martes, 26 de marzo de 2013

La marca Marx, I



“La prensa es la expresión del espíritu del pueblo; sólo la libertad de prensa hace posible que se exprese la razón. La censura hace a la prensa débil, envilece al gobierno y engaña al pueblo. La censura es la negación de la razón y de su desarrollo”
Karl Marx[1]



“Todo lo que existe debe perecer. […] La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un “Estado” perfecto, son cosas que sólo pueden existir en la imaginación.”
Friedrich Engels[2]





John Donne, el poeta metafísico inglés, decía que nadie duerme en el carro que le lleva al cadalso. Se puede creer que este insomnio sea directamente proporcional al insomnio provocado, el cual, para esos dos Herren alemanes de largas barbas socialistas que ahora suben a la tarima bajo la lluvia, alcanzaría cifras astronómicas y universales. Universales como las reacciones encontradas que suele provocar la mera mención de su incendiario pensamiento en los aproximadamente veintisiete Estados (cuarenta y uno contando las repúblicas soviéticas, si no conté mal) que podemos considerar que en mayor o menor medida se han dicho seguidores acérrimos de él. Malestar por el que el pueblo aúlla, levanta antorchas, pide justicia. No es nuestra labor juzgar qué parte se les puede atribuir a ellos, los textos están ahí para quien quiera leerlos. Todo el mundo debería hacerlo, como ducha contra lugares comunes. Tampoco juzgaremos si entre esos países hubo excepciones, o si el hecho de que casi nadie los aprecie cuando han pasado y se descubre la que armaron se deba a una mera intoxicación por los valores pérfidos de la Coca Cola. Paremos la escena y dejemos que cada cual levante o baje el pulgar en su Cadalso Interior.

No se negará que hoy día sus nombres han perdido influencia en el discurso político mayoritario, y producen frecuentemente disgusto al recordar cuándo fueron invocados, o cuanto menos cansancio al rememorar una ideología que, invariada e invariable, parece que vaya a permanecer, en la marginalidad o en tomas de poder que no duran más de un siglo, enturbiando la inquietud social o la vieja necesidad de tener un enemigo bien definido al que culpar de todo en los jóvenes y en algunos muy mayores. Así es como Antonio Escohotado anda trazando con detalle su historia en “Los enemigos del comercio”, enlazando con la extendida idea de entender la tendencia a un proto-comunismo como demandas que reclaman seguridad siempre que se da un nuevo avance en términos de derechos individuales, estando condenado a permanecer siempre como un reverso del estado de cosas dado, una posibilidad en la sombra ante el avance de la sacrosanta Libertad.

Herbert Marcuse tiene una definición de la dialéctica marxista semejante, desde un espectro político bastante distinto al anterior. Marcuse entendía la dialéctica como la simple posibilidad de concebir un sistema distinto al que vivimos, existiendo, en la sociedad actual, sólo en la forma de la negación de lo que hay, de imaginación de lo posible. Existirá siempre que se dé la posibilidad del cambio, como una forma alternativa de construir la sociedad. Y parece ser que esta posibilidad está cada vez más lejos, pues la sociedad se va cerrando sobre sí misma, barriendo imparablemente las conciencias disidentes con publicidad y pensamiento positivo, hasta que en lugar de infinitos hilos de pensamiento barruntando mundos alternativos haya uno solo que emita anuncios y música indie (“vivimos en una sociedad/donde resulta más fácil imaginar el fin del mundo/ que el del capitalismo”, decía Jorge Riechmann, también Prodan Lecrou). Es otra forma, de las múltiples que hay, de entender el marxismo en general como un reverso, algo consustancial a lo que existe. Al fin y al cabo, él mismo siempre ha acostumbrado a entenderse así.

