a ese Franciscum Franco del que se encariñan las paredes romanas, me tocó a mí. Yo le di la palabra a un nuevo Franciscum.

Todo esto conlleva una gran responsabilidad: para el próximo cónclave me veré obligado a darme cita allí de nuevo y jugarme el pescuezo para elaborar un texto aún más radical. Poco a poco, a base de palos, los meteremos en verea’. Será un buen remedio para los bloqueos creativos, aunque siempre preferí la historia que se quedaba en los libros. 

De este modo, París ha garantizado, digámoslo sin reparos, un porvenir glorioso para nuestro planeta, aunque a algunos criticones no les parecerá gran cosa. Al fin y al cabo, el tipo ha soltado ya sus perlitas sobre el sector gay del Vaticano y sus conspiraciones, el derecho a abortar y sus operaciones y todas esas patatas calientes que calientan a un Papa.


No se preocupen. Esto no ha hecho más que empezar...














lunes, 24 de junio de 2013

Las mil y una madres

Muchos de los lectores sabrán que Madre fue el piso estudiantil que los caballeros del Cadalso ensuciaron el año pasado en Sevilla. Cada una de sus habitaciones se correspondía con una parte de su cuerpo, y sus tejidos se llenaron de una infinidad de dibujos, textos y carteles, nuestros y de nuestros invitados. Se celebraron varios recitales temáticos en los que Madre cobraba peso, entidad y definición. En la parte que me toca hay poco valor literario,  fuera del juego de referencias  intransferible sobre personas, situaciones y alusiones a otros dibujos o textos. No obstante, por si alguno de los que lo vivieron se siente alguna vez nostálgico, aquí está mi contribución, de lejos la más prolífica, que de poco servía encerrada en los confines de un Word. Los originales, junto al resto de la decoración, se quedaron dentro de una solitaria caja de cartón en el salón, (el Útero).






Historia oficial de Madre


He aquí lo más cercano a la existencia carnal de Madre que ha revelado nuestra labor investigadora. Eso no es óbice para que existan multitud de biografías apócrifas, de corrientes heterodoxas, algunas de las cuales censuramos implacablemente, mientras que a otras, por razones indescifrables, les permitimos propagarse como al humo que traerá la conflagración
 



Lo que hoy conocemos como Madre no siempre se llamó así. En otros tiempos tuvo otro nombre, pero el tiempo lo ha enterrado, como es común entre sus víctimas. Esta es su historia.


Madre, en su vida terrenal, fue la hija pequeña de una familia de pescadores, que sobrevivían como podían en una pequeña aldea junto al mar azul de los tiempos antiguos. Era una niña melancólica y callada, con una mirada tan intensa que era difícil no bajar los ojos, y un silencio tan intenso que era difícil no compartirlo. Parecía estar siempre triste, pero en realidad estaba siempre pensando. Sus padres eran quizás los más pobres de la aldea, al menos los más pobres de los que se tiene noticia, y sus redes estaban siempre rotas y remendadas, y vueltas a romper, y a duras penas pescaban los pequeños peces de las aguas someras. Vivían bajo el dominio de un conde, un rey, un jefe del clan o algo similar, que tenía un inmenso castillo cuyas paredes descarnadas daban directamente al mar oleoso que rompe en los acantilados y se deshace atormentado en espuma. El hijo del rey tenía una habitación llena de objetos exóticos, cuyo balcón daba directamente al mar. Era un niño caprichoso y egoísta, pues se lo había educado para someter a los otros a sus caprichos. Desde su más tierna infancia dio muestras de crueldad insólitas, y más tarde, se rumorea, el pueblo tuvo que padecer con miseria y hambre su despotismo, y quizás fue derrocado. Pero esto no nos interesa. Lo que nos interesa es que la niña que luego sería nuestra madre no supo o no quiso ver nada de esto, y estaba perdidamente enamorada, hasta sus pequeños huesos, del aristócrata que se asomaba a su balcón por las noches y miraba al mar, pensando quizás en conquistarlo. Una tarde la niña cogió la barca de sus padres, la barca llena de tablas que tapaban entradas de agua, llena de salitre y piojos de mar, y se hizo a la mar para bordear los sombríos muros del gran castillo y alcanzar el balcón donde el niño estaría mirando al mar, puede que esperándola. Cuando alcanzó a ver, con los brazos desgarrados de remar, el balcón, hizo acopio de fuerzas y gritó al príncipe un saludo en su idioma perdido, y el príncipe le preguntó qué hacía allí. Ella, aunque de natural medroso, tras tanto esfuerzo como había supuesto llegar hasta la pared de piedra que se hundía en las profundidades, no tuvo reparos ni cobardía en decirle que lo quería, que quería casarse y tener hijos con él, e ir a jugar a las dunas y a las llanuras de lentisco, y besarle y mirar juntos las estrellas en el puerto. Y él no le dijo ni sí ni no, sino que le sonrió con esa ternura con la que sonríen los tiranos, y le dijo que hablarían al día siguiente, porque estaba muy cansado. Así pues, al día siguiente la niña volvió a sortear las rocas y a bregar en mar abierto y a colocarse bajo el balcón del castillo, y le volvió a contar todo lo que harían juntos, y él le dijo, sonriéndose, que le parecía muy bien, pero que sus padres no le dejaban salir, que sólo le dejaban asomarse al balcón, y que de momento la chica de la nube de silencio tendría que ir allí a diario, a hablarle durante horas. Y ella fue al día siguiente, y al siguiente, y le contó cómo vivían las gentes del pueblo, qué novedades había entre ellos, qué cosas vivían en el mar, y muchas cosas más, y él escuchaba con una sonrisa, a veces cómplice, a veces enigmática.

  Un buen día, ella llevó la barca hasta el balcón, pero él no apareció. Ella lo llamó a gritos, y él, tras un largo rato, apareció en compañía de una chica, bastante mayor. Nuestra niña fue raptada de nuevo por su ancestral silencio, y entonces el chico habló, y le dijo que la que estaba con él era su novia, que era la futura duquesa, condesa o reina de un pueblo de montaña, y que sus padres los habían emparejado desde hacía ya mucho, que no podía concebir lo ingenua que había sido pensando que iba a casarse con una pueblerina, y que se fuera, y cuando vio que no se iba empezó a tirarle cosas para que se fuera, hasta que una bola negra con una constelación en su interior hizo un boquete en la barca, y ésta empezó a hundirse, y el chico quedó inmóvil, con la boca abierta, y la niña se lanzó al agua y nadó hasta el puerto, y empezó a caminar por las calles, desconsolada, mojando las paredes con sus lágrimas, chocándose con las esquinas, sollozando en ese silencio que nunca volvería a abandonar. Caminó sin dirección por las calles empedradas hasta que dio con el muelle, y entonces se irguió, y, como en una procesión, caminó solemnemente sobre el embarcadero de madera, haciendo crujir los troncos agujereados por las algas, caminó hacia delante, con los ojos cerrados, acercándose al mar, sintiendo las gotas golpear su cara bajo un cielo sin luna, que era uno con el océano, y cayó al agua como un ángel.   La historia no acabó aquí. Una vez estuvo bajo el agua, una corriente justiciera la atrapó, y la llevó, acunada por las olas, hacia el castillo. Las olas la fueron empujando, progresivamente, mientras se desgarraba y despedazaba contra las aristas de las rocas, y finalmente halló reposo justo bajo el balcón que daba a ese mar primigenio, y tras el cual, probablemente, el futuro rey de los pescadores y la futura reina de la montaña estaban viviendo un anticipo de su luna de miel. Y allí se quedó, esperando que aceptara su propuesta, aquello que le dijo de ver las estrellas bajo el muelle, esperándolo, ya sin boca ni ojos, para siempre.   Y el príncipe murió, y el pueblo desapareció, y su dinastía se perdió en las progenies de la historia, y el castillo quedó convertido en unas ruinas, cada vez más desfiguradas, hasta que una empresa sin escrúpulos decidió usar esas piedras, que tenían el mar a kilómetros de distancia, como base para materiales de construcción. Y las piedras en las que se posó por última vez la chica, en las que decidió tumbarse a esperar, donde sus huesos se fosilizaron o se pulverizaron, son ahora parte de las piedras que te rodean, querido lector, y que siguen anhelando que aquel chico muerto acepte ver con ella un cielo de estrellas de las que hoy ni luz queda.  









 

Episodios Nacionales, I: Las Guerras Civiles de la Limpieza




En este primer canto, titulado "Las Guerras Civiles de la limpieza" se describe la raíz de algunas de las tensiones más peliagudas que asolaron la cohesión interna de la Institución Matricial, conduciéndola a su innegable debacle posterior. Además, descubriremos, conmovidos, por qué se han fundado ciertos pactos para el intercambio de roña y trapos.



En su primer año en Sevilla, el actual co-líder Cuervo contactó con ciertos ambientes comunales, políticamente radicales, que le abrieron (o más bien cerraron) la mente con respecto a los modos de vida que antiguamente conocía. Especialmente, descubrió algo que le había sido vedado desde niño, dada la educación católica y fuertemente conservadora que había recibido, y era la posibilidad de compaginar la existencia humana con la suciedad, conjunción que creía ontológicamente imposible, y que alteró los fundamentos de toda su concepción de la realidad. Se volvió rápidamente, de la mano de sus recién conocidos, abanderado y activista de la causa, y ya la primera vez que le fue propuesto crear el glorioso Estado federado en el que vivimos tenía en la cabeza aplicar, basándose en una elaborada política prefigurativa de hondas raíces libertarias, sus nuevos conocimientos al desarrollo social de su nueva comunidad humana, su sociedad de la suciedad.
Se empezaban a intuir en el horizonte las campañas de limpieza social y racial que sus nuevos colegas instaurarían, y él supo oír los signos e intentó congraciarse poco a poco con el mayor fanático de la Guarrería que había conocido hasta ese momento, un individuo al que, debido a sus costumbres poco higiénicas, incluso sus compañeros de fechorías denominaban La Bestia. Cuervo acudió frecuentemente a realizar libres improvisaciones de moda anárquica con La Bestia y en base a sus cada vez más frecuentes encuentros se fue arraigando una puerca amistad, ya que Bestia pensaba que Cuervo se presentaba en su casa por adicción a él, y realmente lo hacía por adicción a la creciente porquería que inundaba el suelo y las paredes de la cocina y del salón, y por si ese día los astros se confabulaban y le tocaba encontrarse algún excremento olvidado en las letrinas.

