miércoles, 30 de enero de 2013

La flauta de Pan: Análisis en profundidad de una canción, I - Don Pepito









Todos conocemos esa canción y la ponemos como mínimo un par de veces a la semana para recordar mejores tiempos.

Hoy vengo a mostraros que esta cantinela, a primera vista una mera agrupación de absurdeces hilarantes sin ninguna totalización de sentido trascendente, es mucho más profunda de lo que habitualmente se cree, y no sólo profunda, sino también bastante misteriosa, y encierra múltiples significados que salen a la luz a si se aplica a ella un análisis mínimamente exhaustivo y algunas herramientas conceptuales. Se recomienda vivamente leer el artículo con ella puesta como hilo musical de fondo (entre otras cosas, porque puede ser la última vez que el lector la oiga con los mismos oídos) ¡Cliquen! ¡Cliquen!

Empecemos, antes de pasar al análisis de cada verso, por un par de aclaraciones previas.

“Hola, don Pepito”. “Hola, don José”.

Ya en estas líneas iniciales hay mucho donde rascar.

Creo, para empezar, que salta a la vista que, de ser los dos únicos datos que nos suministraran  y siendo forzados a sacar alguna conclusión que fuera más allá de lo literal, sólo podríamos deducir de “Don Pepito” y “Don José” que parecen encarnar una personificación de dos entidades presentes en lo mismo. Puede que sean dos atributos de una misma sustancia, o dos conclusiones de una misma premisa. ¿Por qué es esto casi evidente? Porque “Pepito” resulta el diminutivo de “Pepe”, que es una forma coloquial de llamar a José (debido a la abreviación de la expresión “Pater Putativus”, con la que se refería en el Medievo al José bíblico. Del mismo modo, Paco viene de “Pater Comunas”). Aceptemos esta hipótesis como un viable punto de partida.

¿Qué hace que se le asigne a uno de ellos un diminutivo? ¿Qué diferencia de grado existe entre uno y otro como para establecer esa distinción? Dado que el nombre originario es “José” el lector convendrá conmigo en que, en caso de representar ambos nombres distintos aspectos de una misma cosa, este tiene más papeletas de ser el que apunta a la faceta más normal, inalterada, fija o constante.

En Don Pepito encontramos, pues, una doble desviación: la primera hacia el hiporístico “Pepe” y la segunda de “Pepe” hacia su diminutivo sufijado en “–ito”. ¿Qué representa realmente esa alteración nominal que constituye el nombre Don Pepito? ¿A qué incógnita hará referencia este nombre? ¿Será el hijo de José, llamado como el padre en una de estas tradiciones familiares que se remontan al José bíblico? Esta tesis es jugosa, pero se viene abajo por el uso del título de cortesía “Don”, poco habitual en el trato paternofilial.

Enfrentémonos al análisis pormenorizado de los siguientes versos, una vez habiendo establecido que “Don José” y “Don Pepito” pueden posiblemente ser partes de una misma sustancia, distintas facetas de lo mismo que sólo se escindiría en dos si la filtráramos en virtud de una lógica teórica o metafórica.

“Eran dos tipos requetefinos, eran dos tipos medio chiflaos”    

La primera aseveración nos fuerza a introducir nuevas perspectivas en nuestro enfoque. “Requetefinos” puede suscitar en primer lugar la impresión de que se trata de dos tipos muy refinados, pero, si nuestra premisa de que no son dos tipos sino una unidad es correcta, seguramente tenga mayor profundidad. Si presuponemos que se trata de una sola entidad individual, su par de manifestaciones sólo podrían compartir en un sentido metafórico la característica de “refinamiento (requetefinamiento) equivalente tanto en uno como en otro”. Nos referimos, por supuesto, a que lo único, a nivel de distinciones ontológicas, que podemos deducir (sin equivocarnos en la asignación de significaciones variables: ¿refinados según qué criterios dados?) es la igualdad ontológica de ambos términos en su equivalencia, es decir, de que son cualidades diferentes que ocupan puestos respectivos el uno con respecto del otro. Todo lo demás es arriesgarse demasiado pronto. Su “refinamiento” se reduce, entonces, a “afinamiento”, “definición”. Su distancia queda, entonces, nítida ante al análisis, lo cual no contradice nuestra premisa de que son dos aspectos netamente divergentes de un objeto.