Y el grueso de la población, en otra polarización binaria que ni pregunta ni escucha, también tiende a su manera a definirse sólo en contraposición, en reverso. El mundo se divide en derechas e izquierdas, progres y carcas, estatistas y liberales, y todos los demás problemas son tachados apriorísticamente de retórica, distinciones sofistas. En general se recurre a un argumento análogo al de que yo, por el hecho de ser un ente físico, conozco al dedillo los intríngulis de las leyes físicas que me afectan sin necesidad de estudiar nada de ellas. Es aún más absurdo, pues las mencionadas leyes no sacan ningún provecho de que yo las desconozca (ni siquiera la mecánica cuántica), mientras que en asuntos de política sí es muy provechoso y por doquier incentivado, especialmente cuando se trata del pésimo bagaje cultural de nuestros representantes.

El freudomarxismo de Marcuse no se refería sin embargo a esta clase de oposición, y tiene poco que ver con lo que se ha dado históricamente, pese a que inspiró ampliamente a la New Left y gran parte del activismo de los sesenta y setenta, con frecuencia muy críticos con el “socialismo real”. Y es que el comunismo no es sólo una elaborada teoría en el aire, es un sistema político que trató de realizar sus ideas durante el siglo pasado con bastante poco aprecio por las vidas que se segaban por el camino. Un sistema que aspiraba a la unidad internacional, pero abundaba en rupturas dramáticas, nacionalismos exacerbados y discrepancias teóricas y prácticas entre los distintos países que lo practicaban. Parece, no obstante, que su amenaza ha desaparecido para siempre, y por mucha crisis financiera que hoy enfervorezca opiniones radicales por doquier la mayoría nos emperramos en no cuestionar que hayamos alcanzado nuestras bellas democracias de libre mercado cada vez más libre, y que permaneceremos bajo su dudosa seguridad hasta el fin de los tiempos. Que los únicos cambios, vaya, serán en todo caso un poco hacia la izquierda o un poco hacia la derecha, nada serio.

Pero es muy ingenuo pensar que lo que tenemos ahora va a durar siempre, y cualquier vistazo a la historia sirve para bajarnos los humos. Para entender la historia es preciso entresacar conclusiones generales, formular tendencias probables, escrutar posibilidades futuras: nada de ello suele dar pie a pensar que vivimos en un  mundo inmutable. Y precisamente para diseccionar de esta manera la historia y la sociedad es para lo que fue diseñado el análisis marxista (ante el cual cualquier conservadurismo se puede formular como el simple delirio  de intemporalidad dentro del puro tiempo). Pero para poder entender bien a qué nos enfrentamos debemos depurarnos a nosotros mismos, como mártires. No todos lo han hecho, y ahí es donde radica el frecuente problema en sus conclusiones.

Un error que es difícil no cometer con los conceptos es, precisamente, pensar que poseen vida propia. Creer que cierta noción de infinitud se puede ejemplificar mejor con, por ejemplo, la metáfora de un abismo, pero ahondar en esa metáfora para darse cuenta de que en el fondo de los abismos también viven peces, y pensar que eso debe de tener un equivalente a nivel teórico también. Y este burdo ejemplo, en variaciones más o menos intrincadas, lo encontramos por doquier, por eso con las imágenes si no nos planteamos hacer poesía se debe de tener claro qué faceta se subraya, porque sería muy raro que un producto artificial de nuestro cerebro tuviera su equivalente metafórico hasta en el más mínimo detalle en un lugar (una parcela) del mundo externo. Esta disociación entre lo concebido y su representación didáctica no implica que lo primero suela ser tan intrincado que no se pueda encontrar algo tan retorcido ahí fuera como para hacerle justicia. Por lo general, el concepto teórico o técnico no debe ser algo que quite el sueño por su inaprensibilidad , de hecho al revés, si uno no es capaz de repetírselo todos los días antes de acostarse no sirve de nada. Los sistemas de pensamiento pueden dar muchas vueltas, pero, cuando arriban, arriban. Las cosas son sencillas.  No se me malinterprete, creo que son más complicadas de lo que el espectador teledeportivo estereotípico suele pensar, pero mucho más simples de lo que el académico pedante suele dar (o parecer dar) a entender.