Ese contacto continuo con la cochambre sólo enfervoreció aún más su ciego fanatismo, y cuando llegó la hora de establecer la constitución interna del Estado, en un acto en el que los cuatro futuros mandatarios se encontraban presentes, rompió todos los dictámenes del buen gusto en una reacción visceral y desproporcionada frente a las insistencias de Delfín de dedicar más dinero público del que estaba estipulado a las labores de limpieza. Los demás, relativamente acostumbrados a la pulcritud de los territorios que dominaban, habían asentido sin problemas, pues sólo era la intensificación de una creencia saludable que les habían inculcado desinteresadamente y cuya eficiencia habían comprobado en sobradas ocasiones. Pero en ese momento todos sus sinceros propósitos se vinieron abajo, pues Cuervo, tras oponerse de forma tan desmedida, sacó a colación a la Bestia, y lo expuso ante todos como ejemplo de persona que presentaba un supuesto estado de bienestar general pese a sus insalubres costumbres, como un pionero del cambio social que planteaba. Sus compañeros no lo creyeron, y él lo llamó, lo llamó a gritos para que acudiera a luchar con él, habiéndose ya declarado en enemistad perpetua hacia los otros, pero nadie acudió.
Luego se descubriría que la Bestia se encontraba en ese momento lamiendo basura orgánica y herrumbre en el interior de la gran montaña del vertedero que se había hecho instalar en el jardín gracias a las ventas de su bello libro de poesía, y estaba a tanta profundidad y bajo tantas atmósferas de presión que no oyó los desesperados gritos de su aliado, el cual, tras un par de férreas ofensivas, fue derrotado sin problemas y obligado a firmar la constitución del piso, todo esto tras una enmienda pactada que consistía en relajar ligeramente la frecuencia de la necesaria limpieza, y tras ser forzado a aceptar la habitación minúscula como castigo por sus devaneos con la podredumbre. No obstante, él parece haber vuelto a sus antiguas andanzas, y trata de alterar progresivamente el sistema en favor de sus intereses. Se lo ha visto recientemente en compañía de la Bestia, lamentándose por su penosa y, por qué no decirlo, asquerosa situación actual, y ha quedado registrado que la Bestia le aseguraba que, sin lugar a dudas, el Dios de la Cochambre le recompensaría por sus esfuerzos con el caballo con poncho que todos los guarros de la tierra heredarán algún día.







Episodios Nacionales II: La crisis de los misiles


En esta segunda entrega, titulada "La crisis de los misiles", nos adentraremos en una detallada analogía sobre la construcción de la Constitución de 2011 (junto la de sus principales enmiendas), y veremos paso a paso cómo se fue desplazando la cúpula dirigente, sembrando las semillas de la envilecida corrupción de la que hoy se hace gala públicamente. Casualmente, se vuelve a tomar como protagonista a "Cuervo", pretendiendo, empero, cierta objetividad y rechazo del partidismo. La analogía toma como inspiración las tensas relaciones entre Cuba y Estados Unidos, con especial incidencia en el que fue su momento más crispado.





Cuervo era un sitio tranquilo. Sus gentes eran amantes del capitalismo, es decir, de la libertad, y su versión para los menos favorecidos, la libertad sin oportunidades. Esa libertad sin oportunidades de los que estaban bajo su yugo era, también, la libertad de fingir que hacían lo que querían, pero sin quererlo en realidad. Porque Cuervo tiranizaba a los otros imponiéndoles su opinión, supuestamente en un marco democrático, y no había diálogo en Oriente Medio al que no llevara sus bellas palabras.

Hasta los días que aquí se narran Cuervo no había tenido una sola derrota, y eso le hacía creerse que estaba por encima de todo, y que no tenía amigos ni enemigos que amenazaran su genuina libertad comprada a base de Róbar, su fuerte divisa. Creía sentir indiferencia ante todos, pero eso era debido a que había un monstruo con el que aún no había luchado, un monstruo que ciertamente le provocaba ojeras y estornudos.

Ese monstruo vino del Este, de la mano quizás de cierto turco, o quizás de un tipo germanoparlante con barba que tenía la cabeza llena de ideas extravagantes para su tiempo. Dada la particular fisionomía de su pelo el individuo en cuestión creía que todos debían ser como él, es decir, ovejas, ovejas en un redil colectivista. Planeaba destruir los pilares que habían cimentado las constituciones de lugares como Cuervo: la acumulación obsesiva de capital, lograda alimentando su monstruosa maquinaria con cantidades industriales de magdalenas y panecillos baratos expoliados a países pobres, para luego no inmutarse cuando se daba cuenta de que allí ya no les quedaba ni para nutrirse ellos (“pues que coman panecillos” parecía ser su remedio para todo)

En un principio Cuervo y los seguidores del loco tuvieron que tolerarse, y cuando se trató de enfrentarse al Casero tuvieron que aunar fuerzas, pese a la divergencia ideológica, para evitar acabar bajo su yugo y ver desaparecer el mundo feliz que conocían. Tras su victoria, las potencias vencedoras se dividieron todo el territorio que habían conseguido y en el que ahora viven en odio silencioso. Esto dio como resultado la propagación de grandes poblaciones errantes de des-perfectos a los que el casero no tuvo tiempo de erradicar en su día, pues no daba abasto por mucho gas que comprara -aunque luego diría que era para freír pollos-. Finalmente, hasta se creó un polémico tramo rectal en el que pudieran vivir aquellos desperfectos que nunca habían tenido una patria: enseguida se plagó de ellos. Todavía hay movimientos violentos en esa zona conflictiva, y de vez en cuando los medios se hacen eco de su fap, fap, fap.

Pero, aunque ambos obtuvieron beneficios de su participación en la contienda, ideológicamente seguían tan distantes como sólo ellos podían estar, y enseguida volvieron a su guerra silenciosa. Aquellos seguidores del hombre que quería ovejizarnos a todos tuvieron una idea genial, la de llevar la colectivización a su máxima expresión: lo llamaron, como se suelen llamar a estas cosas, el Gato de Todos, el Gato Público. La idea era poner una pequeña islita que representara sus ideales casi en la misma cara de Cuervo, justo enfrente de sus costas, y esperar que tolerara la convivencia con él, día tras día, semana tras semana. Cuervo decidió hacerle lo que mejor sabía hacer, un enorme bloqueo económico, pero la idea seguía adelante.



En el primer encuentro que celebraron para conocerse, Gato supo arreglárselas para que no se conociera su naturaleza, -es muy joven aún para tener signo, decían-, pero enseguida demostró su intrepidez y su carácter marcadamente público, recibiendo el cariño internacional de aquellos que simpatizaban con él, y se hizo fuerte, dado que su Papá, que no era una sola persona sino un Estado Federal, le daba de comer prácticamente gratis (cuando su Papá se vino abajo fue cuando empezó para él la verdadera crisis, pero eso es otra historia). A Cuervo le seguía dando asco cada vez que pensaba en él, tosía y le picaba todo el cuerpo sólo de pensarlo, y esperaba no tener que enfrentarse con él pronto.


Una de tantas mañanas estaba Cuervo echando un vistazo, uno de los primeros, a aquel mundo que había conseguido dejar en libertad tras la amenaza del Casero, y vio que a un palmo de sus narices estaba el Gato, respaldado por sus enemigos, como era saber común, pero no venía solo: estaba plagado de misiles por toda su saliva y su pelo, misiles que apuntaban directamente hacia él, misiles que los Papás del Gato le habían instalado en sus propias narices, amenazando su misma existencia. Nuestro compañero, descubriendo que uno de sus peores temores se había hecho realidad, emitió un comunicado a los Papás dando un ultimátum y diciendo que si no desaparecían de su vista se las tendrían que ver con él. Fueron momentos de tensión internacional, en los que parecía que iba a estallar una tercera guerra mundial de un momento a otro...

¡Pero en este mundo alternativo los misiles nucleares siguen aún hoy apuntando a nuestros bellos campos de trigo, amenazando con producir una hecatombe nuclear que nos convierta en mucosos homínidos de ojos inyectados en sangre!




 





Episodios Nacionales III: La Gran Hambruna (Dramatización de los hechos)


En nuestra tercera entrega, "La Gran Hambruna", la única en forma teatral, podemos percatarnos de un par de jugosas peculiaridades. Para empezar, la temprana denuncia de los horrores que, bajo la apariencia de normalidad, se cometían en el seno mismo de Madre, y, por otro lado, la temprana comprensión por parte del autor de la figura del Gato como pieza clave para esclarecer las motivaciones de los protagonistas (lo cual no excusa, sobra decirlo, su plena responsabilidad ante los hechos).

 

 
 
(Aparecen los cuatro cortesanos, con cara de hastío)
 
MANUEL: ¿Dónde se encuentra el rey?
 
PABLO: Se ha interpuesto en mi caminar mientras me dirigía hacia vuestras mercedes.
 
MANUEL: ¿Y cuál es su estado?
 
PABLO: Parecía saludable.
 
MANUEL: Me refería al mal que lo azota, y no creo que haga falta mayor desarrollo de mi discurso.
 
LUIS: También fue su mal abarcado por mi mirar, y por su comportamiento declararía ante un juez que no ha habido mejoría en su condición.
 
ÓSCAR: Tres meses ha desde que zarpó el último psiquiatra. Desde ese punto todos han sido charlatanes y buhoneros.
 
LUIS: Para hacer honor a la verdad, mejor sería aducir que el psiquiatra nunca volvió a poner el pie fuera de esta muralla que nos constriñe.
 
PABLO: En efecto, no hubo mudanza en su costumbre
 
ÓSCAR: Cáspita, yo pensé que esta ocasión no reparó en fusilarlo.
 
MANUEL: No, no obró de tal modo... Bueno, sí lo hizo, pero sobradamente, compañero, conoces el funcionamiento de esta cuestión.
 
ÓSCAR: Sí. Y a tenor de esto, prestadme vuestros oídos un instante. Me complazco en anunciar que justo llegarán hoy los especialistas de la zona rural.
 
LUIS: Esperemos que la suerte les trate con más benevolencia. Si historiadores, antropólogos, psicólogos, lingüistas, filólogos, artistas, no son capaces de decirnos cuanto menos cómo interpretarlo, cómo poder acceder con mayor eficacia a sus designios, habrá que proseguir como hasta ahora, interpretando su voluntad casi con arbitrariedad, prorrumpiendo a cabezazos en la niebla.
 
MANUEL: ...en donde un gesto violento implica un súbdito menos sobre la tierra...
 
