¿Conocen la “neolengua” que presentaba George Orwell en su 1984? Esa jerga estatalmente impositiva que elimina u oculta los términos subversivos para así hacer desaparecer de la mente de los hablantes los conceptos asociados a ellos. Seguro que les parece una invención de lo más ingeniosa, pero la verdad es que nanay del Paraguay. No ya porque el género distópico se le hubiera adelantado en multitud de ocasiones en esa y tantas otras predicciones (siendo notable influencia la pronta “Nosotros”, valerosamente firmada en los inicios de la URSS) sino más bien porque hasta el más ignaro en ciencia histórica es capaz de reconocerlo como uno de los rasgos inevitables allí donde se promueva el terrorismo cultural, la corrección política, el eufemismo cthulhiano y, en general, las Linguas de cualquier Imperii. Porque las neolenguas siempre han estado de la mano del poder establecido, y su función ha sido volver impensable la oposición a este por la más llana de las vías: aplanando el neocórtex. Cuando un significado se fija bajo una palabra es mucho más fácil inspeccionarlo, darle vueltas, operar y reflexionar en torno a él. Si el concepto no existe la idea será muy difícil de alcanzar, o, si no hay ideas que sirvan de eslabones, prácticamente imposible. Y si se alcanza a vislumbrar su forma nebulosa lo más probable es que de todos modos resulte incomunicable, con lo que se perderá en el olvido tanto personal como grupal. No se engañen, es el lenguaje conceptual y su compartición lo que nos hace humanos: todo en nosotros, sentimientos, espiritualidad, cosmologías incluidos, parte de enlaces primarios entre conceptos y entre átomos. Y poco más.
El atentado contra ellos es pues de primer grado. Lamentablemente es un fenómeno que siempre se ha dado, y probablemente se dará mientras quede un sólo idiota en el mundo: como concepto es, curiosamente, imborrable. Eso no significa que resulte inútil llamar la atención sobre esta farándula de locos, ya sea desde otro punto de vista igualmente discutible. Habría que empezar por señalar la evidencia de que hoy día la neo-lengua está, cómo no, del bando del neo-liberalismo fulgurante que crea y destruye mundos a golpe de crisis, y cuando lo denomino con el término peyorativo de “neoliberalismo” ya estoy jugando con el idioma para darle mala prensa. Dejémoslo en liberalismo ultraindividualista.
En coalición invencible con el pasotismo posmodernillo y los caducos valores ilustrados, el neoliberalismo (ups.. perdón) se ha convertido en el imbatible armazón de nuestro tiempo. Lo cual no está mal, pues en tiempos mediocres las bases intelectuales de los metarrelatos reinantes deben serlo tanto o más. En la era de la oceanización internáutica de la tontería, la globalización chabacana y la extinción definitiva de cualquier incentivo para la creación de alta cultura es normal que la chusma, impregnada de la omnímoda mescolanza de desidia e infantilismo e insuflada por su inextirpable anhelo hacia lo chocarrero, se sumen entre aplausos a un “cambio” de pegatina casposo y hortera mientras les privan de lo que anteriormente era intersubjetivamente tenido por derechos, ahora como improductivo estancamiento de la moción de los numeritos sobre el papel.
El ser humano es autodestructivo por naturaleza, y uno está plenamente a favor de que la gente sacie su sed cerebral de estupidez poniéndoles lacitos a sus tenias: a mí no me putean, yo seré feliz con o sin diploma de menesteroso. Ahora bien, la parte negativa de todo esto, que alguna tenía que tener, es que, como toda cosmovisión que se precie, ha introducido un vocabulario y una serie de categorías anexas difíciles de erradicar mientras el trastorno monomaníaco perdure, y que están destinadas a volver su estancia todo lo perdurable y confortable que sea posible.
No hablamos de conceptualizaciones de alta filosofía: no les da para tanto. Hablamos del lenguaje manipulador de todos los días, de la propaganda subliminal y la introducción en la gramática de los conceptos de una determinada sintaxis que haga imposible pensar outside the box, como se entona en las preces de los sórdidos think tanks donde se subvencionan las bulas de hoy.