¿A qué toda esta monserga? A que con conceptos tradicionales como el de dialéctica o el de lucha de clases se ha forzado esto, precisamente. ¿Acaso no nos imaginamos la dialéctica como una fuerza que se apodera de la historia y la fuerza a virar hacia el comunismo? ¿O no nos presentan la lucha de clases como el motor (con humo y todo) de la historia? Pues nada de esto es así. “Se ha analizado y se ha visto que, hasta ahora, la lucha entre las clases ha sido una tendencia notable, más que otras, en el curso histórico”, “Se entiende la historia bajo un nuevo prisma si le aplicamos el filtro intelectual de la dialéctica”. Eso sí.

El materialismo histórico es revelador por su reduccionismo de la acción histórica al modelo de oposición de clases, de oposición de intereses donde los de los mandatarios son apoyados por el sistema económico, y esta idea ha radiografiado las sucesivas revoluciones históricas hasta el siglo XIX con una riqueza muy distante a la de otras teorías, y sus reformulaciones sirven todavía para entender y ordenar la situación actual, si se puntualizan muchas cosas. Gran parte de los conceptos sacados de su crítica se siguen utilizando unánimemente. Pero creer que porque existe en la historia un movimiento ha de haber un final, una fase definitiva, carente de todo antagonismo, es pensar que, como el abismo tiene peces, esos peces deben simbolizar, qué se yo, “fundamentos escurridizos y de corta vida en el abismo de la incertidumbre”. Quizás no era mi intención darle ese tono de aporía a mi abismo, pero al descubrir que hasta en las Marianas se han fotografiado peces planos creo que mi línea argumentativa me ha de llevar por fuerza a estas planas conclusiones.

¿Cuál es, entonces, la analogía desmedida? La dialéctica materialista resulta un método para encontrar corrientes subyacentes en la historia, un “sentido” histórico, pero no necesariamente “una dirección”. El problema es que su sucesión de estadios se asemeja demasiado a esa idea para nosotros tan atractiva del fin de la Historia (que no está reñida con la idea de que haya movimiento en ella, entendemos el mundo de forma espaciotemporal, qué menos). Si pensamos que la historia debe tener un fin propio y genuino, pensamos que debe tener una esencia donde ese fin quede recogido. La idea de que todo debe tener un fin último y definido fue desarrollada ampliamente por Aristóteles (reformulando a Platón). Se denomina teleología y no se debe confundir con teología, aunque han ido frecuentemente de la mano. La filosofía cristiana hizo en efecto un uso abusivo a ella, y luego fue retomada por tipos tan volcados al Espíritu como Hegel, y finalmente por sus discípulos Marx y Engels, pese a que ellos se presentaba en sociedad como el negativo de su maestro. Es decir, como materialistas radicales fruto de una cadena milenaria de pomposo idealismo.

Al no librarse de este prejuicio metafísico, el marxismo cree que se ha descubierto “la esencia de la historia” (el qué) en lugar del “movimiento de la historia” (el cómo). Ya Marx advertía que no consideraba haber llegado a una filosofía que rindiera instantáneamente y en detalle los pormenores de todas las facetas de la historia, sino que más bien había conseguido una “llave maestra” para comprenderla mejor. No obstante, históricamente se ha tomado con más seriedad. Entonces sucede que se ve en la clase obrera un sujeto ontológico para cuyas necesidades debe gobernar un determinado tipo de estructura, en lugar de considerar al sujeto político un sujeto práctico por cuyas necesidades se debe preguntar. Y si parece desdibujarse o desaparecer el sujeto ontológico, pues se inventa. El frescor heterodoxo que supuso a la tradición marxista la obra de Gramsci se debe, entre otras cosas, a que fue capaz de responder a la duda sobre si de verdad las clases sociales están predeterminadas, son identificables o harán lo que les corresponde en su rol histórico introduciendo conceptos como el de “hegemonía” o “bloque hegemónico” -que viene a ser el dominio cultural de una clase sobre otra(s) que hace que la(s) segunda(s) actúe(n) como se espera de la primera. Es un parche o excusa, pero al mismo tiempo un punto de fuga de esencialismo que, por supuesto, no terminó de vaciar el depósito.