LUIS (furioso): ¿Y qué quieres, que les otorguemos condecoración?
 
MANUEL: No provenía de mi voluntad sugerencia alguna.
 
ÓSCAR: Resultan ser todo dificultades. Mas... ¿qué acción nos resta? A fin de cuentas es nuestro monarca. Por mucho que emplee su tiempo en corretear y vagabundear por palacio sin objeto, por muchos destrozos que ocasione su demencia... es nuestro rey.
 
LUIS: Hemos de admitir, empero, que el derrotismo se nos ha impuesto. Contemplad para más señas el deplorable estado general de todo el mobiliario, por no mentar la red de cañerías..
 
MANUEL: No sólo eso. Comemos mucho menos, y nos consumimos lentamente. Y comemos peor. Ante Dios juro que no recuerdo cuándo se cocinó carne por vez última. El castillo se ha plagado de hojas secas. Nos saludamos con gesto lánguido, miramos a las paredes durante demasiado tiempo. El detritus se expande por las balconadas.
 
ÓSCAR: No insinuarás, hereje, que carecemos del derecho a estar tristes ¿no?
 
MANUEL: No había mi intención dispuesto cosa así. Ojalá se acumulen montes de detritus en los balcones, en tanto en cuanto él no vuelva a sus cabales.
 
ÓSCAR: El otro día casi concebí una eventualidad semejante. Mientras maullaba en otra habitación, creí identificar un maullido humano en su voz. Fue como si ésta se tornara progresivamente más grave, todo esto fue en cuestión de segundo. Y en el más grave de todos casi se podía traslucir un sentimiento de angustia, de prisión, mas también de imperativo contundente, de llamada soberbia. Crédulo de mí, prejuzgué que había retornado y corrí al encuentro con su majestad, mas en su lugar seguía estando la pequeña bestia peluda. Todo esto me hizo considerar que quizás trate de comunicarse con nosotros, emitir algún mensaje significativo entre tanto despliegue de instinto y tanta correría sin objeto. Pedir auxilio desde su forma presente, que nos parece feliz en la inconsciencia...
 
(Si el gato está en la habitación, todos lo miran. Si no, entra en la habitación)
 
PABLO: De cualquier modo, el día más impensado puede encarnarse nuevamente en cuerpo humano, y narrarnos quién le hizo esto, o qué hizo él para merecerlo. Y nos reiremos, y pondremos una mesa con manjares del lejano oriente, como antaño y, cual si fueran nupcias mayores, lo festejaremos durante semanas. Volverá la Edad de Oro, y no hará falta el paraíso para dejar de esperar. Pero mientras la solución siga mostrándose tan insostenible, no nos queda otra que desesperar ruidosamente y aguardar en silencio.
 
LUIS (desesperado): ¿Y entretanto, qué vamos a hacer?
 
MANUEL: Sólo nos queda, a la vista de la terrible epidemia que nos abate, que respondamos a ella con propiedad y honra. ¡Dejemos de comer! Pues no hay futuro de momento para ninguno de nosotros, ¿por qué postergarnos? No hay manera más feliz de ejercer nuestro derecho a estar tristes.
 
ÓSCAR: Yo seré sin lugar a dudas el primero en morir, pues dada mi monstruosa estatura requiero de más alimento para mantenerme en pie.
 
PABLO: De ser así, ¡qué sana envidia brota en mí hacia vuestras mercedes!
 
(Y bajan del escenario y se sientan entre el público entre bromas y camaradería)
 
 







Episodios Nacionales, IV: El viraje hacia la degeneración 


Ya en sus quioscos, "El viraje hacia la degeneración", la última entrega de nuestra recuperación de crónicas sobre aquellos eventos que sucedieron en aquel apartamento aparentemente tan melifluo. En ella se narra el fervor pasional de un gatuno individuo por la aparición de ciertas imágenes, con tanto ascendiente sobre él que lo llevan a replantearse sus insalubres hábitos. No posee un desenlace claro, y puede postularse que el protagonista no sobrevivió al castigo celeste impuesto. Al menos, no mentalmente.

 

 
H.A.L. era un tipo cuya vida consistía en jamar y armar jaleo en el hall. Se comportaba como un verdadero jamelgo, y, lo que es peor, se jactaba de ello. Jabardeaba de sus logros cuando conseguía desvalijar a los otros comida que no le pertenecía, jorobar a sus vecinos con su alboroto, jiñar mojones gigantes o ejercer prácticas poco habituales de jodienda cogiéndose a donceles de majos brazos. En resumen, su actitud ponía en jaque a todos los que se preocupaban por su incógnito futuro. No era motivo de mojiganga, pues por ejemplo el juez y el gendarme ya le había propinado un par de julepes por pasarse de jumento. En resumen, un malandrín injurioso como pocos.
 
Sin embargo, había una estación en la que nuestro loco jaco hacía juramento de mejora. Se lijaba las uñas, desmadejaba los cabellos, y se fingía digno de elogio. Iba por la vida poniendo jeta de honrado y sugiriendo agasajos, mientras en sus entrañas seguía pergeñando malignidades. Esos momentos en los que jubilaba sus ingenios de jabato coincidían, no contingentemente, con la Procesión. Esa mejoría, esa corrección política en él, no respondía a una diligencia ingenua, sino que trajinaba toda la jornada sobre la metodología para, al salirle al paso a la Procesión en su viaje, poder plagiar una buena efigie. Tan egregio se creía que se veía con la jurisdicción de poder exigir a gritos que esta engendrara sus deseos y registrara sus tejemanejes subjetivos. Tanto coraje lo jalonaba, gracias a no ser justamente un monje, que tenía el arrojo de demandar con enojo, de chantajear a la Procesión y cortejar a sus arrieros. Y lo peor es que, tal como se jactaba antes de ser un malaje y de su poca genuflexión al prójimo, ahora se lisonjeaba de ser un religioso creyente en la jerarquía dogmática por cuyo influjo se adjudicaba tan lujoso justiprecio a esa vasija vieja de plástico, a esa jarra primigenia repleta de manjares que a diario se dirigía en procesión desde el salón hasta la cocina. En definitiva, le ocurría como a una cantidad ingente de sus semejantes cuando tocaba ir a espectáculos de ese jaez. Pero a veces la comida era injusta, insignificante, y entonces él no perdía tiempo en quejarse y a rajar, y hubo una vez en la que sus rugidos fueron lógicos.
 
Sucedió que el sujeto había transigido a resquebrajar su juramento, había infringido su propia legislación de dejar sujeto esos días su libertinaje exagerado. Se había relajado más de la cuenta en juntorio de magdalenas indignas, y había ingerido más sustancias de lo ajustado, cuando atajaba afligido rumbo a su pugna diaria por su fijado matalotaje. De repente, emergió una regurgitación parda y rojiza de su faringe repugnada, forjada en el escondrijo más sumergido de su sistema digestivo y acabó siendo desembuchada, estigmatizando el suelo de magdalenas en una digestión a medio ejecutar. Nunca había sucedido nada parejo, ningún acontecimiento gemelo le daba algún signo para regir su subsiguiente conducta, así que no debe de acusársele de haber obrado con poca inteligencia. Animado por juicios intangibles, escogió cobijarse resignado en otro lugar y dejar su desbarajuste en medio del pavimento de la región. “Abono para las plantas”, puede que coligiera. Esa conjetura jifera tuvo sus consecuencias. Esa noche, la tinaja mágica no apareció. Él se indignó con la urgencia que le originaba el futuro régimen. “Ay, jefe, ay, prodigioso botijo, ay, alforja dirigente, si nuestros ojos han jadeado por ti todo el año, damajuana majestuosa, jerarca entre gerentes ¿qué agasajo te agencias al perjudicar a tu gente con ignominias de este género?”
 
Pero de nada le sirvieron sus gemidos, y siguió gimoteando, gestualizando con agitación, hasta que escogió que ya debía dejar de justificarse y corregirse, recogerse y enjaezarse ventajosamente para ser más gentil y generoso. Justo engendraba todo eso su imaginación cuando ojeó unos vulgares flagelos que se agitaban a lo lejos y sus bajos instintos lo condujeron a desdibujarlo.











Texto para el primer recital pre-Madre





 Era una noche apacible. El patio estaba engalanado para la ocasión: habían montado una tarima justo en el centro, habían comprado comida y habían traído sillas suficientes para todos los presentes. El vino corría a raudales. En una esquina había un hombre y una mujer.


-¿Me pasas un poco de vino?- dijo la mujer.
-Claro, cariño. El vino es bueno para lo tuyo de la circulación. Lo dijeron ayer en la tele. Debiste haber subido de la habitación del gimnasio para ver el documental, como haces otros días.

Junto a ellos se encontraba un tipo con un aspecto algo siniestro. Todos lo rehuían un poco. El tipo se inclinó hacia la pareja.

-Vaya sandeces que se están oyendo aquí, ¿no creéis?

La chica respondió:

-Sí, sí, es verdad, muchas sandeces. Yo nunca entendí la poesía propagandística. Me da repelús.

Y su marido dijo:

-Hablas como si alguna poesía no lo fuera -y rió a carcajadas sonoras.

-¿No lo fuera?

-No fuera propagandística.

Y los dos rieron a carcajadas sonoras

Todo esto viene porque alguien estaba recitando encima de la tarima, alguien a quien ellos estaban dificultando mucho la actuación con sus carcajadas sonoras y sus comentarios no-en-susurros.

En ese momento el tipo en cuestión pareció acabar su recital, y todos aplaudieron y silbaron automáticamente, casi antes de que terminara. El tipo bajó algo frustrado, y se fue directo a la mesa de los canapés, que había estado mirando con interés durante toda la actuación.

Uno de los presentes se puso en pie, y tras comentar por enésima vez la buena noche que hacía ese día, preguntó quién sería el siguiente en atreverse a subir. El tipo siniestro que había estado sentado junto a la pareja se levantó y se encaminó con andares siniestros hacia allí. Todo los siguieron con la mirada.

-Bueno, se supone que tengo que recitar algo, pero no sé muy bien qué. No me malinterpretéis, ideas tengo, pero lo que no sé muy bien es cómo empezar.

Pensó un rato.

-Creo que lo apropiado, para romper el hielo, es felicitar a cierta chica del público por el homenaje que le hicieron ayer. Sí, ese documental que hablaba sobre los efectos del vino para la circulación. Pero, atención, no os llevéis a engaño, si es que lo visteis, yo no tuve la ocasión. Los resultados de los estudios hablaban de las propiedades del vino para su circulación, y no para la de los otros. Como bien me han contado que reseñaba el documental, las distintas operaciones a las que ha sido sometida nuestra amiga hacen muy difícil que se puedan extrapolar los datos a personas con otro historial médico.