Comencemos por lo básico: ¿cómo se autoproclaman los nuevos arúspices? Se autoproclaman “liberales”, y eso ya es tendencioso, pues presupone que el desarrollo de las libertades individuales tal como son postuladas en el seno del liberalismo filosófico excluye cualquier tipo de intervencionismo de corte público. Si nos vamos a las fuentes filosóficas del liberalismo, esto es, a la Ilustración (donde quedaron criogenizadas sub specie aeternitatis) no encontramos que esto sea forzoso. Al menos yo no he encontrado esta necesidad teórica seriamente formulada en ninguno de mis paseos por la florida senda de ese liberalismo clásico que comunica Spinoza con Rorty, por apuntalar extremos. Hay, cierto es, liberalismos más progresistas y menos, y nada, pero el “liberalismo” de por sí no implica en todas sus formas que una vez habiendo “progresado” hasta el punto del libre mercado cualquier otro cambio sea por definición más coactivo que esas oleadas sangrientas que instigaron los burgueses para arrebatar el poder.
Pero toda flor esconde zánganos, y hay modelos de libertad que así lo tienen por cierto, parcializando por ende la palabra “liberalismo”, que en Estados Unidos se emplea en sentido más amplio y suele ser usada para designar a la filiación demócrata contra la bíblica antediluviana del republicano. La razón de este movimiento es a la postre muy sencilla: en Estados Unidos no vale decir que eres de izquierdas, así que “liberal”, no siendo del todo mentira, da el pego. Es el mejor prontuario de la democracia occidental: una república democrática, liberal y capitalista que tiene como partidos mayoritarios a “republicanos” (“capitalistas”) y “demócratas” (“liberales”). ¡Viva la diversidad!
Pero en la vieja Europa, siempre a la última, los “liberales” parcializaron a su manera el concepto y lo extremaron hasta borrar toda intervención del Estado de sus presupuestos. Es la resta al progresismo clásico del posmoderno descrédito ante cualquier homilía progresista. ¿Qué queda entonces? Que no nos quiten lo comido y lo bebido. Que, puestos a la paradoja de defender algo en tiempos en los que todo es indefendible, que sean las arcas de cada cual, empezando por mi ombligo. Y ese ombligo es el túnel que conecta mis pulsiones con mi mamá que me mima, será por eso que algunos, y ya para culminar el cuadro facha, se muestran con posiciones sobre el aborto, la familia y muchas otras cuestiones bastante cercanas a las del conservadurismo. Lo cual tiene un sentido: cuando uno ceja en el empeño de hacer el bien público, una forma de sobrellevarlo es la de creer en quimeras que ubican el bien en el buen comportamiento ante ensueños.
De cualquier modo, se llega extremando el extremo a lo que se denomina hoy un “libertario”, al oír lo cual no se piensa sino en lo que más podríamos catalogar con más propiedad como un “libertario de derechas”. Aun con todo, yo siempre tuve la duda de en qué se distinguía en el fondo el anarcoindividualismo de tradición eminentemente norteamericana de un liberalismo ultraindividualista. Ninguno de sus principales exponentes (Spencer, Godwin, Tucker, Stirner, Thoureau …) me dio en su día una respuesta clara. Un liberalismo “de derechas”, y pongamos por derecha la mera algutinación del "antiprogresismo", es una cosa que ya ha sido referida, pero el libertarismo fue en origen algo tradicionalmente cercano a una concepción de libertad que alcanzaba sutilezas como una cobertura por parte del colectivo que permitiera la “libertad de elección” (que implica acceso igualitario a las fuentes de la elecciones) o la “libertad de decisión sobre las condiciones que afectan a la propia vida” (todo lo contrario a la reducción de la actividad política, ya sea autogestionaria, que propugnan en el fondo los “libertarios” de la mano de un marco legal minimizado y del deseo de sofocar el proceso electoral y todo mundanal ruido que no sea de calderilla).