Una vez que hemos establecido esa divisoria tajante, podemos tomarnos la segunda afirmación (eran dos tipos medio chiflaos) con mayor literalidad. Si tratáramos de verla desde la óptica de la “definición de la diferencia”, como en la anterior, no seríamos capaces de concluir sino otra equivalencia esencial desde el eje del mencionado esquema dualista. Pero, a diferencia de “fino”, “chiflao” es una cualidad que sí nos puede ayudar, si es abstraída de sus groseras resonancias pueriles, para operar a este nivel tan fundamental del discurso que ahora ocupamos (y que, no desespere el lector, será gratamente satisfecho con la prolijidad de resultados).

"Refinado”, pues, no nos dice nada si ambos, Pepito y José, son los únicos elementos del universo de discurso, ya que un significante vago con tantas posibles connotaciones como “refinamiento”, en una u otra acepción, no va acompañado de un “no refinamiento” con el que compararse, por lo que queda bastante indeterminado y oscuro. “Chiflao”, empero, sí implica necesariamente una desviación desde un paradigma dado de normalidad, si lo abstraemos suficientemente: implica necesariamente una desviación de un referente externo a los chiflaos en sí, de alguna suerte de “cuerdo” en abstracto, de un ideal de “cordura”, incluso. En el mundo todos los individuos podrían cumplir todas las características que supuestamente identifican a un “refinado” (podría no haber gente "burda" u "hortera") pero no todos podrían ser “chiflaos”, pues la locura sólo tiene sentido si hay algo con qué compararla. Esta clase de diferencia con respecto a un referente es a lo que, según deducimos, apunta la metáfora. El hecho de que ambos estén desequilibrados igualmente y quizás en grado similar nos impide sacar la precipitada conclusión de que la explicación de la transformación lingüística de José en Pepito se debe a una acusada degeneración o rareza por parte de Pepito con respecto a José. Aún no podemos dar nombre a la línea que los separa, aunque suponemos que existe. Parece que son ambos los que padecen ese extrañamiento, esa suerte de desviación, pero hemos de notar, sin embargo, que se nos refiere el tiempo verbal en pasado (“eran dos tipos…”) y que ahora pueden no sufrirlo.

“Eran dos tipos casi divinos”

Esto supone un mayor esfuerzo interpretativo. ¿Querrá referirse a una cualidad sobrenatural que ambos contienen? De nuevo se nos impide trazar una divisoria desigual entre ellos, de nuevo lo que tiene uno lo tiene el otro. ¿De qué es metáfora la cualidad de divinidad? ¿Acaso Don Pepito y Don José son omnipotentes? ¿O más bien simplemente son modos de Dios a la manera spinoziana? Creemos que es más sencillo que todo esto. Simplemente se trata de subrayar ahora no sólo su carácter metafórico, sino también su carácter inmaterial, su cualidad etérea. Señala que no se refiere a dos entidades materiales diferenciadas, como se habría podido postular hasta ahora, sino a dos modos, dos abstracciones o seres espirituales cuya relación tiene que dar al análisis la llave para comprender una entidad de un nivel menor de abstracción, de menor sobrenaturalidad o irrealidad, que sería la entidad que andamos buscando.

“Eran dos tipos desbarataos”

Se incide en la misma idea que la segunda línea (“eran dos tipos medio chiflaos”), pero introduce una noción inmanente de “desorden”. Su “chifladura” no muestra entonces la forma de una lógica diferente a la usual, así como tampoco se refiere a una enajenación de un sistema dado que pudiera pasar por normal, sino que apela a algo caótico, autodestructivo, cuyo trastorno salta a la vista  y es manifiesto. Nuevamente ambos poseen esa cualidad, lo que hace pensar que quizás, más que de ambos objetos independientemente, el desorden pueda surgir de la relación que mantienen entre ellos, estando las dos entidades plenamente ordenadas en su singularidad. Quizás la razón del "desbaratamiento" sea que ese límite fronterizo que hemos mostrado entre ambos resulta en esencia enfermizo.

“Si se encontraban en una esquina, si se encontraban en un café”

Los puntos de encuentro mencionados no nos deben de servir más que como metáforas de otra clase de nodos relacionales que no necesariamente deben juzgarse como ubicaciones físicas. La “esquina” como metáfora sugiere la idea de “filo”, de “borde”, de encuentro en un punto tenso, o junto a un abismo (abismo que sería lo que está bajo ella –la esquina de una mesa, de un precipio- o frente a ella –la esquina entre dos calles).