La chica asintió con su cabeza izquierda.

Nuestro amigo, tras las agitadas tandas de aplausos y palabras líquidas que se suelen oír cuando uno sube a una tarima y hace un comentario personal sobre alguno de los oyentes, se quedó pensativo de nuevo. Ahora tampoco sabía por dónde seguir.

Se le ocurrió que una buena manera era resaltar la buena noche que hacía. Abajo el vino seguía con sus correrías.

-Bueno, esta noche es especialmente agradable. Sí que lo es. Aunque, en realidad, tampoco se diferencia tanto de la de ayer y de la de anteayer y de las de los días anteriores. Cuando uno vive tan acostumbrado a una noche diaria, se le acaban haciendo difíciles de distinguir, ¿no creéis?- dijo guiñando un ojo y con tono de chiste, pero la gente abajo adquirió una seriedad sobrenatural. No les caía muy bien aquel tipo.

Él se cabreó bastante, a lo que se sumó la frustración por no estar llegando a donde tenía que llegar.

-Pues es un rollo que los días sean tan predecibles. Yo viajé por muchos países gracias a mi trabajo de ingeniero civil, hace ya muchos años. Adquirí una especie de permiso que permitía a un ingeniero trasladarse por una serie de países amigos, siempre y cuando diera razón de cada obra construida en ellos. En ese momento la situación lo exigía: aquí sobrábamos. Dicen que tras mis años de viaje ya no era el mismo. Habladurías. Pero lo que es cierto es que en otros países las rutinas son muy distintas de las de aquí. Y también los hay con menos rutinas, con unos horarios mucho menos estrictos. -A este comentario le siguió una oleada de susurros desaprobatorios. El orgullo de nación es muy fácil de herir. Nuestro recitador se dio cuenta de esto, y se encorajó más. Se estaba empezando a enfadar mucho, ya que ese rechazo por parte de ellos no le era nada nuevo.- Pero venga, hablemos en serio. ¿A quién no le molestan tantas noches? Si es que es un hastío. Antes era mucho más agradable. Por la mañana, empezaba el día, y cuando acababa la tarde empezaba la noche. Pero en serio, ¿a quién se le ocurrió ese diantre de Techo Ilustre de Nuestra Gloriosa Nación? ¡Ni que fuéramos comunistas! Es decir, que vale que había crisis y malestar social en esos años, pero ¿no se os ocurre que se pasaron con las medidas para fomentar el consumo de electricidad?

Los presentes comprendían ahora por qué ese tipo les había caído siempre tan sumamente mal. “Nuestro sentido común no falla, por pocas pruebas que haya”, decía un refrán demasiado reciente. El tipo de la tarima ya no podía dejar de hablar.

-¿Y qué me decís del agua? ¿No la echáis de menos? Yo cada vez bebo menos. Las bebidas alcohólicas estarán bien para un rato, pero la verdad es que me arrepiento de haber despreciado las otras con tantos botellones como hice en los días en los que aún podía disfrutarlas. La policía no para de ir y venir por esta casa, pero no tengo nada que ocultar. Uno simplemente se acostumbra a tener sed, igual que se acostumbra a no tener Supertweet, aunque ya sé que algunos estaréis mirándolo ahora mismo en vuestras VirtualDefecatingAndroidBox.

Un par de los presentes se sobresaltaron. El resto sólo fruncía el ceño.

-Y que sí, hombre, que somos muy felices porque nosotros, que con nuestra belleza e inteligencia hemos triunfado de sobra en la vida, podemos permitirnos todos los caprichos que queramos pero ¿no os acordáis de aquellas cosas que en otoño se quedaban peladas y en primavera volvían a estar verdes? Eso sí que era un capricho. ¡Joder, es que eran alucinantes! ¿Y de la Cirugía Opcional? Porque nos la habrán demonizado mucho, pero yo a la de ahora no le encuentro mucha lógica aún. ¿Y de cuando el psiquiatra vivía fuera de tu casa? No sé, vale, eran tiempos primitivos, pero bueno la historia tiene altibajos, por mucho que ahora esa idea no esté de moda, ¿no es así? ¿Por qué me miráis con esa cara? Venga, hombre, que os he invitado a comida y vino a toneladas.. ¿No recordáis la otra vez que hicimos esto mismo en este mismo patio, hace ya la tira de años? ... ¿No fue todo más divertido entonces?

El auditorio, pensando que con esas interrogaciones cerraba su parte del recital, empezó automáticamente a silbar y aplaudir, felices, tapando por un momento el sonido de las sirenas que se aproximaba.
 







Oda a Madre (para el primer recital, "Madre")




Ella tiene un concepto lleno de catedrales y alamedas sobre su pureza. Se impide a sí misma continuamente. Encontró al hombre de su vida, que la abandonó precisamente por eso, y venía a preguntarme si debía ceder su virginidad a él, que si después él la abandonaba su habitación azul tendría una mancha indeleble, y no podría flotar dentro de ella durante setenta años. Y me lo decía con estas mismas palabras.

Yo le insistía en que lo hiciera, que diera rienda suelta a su deseo, esa pulsión que se notaba latir bajo losas de hormigón, en sus palabras, su cuerpo, una insatisfacción que existía sólo para los que la veíamos, pero ella entonces callaba y miraba a un lado y parecía encontrar en un pájaro que volaba de un árbol a otro una señal de que estaba en lo cierto, y luego nos costaba encontrar un tema de conversación tras ese páramo helado en el que la sentía tan lejos, en una jaula llena de pinchos tras cuyos barrotes veía un mundo mucho mejor.
Cuando él se fue, asqueado, conciliador, experimentando con la confianza de que ella le pediría volver, ella simplemente vino y me dijo “he tenido razón, y tu habías estado equivocado” y que hubiera cometido un error de haberlo hecho con él, que hubiera lacrado en su vida un sello que le habría impedido volar si no era de la noche, lejos de la mirada de los que no lo sabían.
Yo tenía otras ideas sobre cómo elevar las almas del suelo, pero implicaban precisamente unirse y convertirse a un delirio conjunto, y fallaban porque las personas idóneas siempre estaban ya en en él, descansando perezosamente, ya habían llegado, y yo sólo podía aprehenderlas como mira sus propiedades un pastor que tiene su campo a las faldas del Olimpo.

Así le fue pasando con un hombre, con otro, hasta que decidió que tenía que crearlo sin materiales dados por Dios al mundo, y se entremezcló en asuntos de índole espiritual que a mí me inspiraban poca estima. Me preocupé un tiempo, pero sabía que actuar era inútil.

Un día fui a visitarla a la granja en la que vivían, y me la encontré llorando junto a una pila de heno. Trabajaban alegres como bestias para lucro del líder, todos los días, entre el lavado de cerebro matutino y el vespertino. Pero no lloraba por eso. Lloraba porque se acababa de dar cuenta de que había perdido, de tanto trabajo esforzado, algunas de las líneas de la palma de sus manos. Era lo más cercano a ser desvirgada que había estado nunca. La llevé a casa cubriéndola con mi gabardina por los campos de trigo, aunque ninguno de los jornaleros levantó la cabeza al vernos pasar, no estaban programados para eso.

Esa noche durmió conmigo, pues necesitaba cariño después de tantas noches en un granero.

Pero sólo cariño, y a la mañana siguiente me había dejado una nota incoherente hablando de autoestop y la costa.

No volví a verla, y poco a poco, tortuosamente, llegué a comprender que no me importaba. La recordaba como un himen intacto desde siempre, y me imaginaba que tenía un velo semejante en los ojos, en la boca, en los oídos, hasta acabar siendo una mujer cubierta por sábanas, sin nunca salir de la cama, o por un burka, y creo que fue ambas cosas por una temporada. Me la imaginaba en lo que en ese entonces debía ser su mediana edad, en una habitación color naranja oscuro, como arcilloso , porque me la imaginaba cansada. Quería imaginarla así para que algo nos hermanara, pero sabía que era azul, un azul más intenso que el de la Creación.

Me llamaron a su entierro, y yo pensé que hasta en eso me levaba la delantera, y pensé que murió virgen, aunque probablemente la violaron alguna vez. Llegué allí y no había nadie, sólo tres individuos con pintas estrafalarias, un reguero de pistas sobre su secreta vida a lo largo de los años. Allí vi algo que me ofendió mucho, y es que estaba envuelta en un velo de color naranja oscuro, y me indigné y me fui mientras el ataúd velado descendía entre las paredes de ladrillo de la tumba. Los otros tres seguían cabizbajos, me siguieron al cabo. Era como una herida, un alma disparada.

Y, aunque es triste, eso es todo lo que recuerdo de ella, después de tantas estaciones en las que nos vimos todos los días. La realidad fue probablemente mucho más burda y material, pero así es como creo que ella querría que la recordaran.





Texto del segundo recital, "Encuentros en otros mundos"













Texto del tercer recital, "Superstición" (que introdujo la figura del DJ, clave para el pacífico desarrollo de la velada)




Todo el santo día lo pasaba musitando, haciendo gestos con las manos, cuidando por dónde pasaba, con quién se cruzaba, qué energías se introducía entre pecho y espalda. Se trataba de una mujer supersticiosa, que no por ello superextinta. No entendía muy bien las raíces del rígido código que gobernaba sus actos, pero desde pequeña había alimentado un profundo temor: sabía que, si algún día lo hacía mal, si se descuidaba, si tentaba a la suerte, si se salía de Madre, se le aparecería de la nada un DJ diabólico que pincharía esa canción que todos desearíamos borrar de la banda sonora de nuestra vida, aquella que dice “pipipipu”*. Germinarían altavoces de debajo de los adoquines y la emitirían a todo volumen, la gente se pararía de la risa y la señalaría con el dedo. Desde que le dio por concebir ese delirio dijo las palabras justas, fue con pies de plomo, más le valió pájaro en mano y malo conocido, no le hizo ruido al moscón y a cordero extraño no metió en su rebaño. Tuvo una vida ejemplar, una caligrafía paradigmática y un modélico saber estar. Trabajó en una fábrica de algodón y nunca se la oyó estornudar, se casó con un maltratador y casi nunca le dio oportunidad de serlo, tuvo muchos niños y ninguno le salió (salimos) deslenguado o aficionado a jugar. Su única certeza fue el temor al malvado DJ, y, como todas las tonterías, se acrecentó con los años. Cuando ya era bastante mayor, y tenía el estómago lleno de olas, la cara caída medio metro y tetas como lianas, tuvo que montarse en un autobús para volver del taller de costura. Pocas veces se había atrevido a coger uno, pero su tardanza era tal que en el improvisado balance de malos augurios la comida fría de su marido ganaba por goleada. Nada más pillar asiento comenzó a encomendarse a gente muerta y a hacer las virguerías precisas con los dedos para situaciones límite como esa. Trataba de no mirar por la ventana.