Desde los años cuarenta y cincuenta, empero, la poderosa influencia norteamericana empezó a tomar el todo por la parte, y a partir de los ochenta el sentido quedó más que fijado. Libertarismo es laissez faire, y punto (de equilibrio). Y yo digo: se puede llamar a los dos libertarismo, claro que sí, el mundo ¡ja! es libre, pero ¿por qué utilizar nuevas palabras para apelar a lo mismo? Se puede usar la palabra anarquista, que sólo implica, así en abstracto, el hecho objetivo, casi medible, de que haya un estado o no. Pero si expropian también la palabra “libertario” ¿qué queda? Ya tienen el dominio de “liberal”, ¿por qué sólo quieren más y más? ¿Quieren ocultar las otras acepciones que la palabra “libertario” posee? No olvidemos que a día de hoy un “capitalismo libertario”stricto sensu viene, según la opinión de eminencias como Michel Onfray, de la mano de una redistribución libertaria de la riqueza: todo lo opuesto a las doctrinas como las de Rothbard, que más bien usan el dinero como el silbato que imita el canto reproductor de las corporatocracias.
Empezamos a atisbar el núcleo de la cuestión. Los socioliberales y los libertarios comunitaristas quedan atónitos al ver cómo cuando se usa el adjetivo “liberal” se quiere decir lo que hemos optado por denominar “liberal de derechas” y cuando se usa el adjetivo “libertario” se quiere decir ¡“liberal de derechas”! Sin embargo, decir “anarquista” …puede ser cualquier cosa. Pues aparte de las imágenes de bombas y cajeros ardiendo, ¿ evoca la palabra por casualidad una alternativa colectivista? Más bien la pura carencia de estructuras comunes de mediación social (caos, según la cosmovisión del vulgo), lo cual queda infinitamente más cerca del capitalismo puro que del anarquismo de rebaño potestativo y libres manifestaciones de amor cofrade.
Esta es la magia de las neolenguas: hacer desaparecer la pluralidad de pensamiento. No es que se prohíba la mención a otros liberalismos, pero el viraje lingüístico va provocando que el pensamiento vaya pasando por alto estas distinciones que no están recogidas sino, a lo sumo, como notas a pie de página en la clasificación de las ideas que realiza la ideología reinante. El tren comienza a saltarse algunas estaciones de poca afluencia, y los que miran por la ventanilla sólo ven imágenes borrosas que cada vez sufren una mayor ruina.
Aun con todo, todavía se recuerda que esas ideas existieron, en parte gracias a que estos liberalismos y libertarismos (a diferencia de los derechistas, que solían estar en la práctica del bando de los dólares cualesquiera las circunstancias) son los que más pueden apuntarse algunas consecuciones en el ámbito de la ampliación de las libertades civiles occidentales del pasado siglo, y eso, el hecho de que furulan, no es fácil de olvidar. Pero también es cierto que para las alternativas barridas sólo va quedando, poco a poco, el palabro marginal, recóndito, libresco, altisonante y de difícil memorización (traten de decir sin trabarse la lengua “yo soy anarcoco..cocomunista…. y un poco bakuninininista” o, mejor aún, “me dicen kropotkiano”)
El liberal de derechas que dice ser libertario a secas tiende a considerar el libertarismo “de izquierdas” como utópico e insurreccional (lo práctico del revoltillo de iusnaturalismo y pragmatismo es que desmotiva en la indagación del credo del prójimo) y por consiguiente este anarquismo es considerado un cúmulo de aspiraciones totalitarias enmascaradas como individualismo y queda descalificado. Le falta libertad, por ende. Por su parte, el debilitamiento del liberalismo de izquierdas produce confusión tanto en sus detractores como en sus defensores, hasta llegar a cacaos mentales tan graciosos como el de un Zapatero calificándose de “rojillo”, a falta de un término más adecuado ¡y hay tantos! Los que etiquetan y los etiquetados se ven inmersos todos en el perol de una confusión pensionada y claro, se les va la perola y aquí no hay quien se entienda.