Asimismo, el concepto de “esquina” puede traer a colación la idea de “punto ciego”, de un encuentro en un lugar que esté escondido o sea inaccesible de cara a un tercero (¿don Pepazo?). Tenemos, por tanto, que el encuentro entre estos dos señores es tenso y quizás se produzca a instancias de un tercer objeto (lo que está al otro lado del “filo”). Sólo cabe preguntarnos qué motiva esta tensión u ocultamiento, y si proviene de uno o de ambos. Si se nos forzara a responder, y dados los datos que de momento poseemos, sólo podríamos apuntar a la degradación lingüística que experimenta “Don Pepito” como señal que lo hace sospechoso de introducir otras fuentes de degeneración en este universo de discurso (“degeneración” en un sentido amplio de “distorsión respecto a un modelo que es el caso”).

Con respecto al “Café”, podemos trabar una antítesis con respecto a “la esquina”, en el sentido de que donde antes se nos ofrecía un lugar poco dado a encuentros, un lugar de paso, quizás oculto, ahora se nos responde con la comodidad de un espacio diseñado para reuniones y entrevistas interpersonales desde sus orígenes sobre el año 1550 en Estambul (cuando servía de punto de reunión de los varones). La intención tras la tensión entre ambos conceptos elegidos -“cafetería” y “esquina”- pudiera ser querer generalizar que, pese a que una malinterpretación demasiado literal de la canción puede indicar lo contrario (realmente en ningún punto se explicita una cosa o la otra), Don Pepito y Don José se encuentran continuamente, no sólo de forma esporádica y fugaz, sino que en cierta medida cohabitan independientemente de las circunstancias, tanto en café como en esquina, tanto en los escondrijos como a campo abierto, tanto en la salud como en la enfermedad.

“Siempre se oía, con voz muy fina, el saludito de Don José”

De nuevo nos encontramos con la “finura”. Si antes la hemos desviado conceptualmente hacia “delimitación” o “claridad”, es aún más obvio que aquí a la claridad y elegancia comúnmente asociadas al término se suma un sentido de la finura más cercano a sus séptima y décima acepciones de la R.A.E (“agudo" -sentido-, “muy depurado o acendrado" -metal-). ¿Por qué se erige un saludo diferenciado y claro por parte de Don José? ¿Acaso acaban de encontrarse literalmente, y no era una pura alegoría lírica su encuentro? ¿No cabe la posibilidad de un aullido estremecedor, un agudo grito de ave de presa en “el saludito de Don José”? ¿No contradice cualquier clase de saludo por su parte la proposición de que posiblemente vivían ambos eternamente en contacto, que ni José se podía librar de Pepito, ni viceversa? No es necesariamente cierto esto último: el hecho de que José se haya dado cuenta ahora de Pepito no significa, en efecto, que no viva con él (y no es del descubrimiento de la homosexualidad de uno de ellos de lo que estamos hablando... no del todo.)

En efecto, aquí llega el meollo de la cuestión, y es que, para mantener todos los resultados que se han ido entresacando o intuyendo es necesario considerar que Don Pepito había pasado desapercibido para José, pese a estar ahí, hasta el momento de su saludo (o, más precisamente, de su entrada en el campo visual de José, que precederá al saludo). ¿No es llegar a conclusiones insostenibles con tal de sostener una serie de razonamientos previos que quizás estuvieran equivocados de raíz? ¿Tan mala vista ha tenido el pobre Don Pepito todo este tiempo?

No si consideramos que Don Pepito no es que haya sido pasado de largo, sino que es inconsciente, o aún más, es el subconsciente de Don José.

Esto aclara por qué su nombre es algo así como una inversión, una alteración del nombre propio de José. Pero, en lugar de solucionar el problema, surgen muchos problemas más.

Para empezar, si algo es inconsciente/subconsciente (aquí los he usado como sinónimos, como hizo Freud hasta que optara por “inconsciente” para unificar la terminología), no puede, por definición, hacerse consciente, como parece haber sido el paso con Don Pepito y Don José, ya que si lo hiciera sería llanamente “consciente”.

Esta objeción sería correcta si entendiéramos a Don José como un sujeto individual e independiente (provisto, como todo ser humano, de inconsciente, yo consciente y superego). Y sólo lo es en el plano de la metáfora, en la cual un individuo (Don José) se encuentra con otro que simboliza su reverso oscuro, sus pulsiones y deseos ocultos (Don Pepito). Hemos negado desde un principio que se trate en la realidad de dos individuos aislados. Si consideramos que don José es algo ante lo que se ha manifestado el “Ello”, descubrimos que sólo existe una cosa con la cual, por definición, el “Ello” tiene contacto: el yo, pero el yo en tanto que mediación entre ello y superyó, como categoría teórica que expresa el flujo y la relación de las instancias psíquicas, y no como la conciencia que de sí mismo tiene el sujeto (tema, relacionado con la idea de “representación”, a tratar más adelante).