“Disculpe”, dijo el minusválido, y señaló la estilización que de tipos como él había hecho un diseñador de carteles. “Oh, perdone usted, perdone, no sabía que este asiento estaba reservado. Lo siento, no viajo mucho en autobús, perdóneme, señor, por favor” “No importa”, respondió el minusválido. Al ponerse en pie las colgantes carnes la traicionaron y chocó sin mucha fuerza contra una persona a la que no se atrevió a mirar a la cara “Lo siento, perdone usted, de verdad, no pretendía chocarme”, dijo mirando al suelo, cabizbaja. Intentó asirse a la barra metálica para no volver a equivocarse, aunque los indicios eran más que evidentes. Iban dos ya. Bien podía estar ya condenada. Preocupada por su vida, lanzó una sonrisa a los que la rodeaban. Ellos se la devolvieron. Ella se tranquilizó un poco, esa tranquilidad histérica que surge al borde del llanto, una ominosa calma que le hizo perder su rígida compostura, le hizo cometer un desliz, y algo se deslizó, algo la atravesó de arriba abajo, y no era precisamente un escalofrío, sino un animal buscando la luz fuera de la madriguera, una fruta pocha cayendo al suelo, una jornada de puertas abiertas, un vehículo tan veloz que se saltó la estación de peaje. Retumbó. Ella no cabía en sí de vergüenza, y rompió a llorar. Todos la miraron con asco y, una vez que se hubieron tapado la nariz, con lástima. Y, en vez de señalar, mofarse y escupir, acudieron a consolarla –con la nariz tapada-, le dieron palmaditas en la espalda –con la mano libre-, le hablaron para animarla –con voz gangosa. El pedo se había adueñado de todo el bus, y ella, envuelta en una niebla apestosa tan densa que costaba ver el paisaje correr por las ventanas, lloraba de emoción. ¡No había aparecido ninguna entidad demoníaca! ¡Al final no la rodeaban en corro para humillarla, sino para darle cariño! ¡Se sentía como en el cielo, de no ser por el olor! ¡Tantos años perdidos…! Nadie pudo sustraerse al clima de solidaridad, todos, uno a uno, se fueron levantando de los asientos traqueteantes para consolarla. ¡Era algo mágico, como un hechizo! El destartalado autobús se convirtió en el primer sitio en el que se sintió verdaderamente cómoda. Al darse cuenta de esto soltó más lágrimas, que le borraron la vista del paisaje dinámico que se apreciaba por las ventanillas ¡Y casi le impidieron ver el enorme ramo de lirios que en ese momento le traía el conductor!


*: En una escala cromática descendente (nota del transcriptor)






Texto del recital abortado "Los Sueños de Madre"



1)

Mamá de pequeña tenía pocos juguetes, y jugaba con dos trozos de cuerda que había encontrado en el trastero. Uno era marrón y el otro violeta. Primero pensó que eran serpientes, luego lianas, luego lombrices, pero pronto descubrió que eran las colas perdidas que dos grandes leones habían olvidado en su trastero. Pronto se hicieron sus amigos. El león marrón vivía en medio de la jungla, y el violeta vivía en un lugar muy extraño, de edificios amenazadores. Ambos eran muy parecidos, pese a que el león marrón era más grueso y caminaba olisqueando el suelo en busca de presas, y el violeta solía mover inquieto la cabeza hacia atrás o hacia arriba, como si hubiera algo entre las nubes que ningún otro podía ver. Aunque vivían en sitios muy distintos, había algunos lugares en los que podían encontrarse. Retozaban y jugaban juntos en la arena interminable de ciertas playas, en los parques de alrededor de ciertas ciudades, y en ciertos trasteros como el de Mamá. Le dijeron a Mamá que la protegerían el resto de su vida, y en sus pesadillas siempre acudían a tiempo para combatir a los extraterrestres y los científicos malvados. Aparecían corriendo a lo lejos, uno con su pelo dorado bajo el sol, como pan de oro, y el otro con el cuerpo recubierto de agua, como un atardecer en el mar. En un santiamén derrotaban a los malvados, y ella podía cabalgar sobre la grupa del León Marrón, o acariciar la rara superficie del Violeta.
 Cuando Mamá se mudó de ciudad olvidó sus importantísimos cordones en algún cajón de su vieja casa. Se dio cuenta poco después de decir adiós con la mano a través de la ventanilla, y le pidió al Abuelo que diera media vuelta, pero no podían volver a recogerlos: la casa ya no era suya. De todos modos, su vida en la gran ciudad iba a tener demasiados cambios como para llorarlos mucho tiempo.


 2)

MAMÁ EMPEZÓ A IR AL PSICOANALISTA. HABÍA LLEGADO A UN PUNTO EN EL QUE NO PODÍA AGUANTAR MÁS. SE SENTÍA PRESA DE UN ENORME NUDO, DE UN NUDO QUE GRITABA POR SUS OJOS Y RAPTABA EL SENTIDO DE TODO LO QUE SE LE PRESENTABA. HABÍA LLEGADO EL MOMENTO DE BUSCAR A ALGUIEN QUE LA AYUDARA A ENCONTRAR EL CABO SUELTO POR EL QUE DESENROLLAR EL GIGANTESCO EMBROLLO, LA CIEGA ANGUSTIA INMOTIVADA EN LA QUE SE HABÍA CONVERTIDO SU VIDA. ERA ALGO CUYA SOLUCIÓN ERA IMPOSIBLE DE ENCONTRAR, SIMPLEMENTE TODO HABÍA ACABADO ASÍ Y YA SE MANTENÍA SOLO, SE RETROALIMENTABA, ERA UNA CADENA TRÓFICA PERFECTA. A LO LARGO DE LOS AÑOS COMPAGINÓ SUS PARLAMENTOS EN EL DIVÁN CON LAS MÁS VARIOPINTAS TERAPIAS ESPIRITUALES Y MÉTODOS DE SANACIÓN. ENTRE TODOS CONSIGUIERON AYUDARLA A HACER OÍDOS SORDOS A AQUELLO QUE NADA PARECÍA PODER RESOLVER. 


 3) 

Mamá soñó una noche que se encontraba en frente a un escritorio descomunal envuelto en brumas. Uno de sus cajones se abrió lentamente, con un crujido, y de él salió una cuerda que rugió, la agarró y tiró de ella con fuerza hacia dentro. Ella se vio vertiginosamente elevada por los aires y zambulléndose a la velocidad del rayo en la negrura del cajón, agarrada por esos filamentos marrones y violáceos trenzados que la apretaban con fuerza, y, sin embargo, no opuso resistencia, sino que se soñó feliz porque creyó haber encontrado en esa cuerda el cabo perdido que buscaba desde hacía mucho tiempo, creyó vislumbrar el punto por el que empezar a esclarecer las cosas que languidecían y se postraban, y justo en ese momento de extrema alegría despertó agitada. Le costó recordar dónde estaba. Sonrió, y negó con la cabeza ante lo extraños que siempre son los sueños. Presionó el timbre para llamar a la enfermera y balbució a su oído que le suministrara un par más de pastillas para dormir. La enfermera fue a buscarlas y Mamá trató mientras de recordar algún sueño que tuviera en sus años mozos, y en el siempre vano esfuerzo mental que a su edad le suponía rememorar cosas tan lejanas cayó dormida por sí sola por primera vez en muchos años.    




Sobre decadencias e imperios futuros (para el último recital, "La decadencia de los imperios")




-....... (abruptamente) ¡Aquí se hace lo que yo digo!, ¿te enteras? Y no vayas a tu madre ahora lloriqueando a mis espaldas, que ella opina lo mismo que yo ¿sabes?

-Yo no voy lloriqueando.
 
-¡Que te calles, coño! ¡Me cago en la hostia! (se contiene) No me calientes, haz el favor. Sé que yo no te gusto a ti, pero que sepas que tú a mí me caes bien. Tienes cojones, por eso no quiero hacerte daño..
 
-¡Pero si has tirado todo lo que teníamos! ¡Has convertido nuestra casa en lo que te ha dado la gana, pensando sólo en ti y en ese perro horrible!
 
-Claro, ¿quién quería esos trastos viejos? Estaban ya para el arrastre. He modernizado esto, que parecía una pocilga.
 
-Pues a mí me gustaba. Me recordaban a Papá… (se tapa el rostro con la mano)
 
-Oh, niño, no llores. Tienes que admitir que Papá ya no está con nosotros. Pero sigue estando Mamá, y ahora estamos yo y Rufus. Seguro que acabamos llevándonos bien, ¿vale?
 
-¡Rufus me odia! ¡Le has enseñado a odiarme tú! ¡Tú! Has destrozado todo lo que tenía…
 
-No te pongas celoso. Que ahora tu madre no pueda dedicarte toda su atención no debería entristecerte, debería alegrarte. ¿No la ves, más lozana que nunca? Si parece diez años más joven que hace unos meses.
 
-Tú me lo has quitado todo… Mi mamá, mis hermanos, mis hermanas, mi antigua casa, mis juguetes, mis platos y cubiertos, mis muebles, mis libros para colorear… (dramático) mi vida…
 
-Oh, venga, niño. Que no se acaba el mundo porque yo haya llegado a poner orden aquí. Qué dramático te pones por unos trastos. Mobiliario nuevo, vida nueva ¿no?
 
-(pensativo)… claro ¡Lo hiciste aposta! ¡Para destruir mi Imperio!
 
-¡Pero qué locuras dices! ¡Cómo lo voy a hacer aposta! Mira, por mí como si quieres ir al vertedero y guardarlos en el trastero. Mientras no dañen nuestra vista y no apesten, haz lo que te dé la gana, niño. (socarrón)
 
-¡Y lo haré! ¿Sabes? ¡Iré a recogerlos!
 
-Pues ya sabes, está siguiendo la avenida, no tienes que andar mucho. Ahora, yo no quiero ni verlos.
 
-Entonces los regalaré ¿sabes?
 