Pero hay algo transparente que siempre nos quedará, pese a todo: un enemigo bien definido. A ver ¿a qué se opone el canon-órganon “liberal”, “libertario” y “anarquista”? Resulta que se opone al terrible socialismo, palabra feísima y por lo demás desprovista de sentido, entendiéndolo como sinónimo de “estatismo” (falacia) que deriva necesariamente, y según una dinámica no explicada con rigor, hacia el “comunismo” (horreur!). ¿Y qué comunismo es ese, de la plétora de corrientes que se han proclamado comunistas? ¿Consejismo, situacionismo, autonomismo, austromarxismo, espontaneísmo… ? No, amigos. El leninismo hiperestatista, autoritarismo en nombre de entelequias de clase conocido universalmente como “comunismo de derechas”. Porque, como ustedes de seguro saben, así es como era llamado por la mayor parte , si no todos, de los comunismos alternativos (que se preciaban de ser “de izquierda”) hasta que las propagandas americana y soviética, en un esfuerzo conjunto sin precedentes, comprendieron lo útil para sus respectivos propósitos de identificar el todo con la parte. Y nada se resiste a los dos grandes bloques propagandísticos del mundo.
Es decir, que hasta cuando se apuntaba con el dedo al enemigo, se señalaba ¡a la derecha del enemigo! Poco importan los escasos puntos geográficos donde se ha permitido a una alternativa manifestar algo de su esquivo rostro, aunque fuera unos meses antes de la correspondiente intervención estadounidense. Tampoco los millardos de teóricos que postulan divergencias. Esta catalogación de las opciones políticas corona su guinda cuando se recuerda que el otro polo del Enemigo, el autoritarismo conservador-fascista, a veces planificaba economías (poco importa que retuviera el libre mercado o lo hiciera para beneficiar a oligarcas) y se señala que esos discursos cuyas bases más esenciales abanderaban al anticomunismo radical eran comunistas en el fondo, y ya está, por la única razón de que no eran libertarios, mejor dicho, libertarios de derechas, mejor dicho, liberales, mejor dicho, liberales de derecha, o, para que quede claro, liberales para los que las únicas libertades por la que merece la pena luchar son las del intercambio de papeles.
¡Qué lío! Lo que sí queda claro es que cuando las dictaduras practican economías afines (como el caso chileno, peruano, uruguayo, argentino, vietnamita, chino o indonesio) poco se dice sobre el hecho de que, vaya, el libertarismo (es decir, liberalismo de derechas) y el democidio son compatibles (e incluso, si me apuran, conjuntan bien).
Esto se está complicando mucho, aunque lo realmente retorcido son nuestros taimados esquemas mentales. Es lo que tiene el frío aire de la libertad: da fatiguita. Que se lo pregunten a Cronos, el primer libertario… No obstante, haré un último esfuerzo sintético y, como resumen, esquematizaré una guía de interpretación que todo el mundo pueda consultar.
Lo que se dice: Lo que se quiere decir:
Liberalismo: Liberalismo de derechas
Libertarismo: Liberalismo de derechas
Anarquismo: Liberalismo de derechas
Toda oposición de corte marxista: Antiliberalismo de derechas
Toda oposición de corte socialdemócrata: Antiliberalismo de derechas
Toda oposición conservadora: Antiliberalismo de derechas
Fascismo, hooligans: Antiliberalismo de derechas.
Ahora vemos claro por qué a tantos pensadores les da por soltar esas paparruchas de que contemplamos el mundo con los ojos de la derecha. “Miradas nuevas por viejos agujeros”, sentenciaría mi querido Lichtenberg (un liberal, por cierto). ¿Qué conclusiones prácticas y concretas tiene esta mirada? La principal es que cuando nos den a elegir no nos ofertarán, en el fondo, sino “derecha” o… “derecha”. No es poco.
Sería apocalíptico (y apolítico) presuponer que estamos como pescaditos captados en las redes de la pensée unique porque usted y yo, querido y cultivado lector, somos mendas que trascendemos estas falaces asociaciones y tenemos facilidad y capacidad intelectual para acceder a las fuentes y definirnos libremente al margen de este proceso, que concierne sobre todo al habla ordinaria y no a los exquisitos topos de nuestra primorosa plática. Pero ¿qué sucede con la plebe, el vulgo, el populacho, la inmunda masa que recibe abierta de brazos las simplificaciones y los tópicos? Pues sucederá lo que sucede, que nunca van a votar, desprestigiando de forma tan sencilla todo un aparato democrático. Y que cuando la educación, internet y las bibliotecas se terminen de corporativizar está por ver si ellos también lo tendrán tan fácil para llegar a las fuentes, si un raro día les da por ahí.
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