Una historia del socialismo es una historia de un final, de un objetivo, de encontrar un estado de reposo y paz al ir y al venir. ¿Acaso no pierde sentido un movimiento lineal como el dialéctico si no va acompañado de la promesa de un final, no es eso lo que el sentido común nos fuerza a reconocer? ¿Puede haber algún movimiento que no pare en una localización última? Bueno, reconociendo de nuevo lo peligroso de buscar similitudes, en la física clásica, que para muchas cosas es un paradigma del sentido común, el movimiento no pararía si no operaran fuerzas, ya sea el rozamiento, sobre él, y una vez estuviera parado sólo una nueva fuerza podría ponerlo en funcionamiento. Quizás cada disposición de la sociedad genere una nueva clase subyugada que puede finalmente tomar el poder, y sólo haya una sucesión impulsiva de nuevas tomas de poder sustituyendo una dominación por otra. Que nos hayan contado de pequeños que todo lo que se mueve tiene un estado de reposo final y absoluto no implica que sus tentáculos tengan que alcanzarlo y darle forma a todo. Está bien sin peces, gracias.

Muchos han asegurado que el problema está en la dialéctica más que su objeto de estudio: es imposible mirar a través de ella sin ver al hombre dominado por el hombre. Yo no soy un experto en economía marxista (y, lo admito, leer sobre dinero me aburre sobremanera) pero hay que aclarar un punto básico: la filosofía marxista va de la mano de un análisis económico que se apropia del concepto de explotación. No se trata de una palabra dicha así como quien busca un sinónimo para “cerdo capitalista acaparador”. Que el propietario de los medios de producción compre y use la fuerza de trabajo del “proletario” , y añada al coste real (incluyendo fuerza de trabajo) una plusvalía para enriquecer a la empresa y a sí mismo (dejando de lado la espinosa cuestión sobre si esta se da en la práctica) se denomina “explotación” de la fuerza de trabajo ajena. A ningún tipo de análisis escapa la desigualdad de oportunidades en todas las sociedades avanzadas, y por tanto la existencia de clases sociales y de sus intereses contrapuestos, a los que responde una forma de gobierno que o bien acepta como justa una situación en la que una determinada “clase” posee el capital (grupo definido tautológicamente, en último término, por poseer el capital), o bien se declara de extrema izquierda. El estado de cosas resultante es definido como “explotación de clases” por el marxista, y no son necesario látigos y sombreros de copa para estas consideraciones, ni ser teórico del conflicto para admitir la existencia de fenómenos derivados de contrapesos sociales con intereses opuestos. Probablemente hace falta más que eso para ser marxista en el sentido ortodoxo, pero no olvidemos que Marx era el primero que se preciaba de no serlo.

Por otro lado, tanta insistencia como hace la tradición marxista en colocar lo económico como el eje fundamental del giro histórico puede ser calificado de simplista. Aquella extrema polarización entre proletariado y burguesía (para que nos entendamos, la burguesía cada vez más rica y el currante cada vez más pobre) que se preveía fruto del mero rodaje económico del libre mercado, y que produciría necesariamente, cuando fuera “insoportable”, el levantamiento de la clase empobrecida, no se produjo. En esto tuvo mucho que ver, además del cuestionable cumplimiento de la tendencia irreversible hacia el monopolio que se auguraba en lo económico, la fuerza de la infravalorada conciencia ideológica capitalista, así como consolidación de las clases medias como colchón para que la desigualdad social no cayera por su propio peso (aunque hoy día suenan voces de alarma ante su pauperización creciente en forma de medidas agresivas contra el funcionariado).