-¿Regalarlos?
 
-Sí, claro que te asombra, porque tú sólo sabes quitar cosas a la gente. ¡Pero yo, cuando sea mayor, me buscaré la forma de meterlos en todas las casas que pueda, para que otros puedan ser tan felices como lo era yo en mi antigua vida que me has robado! ¡Para que ellos vivan como cuando éramos sólo yo y mis hermanos con Mamá, y no nos hacían falta otros papás!
 
-Jajajajaja, que tonterías dices, niño! Pues anda, hazte casero y alquílalos a gente. Pero estarán tan hechos mierda que serás un casero muy malo.
 
-¡Lo haré! ¡Y cuando me pidan por favor que los cambie, les daré una paliza!
 
-En vez de decir tantas pamplinas deberías salir afuera a jugar con los otros niños.
 
-¡No, no saldré nunca más! ¡Me dedicaré a planear tu muerte!
 
-¡Espera que te coja, pequeño hijo de puta! ¡Tendría que haber llegado mucho antes a esta casa! (desaparece persiguiéndolo y pegando gritos)




Carta de despedida 




Todo sucedió el día que el mundo quedó deshabitado. Podría imaginarse que fue el día en el que todos los hombres fueron a reencontrarse con su Madre tras muchos años de Hégira. Pero, como no estamos seguros, sólo podemos afirmar que al menos uno de ellos sí lo hizo, frente al porche de su casa de infancia.  En todo caso, la principal baja fue la de la civilización tal como nosotros la entendemos. Con el tiempo se borraría todo rastro de nuestro paso por el planeta y por el universo, salvo por, sepultado en profundísimos estratos, cierto artilugio proveniente de una agrupación musical de poca profundidad. Ese día, los animales que no estaban humanizados, los que no ofrecían su panza al opresor, tomaron las calles en una manifestación poco pacífica, como habían hecho antes muchos otros bestias. Los otros animales desaparecieron de la faz de la tierra tan misteriosamente como sus amos, y quizás se encontraron en otros mundos, donde ya no tendrían que depender de ellos ni pedirles comida, donde su amistad sería al fin pura.
Fueron los elefantes, los hipopótamos, las ratas, las palomas, las carpas, los nuevos urbanitas. Rompieron las rejas, derrumbaron las puertas, pisaron los coches, arrasaron los establecimientos, vegetarianos o no, como si lo hubieran estado esperando. La puerta de ese oscuro subconsciente de la ciudad donde habían estado encerrados estalló, y los monstruos salieron a la luz.

Uno de ellos tiró su jaula al suelo, y esta se quebró, en la goteante oscuridad, entre muchas otras jaulas llenas de cuerpos que temblaban. Comenzó a caminar por los pasillos, sin rumbo ni luz. Tenía hambre. El Alimentador  nunca se había retrasado tanto. Vagó y vagó entre el laberinto de calles sin orden de esa ciudad dentro de la ciudad, rozándose contra las paredes, rascándose, dejando pelos. Marcó un par de sitios con su orín morado. Tenía mucha hambre. Buscaba la sala donde presumía que se guardarían los alimentos, aunque nunca la había visto. Olfateaba el aire, esperando encontrar ese oasis que ahora iba a ser solo para él, pero encontró algo mejor, dos cosas que no esperaba: una puerta entreabierta y un haz de luz. Parece que había un mundo exterior. Curioso, jamás se le habría ocurrido.

Al cruzar el luminoso umbral no conoció a la Paz, pero conoció al viento. Sus miembros se sentían muy livianos. Bajó, salto tras salto, la escalinata bajo la que un enorme cartel rezaba “Blue Velvet, S.A.”. Podría haber enviado a mucha gente a la cárcel con ese simple gesto. Su simple existencia valía para demostrar que aquel ingenioso terciopelo azul, con esa textura como la del agua pero que no mojaba, el preferido de las chicas con estilo, no provenía de reacciones químicas, como la publicidad aducía continuamente en su defensa. Hacía un buen día, ya que era una de las pocas ciudades que aún mantenían la extraña calma precedente a la aún más extraña lluvia de plumas que se abatía sobre el resto del mundo: como si aún contara con el apoyo del Rey.

Miró desconfiado a todos lados, y al descubrir que no había nadie a la vista dejó que su melena color marino se agitara al viento, y rugió, y el eco se hizo eco de su rugido. Ahora todo eso, pensó, era suyo. Y sin luchar por ello. Sólo quedaba buscar su centro de operaciones. En tan vasto y desértico territorio debía de haber algún sitio lo suficientemente sucio, pequeño y oscuro como para que él pudiera dormir a gusto y sentirse como en casa .
A lo lejos se veía un piso muy viejo.

Corrió a su encuentro salvajemente, con sus recién estrenadas patas. La verja estaba abierta. Rompió el cristal de la puerta del bloque que más le gustó, y se contrajo como un pulpo, para poder deslizarse entre los barrotes. Ya que los ascensores eran ahora una especie extinta, quizás estrenó las vetustas escaleras. Decidió seguir subiendo hasta el piso más alto, pues, como todo félido que se precie, prefería tener una vista lo más amplia posible de sus nuevos dominios, que precisamente incluirían, para él, todo lo que sus ojos pudieran abarcar desde allá arriba. Cuando descubrió que arriba del todo las puertas eran de metal, decidió bajar al piso inmediatamente inferior. Tras un par de arremetidas, la puerta que aleatoriamente escogió había cedido.  

Innecesario decirlo, dentro no había nadie. Todo estaba como si los habitantes acabaran de irse precipitadamente: había una barra de pan duro en medio de la mesa, de la que dio buena cuenta, así como papeles y prospectos cuyo contenido, comprensiblemente, se le escapaba. Bien podían haber salido corriendo a urgencias, que la habitación estaría igual. Si hubiera visto otros pisos cercanos quizás se habría asombrado: no había nada en este apartamento que indicara el paso del tiempo. Nada de cerebronitores ni holo-habitaciones temáticas: a lo sumo una tele gris del año de la pera y un aparato de aire acondicionado antiquísimo también, y con muy mala pinta. Incluso tenía utensilios para que uno cocinara para sí mismo, como si alguien viviera aún en la bárbara época en la que eran comunes esas práctica tan demonizadas …. época en la que, para colmo, aquellos utensilios ya hubieran  sido reliquias. Fue en la cocina donde descubrió que aún quedaban en el comedero unas pocas galletitas para gatos, las cuales nuestro felino, en su hambre voraz, no pudo menos que devorar, no sin cierta repulsión inicial.  Pero eran pocas para saciar su hambre, que rugía violentamente en su estómago, borboteaba a ciegas por su tráquea, y era expelida en forma de dulces ronroneos.



“Ah… la costa. Tengo sed de mar. Una sed que me está matando… Cuánto echo de menos la costa. Tú no lo entiendes. Eres un hombre de montaña, siempre lo has sido. De expresión ceñuda y hombros de leñador. Tú ves el mar, y es como si oyeras llover. ¡Y qué placeres indescriptibles hay en oír llover!

Bueno, lamento el espectáculo. Ahora que el show se ha acabado recojo mis cosas en silencio y me voy. Ya me he ido, cuando escribo esto, hace mucho. Estoy ida. En serio, lamento el espectáculo. Sé que desde el principio sabías que acabaría mal lo de irme a vivir a la Granja. Sé que te preocupabas y recababas información, aunque para todos, incluido tú mismo, preferías dar imagen de resignado. Gracias, gracias por rescatarme. Ya sabes mi tendencia a rodearme de esa fétida gangrena de terapeutas e iluminados, o de nadie en absoluto. No hay término medio, un año tengo algunos amigos y el siguiente ninguno, y este pues… me tocó aislarme. Desde el principio sabía que en medio del campo no encontraría nada bueno, pero la abnegación tiraba con demasiada fuerza de mí, no podía resistirme a ella. ¡La marihuana, la heroína, todo son tonterías en comparación con el sacrificio! Te lo digo con conocimiento de causa.

Es lo único que he encontrado. Lo he explotado mucho, de distintas maneras, pero nunca se acaba.  Es un pozo que nunca merma. Ser habitada. ¿comprendes eso? Tener un mundo en tu interior. Albergar seres que dependan de ti. Y depender tú de ellos, caer en la ruina, el polvo, los cortocircuitos, si no te cuidan. So muss ein Wohnung sein. Y de eso va la abnegación ¿recuerdas las palabras clave? Abnegación, campo, juventud. Creo que a ti te tocó vejez, mundo imaginario… ¡yo que sé! Sólo espero que se aparten de tu camino las personas no habitadas (y, por supuesto, que nunca acabes siendo  una de ellas).

En fin, gracias por la charla de anoche. Todo esto viene porque me voy. No me verás por la mañana. No me ha servido de nada lo que me has dicho que crees que es importante. Pero de todo lo demás, de tus lapsus, de los temas secundarios, he extraído lecciones extrañas. Creo que haré autoestop.

La costa…. No lo entiendes… Allí se funden el cielo, la tierra y tú. Cuando estás en medio del agua, y sólo ves azul, y miras abajo y ves tu cuerpo y está azulado… Eso es lo que necesito. Fundirme con el mar, como tras un peregrinaje. Cuando me enamoré de ese niño pijo estuve a punto de hacerlo. Sí, aquel que se creía el rey del mundo. Y yo lo creía el rey del mundo, y por tanto lo era. Me intenté suicidar… ¡con nueve años! El psicoanalista me dijo que quiero haber muerto. No lo dudo. Muchas veces soñé que las corrientes me arrastraban hasta los cimientos de su casa, y que me quedaba allí. Como una acusación invisible y eterna. ¿Te imaginas a alguien que lo supiera todo sobre mí, y escribiera el muermo de mi “historia oficial”? Debería de acabar aquella noche de verano en la que me tiré al mar. “Y desde entonces dejó de encontrarle sentido a muchas cosas. Fin” Recuerdo esos días de verano como una playa mágica y rocosa bordeada por dos castillos fabulosos, el suyo y el mío ¿Conoces alguna playa así?



