sábado, 22 de diciembre de 2012

Elohim II



La virtud de esta democracia goza en la destrucción física y moral
de un hombre convertido en espectáculo universal, el éxito fue provocar la desesperanza en la infinita astrología prenatal.

En su perpetua ambigüedad se suma el privilegio de la clandestinidad más atávico: sólo queda el triste ejercicio de que te pongan los dedos sobre la cartulina mientras afuera la ciudad impertérrita se degenera.

Entonces no queda más que el triste consuelo de quedarse con el trago en un rincón mientras el faso se consume (ser acusado de apocalíptico no es sino una redundancia desprovista de humor más que una ironía sorprendente
que divierte o entretiene tan plúmbea como un domingo a media tarde).

Que las libertades democráticas puedan ser manipuladas por el poder económico es más que indudable pero no hay otro humanismo positivo
que el capaz de neutralizar la prepotencia del verdugo.

Es preciso perder el interés por conocerse a sí mismo entre las multitudes que han perdido la memoria por la tragedia que tienen las calamidades
de producirse por el hecho que las motivan en un compendio de lugares comunes a estas alturas dan arcadas: cada cual elige en la cuna la neurosis que le conviene.

Existe una vieja creencia donde el domador cree que las imágenes y las palabras deben mezclarse en las cenizas de los versos para renacer en la imaginación de los hombres: de nada sirve agitar los omóplatos como alas tratando de volar hacia el punto donde aún brama un grito destemplado.

Siempre es demasiado tarde cuando se te revela que tu propia identidad se inventa justo cuando se colapsa la comunidad. Es un proceso transparente
cuando lo más probable es que el dilema se reduzca una elección
entre el caos y el fatalismo cínico del mal menor: el desencanto o la disidencia jalonan de espíritus sensibles las cunetas de carreteras secundarias.

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