Esta conciencia de lo económicamente inevitable hizo que los continuadores de la tradición marxista ortodoxa plantearan una visión bastante estática de la acción revolucionaria (“Nuestra tarea no es organizar la revolución, sino organizarnos para la revolución[3]”, llegó a afirmar Kautsky, principal Pope del marxismo tras la muerte de sus fundadores). El marxismo se creía el único discurso auténtico sobre la historia y su movimiento, por ser el primero en contemplar las cosas desde su peculiar manera. Y como cree ser el único válido, cree que tiene un nivel de profundidad superior a todos los otros discursos, y por ello decide que, si está compulsado por su análisis, cualquier fenómeno es para bien. Esta confianza esencialista la encontramos en todas sus tendencias tempranas. Por ejemplo, los luxemburguistas postulaban que la tensión revolucionaria cristalizará en un fenómeno espontáneo, como una huelga de masas que desbocaría cualquier dirección preestablecida posible, ante la cual no cabría ningún control. La Revolución caminaría por sí sola como un fantasma recién invocado.

El leninismo fue duramente criticado por Luxemburgo y los suyos, dado que postulaba exactamente lo contrario (dirigismo contra espontaneísmo), pero ambos se basaban en que la acción humana era responsable sólo en parte, ya que los antagonismos en el seno de la sociedad debían necesariamente, sucediera lo que sucediera, ser eliminados, todo ello gracias a la confianza en que el comunismo era algo que poseía una suerte de dinámica propia.  El leninismo, por si hace falta presentarlo, estipula que la clase obrera debe tener una “conciencia vanguardista” llamada Partido, compuesto por aquellos que están familiarizados con la exacta “ciencia de la historia” y por consiguiente están plenamente facultados para cuidar de los trabajadores y evitar que decidan por sí mismos y se equivoquen. Les suena, supongo.

La sociedad sin antagonismos parecía tan razonable a ojos de todos que no podía ser una falacia, entendiendo por “antagonismo” la contradicción, la lucha de intereses, la oposición de clases. Pero, como reza la cabecera de este artículo, ya Engels advertía de que una sociedad tan “ideal” como para atraer para sí todo cambio concebible era imposible, lo cual no excluía que la situación pudiera mejorarse y mucho. Los leninistas y su extensa prole ideológica pretendieron, si fueron llevados a la práctica, destruir todo antagonismo, y generaron al tomar el poder dictaduras unipartidistas como única forma realista de llevar las ideas a su realización, pues el reformismo siempre permite la vuelta atrás. Por ello, la simple idea de democracia de partidos adquirió la connotación de burguesa. Esto exige por parte del ciudadano una confianza casi infinita, no sólo en la idea de socialismo, sino en que quien se nos ha impuesto para ejecutarlo (o, en muchos casos, el que siempre sale votado según un sistema de dudosa transparencia) vaya a hacer siempre lo correcto, aunque tenga ochenta años, y aceptar con ella de idea de que los que conocen la ciencia objetiva de la Historia, aquellos que aparecen retratados en todos los monumentos y carteles, son infinitamente mejores a los demás, que con ochenta años estaríamos para el arrastre. Pero no le eches cuenta, porque en el fondo todos los hombres son iguales. Eso no lo dudes… por tu bien.

(continuará..)






[1] Citado en Valqui Cachi, C., y Pastor Bazán, C., (coord.) (2011) Marx y el marxismo crítico en el siglo XXI , México: Ediciones Eón, pg. 343
[2] Engels, F., “Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana”, en Marx, K., y Engels, F., “Obras Escogidas (2), Akal, Madrid, 1975 pg., 381-382
[3] Verschwörung oder Revolution; en El Socialdemócrata, nº8, 20 Febrero 1881

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