Olfateaba el aire, y reconoció un olor recién aprendido. En algún sitio había más galletitas como las que acababa de catar. Se dejó guiar, y se encontró frente a una puerta de cristal, en un mueble. Al otro lado se veían grandes paquetes con fotos de gatitos de distintas razas y número de patas. Rugió para sí mismo. Se colgó con las patas del mueble, y quedó así un rato, ridículo. Temía que romper el cristal hiciera que se le cayera el armario encima, y no quería comprobar si sería lo suficientemente flexible como para escapar de tanto peso sobre su cuerpo irisado. Decidió ir por detrás, ya que había visto una pequeña ranura entre el armario y la pared, y un par de boquetes en la tabla de detrás del armario por los que se podía entrar dentro de él. Se contrajo todo lo que pudo, e intentó atravesar la ranura. Metió la cabeza. Estaba muy apretado. Caminó un par de pasos. Pisó una especie de papel, resbaló, chocó contra el mueble, y notó cómo este se tumbaba hacia el otro lado. Retumbó. Hubiera asesinado de un infarto a todo el barrio. Miró lo que había pisado, entre nubes de polvo.  Cuál fue su sorpresa al descubrir que era una foto tan antigua como la vida misma, una foto de un modelo de gato básico, como ya se veían pocos (y en ese momento ninguno, pues eran demasiado Hombres como para permanecer en la Tierra). Era una criatura muy diferente a las que aparecían en las fotografías de los paquetes de comida que acababa de ver. Le pareció mucho más proporcionado, más elegante. Tenía el pelo claro, con muchos nudos alrededor de las orejas, y estaba algo gordito. Su expresión de estoicismo o aburrimiento era singular. El León Azul miró durante largo rato la imagen, pues en ella estaba representado ese amigo que había aparecido tantas veces en sus sueños, junto a aquella Alimentadora en miniatura y de pelo largo que era tan amable y cariñosa, pese a ser una de ellos. Recogió la foto en su boca, recordando aquellas aventuras que hacía ya tanto años que no cruzaban sus noches.



Para mí todo es como un sueño. No recuerdo las cosas como fueron, sino como las viví. Te habrás dado cuenta de que tiendo a recordar a las personas y los eventos como lugares. Me gustaría ser un lugar, no un individuo. Un hábitat, algo que no tenga que preocuparse de sí mismo, sino de que otras cosas acudan a él. Ser un escritor de referencia, un millonario, una estrella de la medicina, un arquitecto Guggenheimer, un ilustrador de renombre, en realidad es una forma de buscar ser un lugar. Nada mejor que una máscara para recolectar corazones… e introducirlos luego en las habitaciones del alma, y tenerlos viviendo allí, sin entenderlos, sin rozar su superficie.

Quizás la única manera de conseguir superar mis límites biológicos es siendo madre y teniendo un montón de hijos. Pero de eso nada, yo jamás seré madre de nadie. Necesito tener cerca muchas cosas, pero cuando deje de precisarlas o me aburran no quiero cargar ningún muerto. Y los niños son muertos desde que nacen. Es suficiente ya con mis propios problemas, mis temores, mis supersticiones… El DJ fantasmagórico que me persigue, aquel del que te hablé tanto rato, no existe. Te estaba mintiendo. Simboliza en realidad la presión de los demás sobre cada uno de mis actos…  Incluyendo la presión para que me anquilose. Y no quiero anquilosarme. Aunque supongo que al final, como todos, lo acabaré haciendo. Al fin y al cabo, es a lo que lleva todo ¿no? Tanto el que vive hasta las cejas de LSD como el que vive en la oficina, los dos están anquilosados. En esta vida siempre hay que elegir caminos que otros han preparado y dispuesto. Estamos planificados por gente muerta hace muchos siglos. Todo, nuestra sociedad, las palabras y objetos que usamos, los conceptos que pensamos… todo. Los odio. Me los imagino como señores con sombrero de copa y levita, discutiendo cómo asegurarse de que sus sucios chanchullos sigan en pie el resto de la historia mientras toman té con pastitas. Si no estuvieran muertos les desearía la muerte (aunque quizás sea más terrible desearles volver al sufrimiento y el desamor). Mi forma de revelarme contra ellos es la incontinencia verbal, el obrar errático, el querer pensar fuera de mi jaula, supongo.

Sí, sé que es una excusa pobre. Total, probablemente no estés entendiendo mucho, y esta carta te parezca una sarta de incoherencias y tópicos escritos para marearte. Pero te aseguro que todo, todo, todo, tiene un sentido. Lo que pasa es que eres muy realista. O quizás no prestaste demasiada atención a los detalles, y pensarás que me estoy inventando los lugares y los personajes. Oh, vamos, en esta vida nada es literal. No creas que me he pasado a la ciencia ficción. ¿Recuerdas ese viejo libro piojoso que leímos más o menos al mismo tiempo, Hiperión? Bueno, si has leído la saga hasta el final entenderás a qué me refiero. Coger la breve vida y la obra de John Keats y transmutarla, sublimarla en una ópera intergaláctica. Al final sus sinsabores, sus desgracias, su temprana y terrible muerte  por tuberculosis en la Roma del siglo XIX, fueron todas para bien, a la larga y en un futuro muy muy lejano. Bueno, muere mucha gente inocente, como siempre, pero más o menos acaba bien.

Así quiero acabar yo, porque ahora yo, desde dentro, no le encuentro mucho sentido a mi vida. A La Vida sí se lo veo, pero eso no me sirve de nada. Y continuamente trato de estar al tanto de las cosas que supuestamente deben importarme, pero todo me parece tan vago… En fin, gracias por haber pasado esta noche conmigo, bajo el mismo techo, aunque me ha parecido mucho más tiempo. Creo que haré autoestop hasta París, que nunca he estado allí. Y una vez allí lo seguiré haciendo dentro de París. Pararé a los coches en los Campos Elíseos y les diré “Llévame a París”, y ellos entenderán. O no. Pero seguro que la cosa se esclarece un poco allí. Y si no, ya se me ocurrirá algo.”



La foto del gato claro reposaba sobre un mueble, contra la pared, como un altar. Resaltaba mucho, pues el piso no estaba demasiado decorado. El León Azul, tras colocarla con cuidado, se acercó a una de las paredes y rascó sus fuertes uñas en ella, en uno de esos arrebatos instintivos tan propios de los felinos. La pared no pudo aguantar más, y se desmoronaron grandes trozos de muro y cal. Luego se tumbó en uno de los sofás, con el estómago calmo. Había conseguido extraer con la garra muchos pedacitos de galletas apestosas de debajo del mueble caído, aprovechando que la particular consistencia de su pelaje le impedía cortarse. El sofá había sido negro, pero la espuma y el relleno salido ocupaban ahora toda su superficie. Para cualquier ser racional su presencia allí habría levantado una serie de pesquisas sobre una larga estirpe de arrendadores demasiado dados a las chapuzas, pero él no lo era. Ni siquiera concebía que hubieran existido otros seres bípedos aparte del cruel Alimentador y la adorable Alimentadora en miniatura, y ambos parecían ya de un sueño. Sin embargo, había habido muchos, y cada uno había tenido su propio arsenal de proyectos sin realizar, ilusiones sin cumplir, libros sin editar y sueños alcanzados de cuando en cuando. Todos ellos habían vivido, amado, sufrido y obrado para que él, en la inextricable trama de la vida, acabara en ese preciso instante en esa precisa sala, rigiéndola con su porte majestuoso. Había sido un sacrificio masivo. Y habían sido, en cierto sentido, sus intermediarios.

El León guardián cerró los ojos lentamente y cayó dormido en su cueva, de cara a la pared que se había desmoronado dejando ver tras la pintura y los ladrillos huesos y calaveras.
                                                                                                                                                       




















Sección de agradecimientos


La Búsqueda Final



Esta es la historia de un amigo que vive muy lejos. Su casa se encuentra en el país del frío y el salmón, de las iglesias de madera y las grutas de montaña, de las grandes coníferas bajo las que reina el lobo, de los claros boscosos que dan cobijo a antiguos trolls de piedra y a sangrientos aquelarres: una tierra de mares infestados de serpientes. El aire es frío allí y se considera caliente el agua cuyos grados se expresan en número mayor que cero. Sus habitantes tienen una vida dura, pero no la cambiarían por nada del mundo. Nuestro amigo llegó allí como extranjero, pero pronto fue aceptado como uno más: sólo se precisaban unas manos recias, una complexión adecuada y mucha sinceridad para ganarse el corazón de sus gentes sencillas. Él consiguió con éxito obviar del todo su pasado, y nunca se sulfuró ante ninguna pregunta. Y es que nuestro amigo no pertenecía al pueblo llano, del que en este punto del relato costaría distinguirlo: pese a sus pobres ropajes, el tizne de su rostro y la tensa musculatura de la que estaba revestido sus orígenes no eran de ningún modo vulgares. Allí de donde venía había vencido muchas batallas junto a las que su antiguo nombre sería sempiternamente rememorado, había guerreado una y otra vez por el destino de esos bellos parajes en los que ahora fingía el anonimato, había combatido al Enemigo sin tregua hasta que le tocó el turno de reflexionar, y reflexionó que empeñarse continuamente en las mortíferas lides donde se gesta la hazaña, exponerse a la guerra, el horror, el sufrimiento cósmico, y hacerlo sólo por la ambición de escapar al polvo de las Edades, no se parecía en nada a la vida que él anhelaba, así que descendió al barroso mundo de los mortales, admitiendo para sí la decrepitud del cuerpo y el embargo de todos sus privilegios, al ventajoso coste de la paz y la sencillez.

Y paz encontró, dentro de cierto abrazo femenino y dentro del más hondo seno de la rutina. Logró ganarse un profundo respeto de sus norteños semejantes y parecía que para siempre habría zozobrado en aquella isla de olvido que tanto codiciaba, si no fuera porque subrepticiamente algo extraño fue irrumpiendo en su cotidianeidad, algo inaudible pero perseverante, sutil pero creciente, exiguo pero voraz. Poco a poco, las personas con las que prontamente había labrado una familiaridad comenzaron a evitarle, los duros trabajos manuales que desempeñaba comenzaron a escasearle sin ulteriores explicaciones, y a causa de ello se vio permanentemente desempleado, e incluso su mujer empezó a mostrarse reticente hacia él sin preocuparse tampoco en aclararle la razón. Su vida comenzó a asemejarse  a la del niño de un chascarrillo infantil que rondaba las risas de los colegios del pueblo, en el que el protagonista mostraba decreciente ilusión por comer macarrones a lo largo de una semana, para al comienzo de la semana siguiente volver a presentar un ánimo renovado. Así, nuestro amigo culpó a su suerte de coincidencias y eventualidades, y luego la disculpó, y luego la volvió a culpar, y trató de no atribularse pese a los continuos tropiezos y disgustos, pero gradualmente fue comenzando a vislumbrar una Mano Invisible tras sus contrariedades, una intención sistemática tras los contratiempos, y entonces una idea se sembró en su cerebro ¿acaso sus antiguos enemigos, aquellos contra los que batalló en su anterior vida, habían descubierto su actual emplazamiento? 
¿Acaso debía volver a sus trasnochadas peripecias? Trató de obviar esa posibilidad, pero creció en él como una enredadera. El día en que ella le dejó, tras una escueta carta que nada elucidaba, se decidió, condolido, a exigirle cuentas al Enemigo. Debía pasar a la acción.

Se preparó en unas interminables semanas, pues, pese a que no había estado precisamente ocioso, había perdido muchas cualidades que ahora le urgían. No tardó en recuperar plenamente sus antiguas habilidades. Cuando le preguntaban en qué se empleaba, y él respondía en tono de “desde las más altas esferas se calculan nuestros infortunios”, le decían que desistiera, que todo era arbitrario, que no había causante, pero eso sólo vigorizaba su sospecha. “Y aún cuando no fueran ellos emisarios del Enemigo, lo cierto –pensaba-  es que esta diferencia en la forma de afrontar nuestro sino es lo que distingue al alma plebeya del espíritu elevado. En un caso semejante ellos nunca romperían el ciclo, y sin embargo, cual templarios con espadas de madera, se precipitarían en rutinas destructivas creyendo estar asesinando al dragón día tras día”.
Al término de su entrenamiento se sentía más preparado que nunca, y sólo entonces emprendió la larga marcha de aldea en aldea, escuchando los rumores, hablando con los lugareños, haciendo oídos a sus leyendas, persiguiendo la fuente de todo lo extraño, terrorífico o mitológico que los ancianos susurraran. Se fue internando en la floresta, y abandonando los caminos de los hombres y, con único auxilio de sus fieles sentidos, continuó su penoso camino por ensenadas álgidas, hondonadas algentes, glaciales riscos, montañas granizadas, ríos horchatados, sorbeteados lagos, inquiriendo a ciervos atropellados en lugar de peatones en la misma situación; en lugar de viejecitas que a todo problema reaccionaban con un “niña, es que tienes que ser un poquito más zorrilla”, se dirigía a aves que a todo respondían con una huida súbita; y en lugar de cazadores, a osos cazados interpelaba. Se iba acercando a duras penas, y el paisaje, como en toda narrativa maniqueísta que se precie, se iba trastornando de acuerdo con la proximidad a Aquello a cuyo encuentro acudía, y la otrora sacrosanta realidad se iba distorsionando, y el justo y honesto Orden se iba Desordenando, y tan pronto quería ser emprendedor uno que antaño se distinguiera por su discurso socialdemócrata como las sillas cobraban horrorosa vida y gritaban “¿Recuerdas Buenos Aires?” o “¡Siempre fuiste un cobarde!”

Se hizo patente que los efluvios maléficos iban domeñando prácticamente todos los aspectos de la física y la geometría, pero no sólo se enseñoreaban de forma lenta y mecánica, sino que en su apropiación se empezaban a notar intenciones letales, latentes y patentes. No tardó nuestro héroe, en su literario descenso por los infiernos, en ver emerger temerosas tentaciones de que abandonara su recta vía, vislumbres de personalidades de su vida pretérita, momentos añejos cálidos y dolorosos, biografía-ficción, y todas esos habitantes comunes de los desiertos espirituales.

Atardecía, y él iba caminando ante un auditorio expectante de árboles de los que crecían tazas de Papá Noel, y escuchaba a lo lejos el cantos que chicas de la catequesis entonaban en excursión junto a una monitora con gorro de cuernos de vaca (“somos las niñas del Colegio de La Salle…”). De entre unos arbustos salió otro grupo de damas incitándolo a aparcar su senda para reunirse con ellas. “Ven, viajero, ven a mi piso a jugar al Catán”, decía una con una guitarra, mientras otra le prometía sensualmente enseñarle a llamar a las nubes en catalán, otra hacía honor a la famosa espía con la que compartía apellido y una cuarta escribía absorta en un Moleskine, pero él las fustigó a todas con el látigo de su indiferencia y prosiguió en su épico caminar. Entre aquellos árboles tan necesitados de un Moderador se topó con un hombrecillo sigiloso, con gafas y una chapa de la cara de un filósofo en el pecho.
-¿Entiendes qué pasa aquí?-preguntó el Héroe.
-No, yo no entiendo nada. –respondió el hombrecillo, visiblemente alterado- Hice lo mismo que todas las mañanas. Seguí mi método. Comprobé la bombillita. No entiendo qué puede haber fallado… ¿Cuál es el camino a casa?
Iba a responderle que no lo sabía cuando ya lo veía perderse entre los abetos, murmurando para sí mismo. 

De repente, unos gritos aterradores llamando un tal Juan le hicieron apresurarse. Ya casi no había luz, y pasó junto a un hombre disfrazado de Satélite, el cual se sentía allí tan a gusto que se disponía a acostarse en una tienda de campaña. Se escuchó un tiroteo, y Harry el Sucio empezó a repartir la Parusía con munición soviética. Entonces, en medio del barullo inenarrable, cuando ya parecía que nuestro héroe iba a perder del todo la cordura, que se encontrarían los domingueros del día siguiente sus huesos polvorientos, escuchó una voz: “Ven, todos ellos te guiarán al abismo, ven conmigo”, y simplemente, con su último vestigio de voluntad, se dejó llevar.

Despertó en una isla en el epicentro de un lago que a su vez lamía la falda de una montaña, que a su vez contenía una gruta. Su cama era de algo parecido a la seda. Al abrir los ojos se agitó frente a él una mano en la que se leía la palabra que designaba al amor en la vieja Grecia.
-Oh, ya te has despertado. Pensaba que estarías más días en cama.
-¿Qué? ¿Dónde estoy?
-Frente a la guarida de la persona a la que buscas.
-¿Y cómo sabes a quién busco? –preguntó, alarmado, incorporándose. Vio a una mujer enmascarada de la que partían dos manos grafiadas en profundos conceptos. Al fondo, un pez de pelo azul en una pecera.
-Lo sabe muy bien.
-Entonces… me está esperando….-reflexionó
-En efecto-respondió ella, y le tendió un paquete.- Soy dada a los regalos, y creo que esto te servirá a ti mucho más que a mí. No lo abras hasta que llegue la ocasión, o no surtirá ningún efecto.
Se despidieron en la costa arenosa, con la ternura de los amantes que nunca se dieron un beso. Él se arrojó con arrojo a las aguas gélidas, las nadó y escaló los peñascos hasta la entrada de la gruta. “Así que ahora empieza lo duro”, pensó, mientras su bien entrenada vista se hacía a la oscuridad. Una bandada de señoritas murciélago salió del agujero en tropel, chillando “Ich gehe das nächste Mal...”. Un olor intenso procedía del interior del menguante túnel, por el que se introdujo. Conforme avanzaba sacudían su nariz hedores cada segundo más nauseabundos, pestilencias a cada cual más hedionda, tufaradas a cada palmo más mefíticas. “Y esta vez no puedo echarle la culpa a las bufas del perro”, pensó en su abnegada marcha. De repente las paredes retumbaron con un vozarrón.
-Bienvenido a mi Hueco.
-¿Quién sois?
-Tendrás que atravesarlo si quieres continuar hasta tu destino.
Entonces lo vio, recostado en una esquina, mirándolo desafiante, bestial. Y, como la música amansa a toda fiera, o eso dicen los Eddas, sacó la flauta que había guardado para situaciones límite como aquella. Trató de entonar una agradable melodía, pero el otro ni se inmutó. “¿Qué puedo hacer ahora?”, se preguntó con angustia. Su contrincante, lentamente, cogió una guitarra y un pedal y le tocó una canción pop maravillosa que lo dejó medio alelado, pensando en féminas, y a punto estuvo de lanzarse sobre él en su indefensión cuando el héroe se percató de un considerable peso en el bolsillo, y volvió en sí con el tiempo justo para sacar el regalo de la Ondina de su caja. Era una especie de frasco metálico como nunca había visto igual. Con dificultad leyó su etiqueta en la oscuridad, y con inconsciencia lo hizo en voz alta.
-“Limpia todo tipo de superficies..”

Escuchó un aullido desgarrado en la penumbra, y acto seguido comprendió y expelió su contenido por doquiera, dejando aquel rincón destellante de puro pulcro “Una manita de pintura y quedaría divino”, pensó. Comenzó limpiar el túnel a medida que avanzaba, a todo correr, hasta que se encontró con limpiadoras contratadas por Ellos que le hacían la competencia, a las que él se esmeró con heroico encono en superar, y finalmente llegó a su capital destino, bajo la forma de un pequeño departamento. Se encontraba tras una puerta que, para que os hagáis una imagen mental de ella, es la parodia de la puerta de un relato mío del Cadalso Viejo. Llamó con timidez.
-¿Puedo pasar?
-¡Pase!-dijo alguien desde dentro.
Abrió la puerta y allí dentro, en aquella pequeña estancia, descubrió cuán poco había cambiado la persona a la que había estado buscado.
-¡Oh, si eres tú! ¡Siéntate! Ya me habían dicho que vendrías. Cuánto tiempo desde los viejos días, ¿no?–dijo Ella. Bajó el volumen de la radio, que emitía Death on two legs (dedicated to…), de Queen.
-Sí, ¿cómo está usted?
-Muy bien. Me han dicho que vienes buscando empleo.
-Sí, es que allí en el Norte la cosa está tan mal como aquí, y más para un inmigrante, ya me entiende.
-Bueno, tenías un currículum o algo así ¿no?
-Sí, me he llevado bastante tiempo entrenándome.
Lo lee.
-¡Muy bien!-sonríe- Hombre, en las prácticas estuviste bastante decente, si no fuera por la Coca-Cola esa que llevabas encima hasta para dormir.
-Ya lo he dejado. Allí arriba no se andan con chiquitas.
-Bien que haces. Pues nada, aquí tenemos una vacante, sí señor. Me alegra mucho contratarte, me apenó que no te quedaras entre nosotros. Un sueño más cumplido. ¡Si es que puedo morirme con las botas puestas!

Y enseguida pasaron a deliberar concienzudamente sobre asuntos pecuniarios y emolumentos, pero a nosotros eso no nos interesa, pues para concluir nos basta con tener muy presente la moraleja de que…
..el que la sigue, la consigue.

¡Y hasta el rabo todo es toro!


¡Mucha suerte, amigos!







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