Así pues, nuestro esquema teórico está perfectamente ensamblado, e incluso, con la introducción del modelo tripartito, hay un receptáculo al que pueden arrojarse todas aquellas intuiciones, sugeridas por el romántico “encuentro en la esquina”, sobre una entidad ante la que el yo y el Ello prefieren ocultar o hacer fugaz su trato: El Superyó vigilante, que antes denomináramos “Don Pepazo”.

No obstante, no acaba aquí toda la profundidad del asunto, entre otras razones porque a la canción le quedan aún bastantes versos, que servirán de contrastación o invalidación de las hipótesis aquí expresadas.

-Hola, Don Pepito
-Hola, Don José
-¿Pasó usted por mi casa?
-Por su casa yo pasé
-¿Vio usted a mi abuela?
-A su abuela yo la vi
-Adiós, Don Pepito
-Adiós, Don José

Estas últimas estrofas (el resto de la canción lo constituye una repetición de lo ya dicho) no hacen más que darnos la razón de forma contundente y ahondar en terreno puramente psicoanalítico.  Tras los respectivos saludos, previos a la mediación “ello-yo”, don José pregunta a don Pepito si éste pasó por su casa, y el segundo reconoce haberlo hecho.

¿Cómo representar o descifrar esta “casa” que ahora se nos manifiesta? Hemos optado por no abandonar el plano metafórico (ya que en ningún punto la canción parece hacerlo) y recurrir a los textos originales de Freud, buscando algo que se pueda asemejar en algún aspecto a la idea de “casa”. No nos ha hecho falta buscar mucho, ya que parece que él mismo usó esta misma metáfora.

En efecto, una de las frases más famosas de Freud hace referencia a que el Yo, pese a creer que lo domina y controla todo, no sabe que hay fuerzas que escapan a su alcance, y que le afectan directamente (las pulsiones que expresa el subconsciente).  Lo formuló diciendo “El yo no es dueño y señor en su propia casa" 1

De ahí se deduce que presenciamos un momento en el que Don José, fundadamente, ha intuido que el inconsciente que encarna Don Pepito es más ubicuo de lo que pensaba, y decide interpelarlo personalmente, a lo que este reconoce que sí, que “pasó por su casa” (esto es, que determina los aspectos que afectan a la vida psíquica de don José sin que él advierta la envergadura de su actividad).

Un momento como este, de dramática revelación, representa la toma de conciencia de un sujeto, un individuo, de la relación entre “su yo” y “su subconsciente”. Si esta comprensión es tan amplia y terminante como parece, es muy plausible que se trate del resultado de una cura psicoanalítica, de la sanación de un paciente analizado previamente (probablemente durante mucho tiempo). Esto explicaría que este instante glorioso vaya acompañado de la revelación de otros elementos de clara significación psicoanalítica.

En efecto, nos referimos a ese antecedente familiar encriptado como Abuela. La literatura psicoanalítica está llena de referencias a la trascendencia del ascendiente familiar, especialmente de la Madre, en las etapas de la sexualidad infantil y el desarrollo evolutivo del niño. La abuela, no obstante, carece en origen de semejante trascendencia. ¿Debemos interpretar que se refiere a una abuela literal (madre del padre o de la madre), de una abuela que se ha “cargado” de la significación de una figura más básica, o también es esto una metáfora?

Por la coherencia de nuestro sistema nos inclinamos a pensar esto último, ya que en cierta medida rompe los límites de esta lógica onírica o poética el hecho de que una abstracción teórica tal como es “el yo” (don José) posea una abuela en un sentido puramente biológico. ¿Qué pasaría si se refiriera a la Madre del sujeto, salvo por que este (el sujeto) es encriptado aquí como una especie de “padre” de esas entidades-hijas-subordinadas que son Don Pepito y Don José? En ese sentido, la madre del sujeto que contiene a estos dos personajes sería referida coloquialmente, en boca de un hijo simbólico, como “nuestra abuelita”. Nos vemos obligados a tomar este punto de vista por no encontrar ninguna racionalidad en el hecho de que categorías como “yo-consciente” o “superego” tengan abuela o cualquier clase de antecesor familiar, y por considerar en extremo enrevesada las otras posibilidades.

Así pues, se debería tratar de la Madre del sujeto, aunque en el plano de Don Pepito y Don José se la apoda “abuela”. Ahora debemos aclarar brevísimamente uno de los aspectos más importantes de toda la teoría del psicoanálisis.

Entre los 3 y los 6 años, se desarrolla en el niño la fase fálica, que contiene lo que ha dado en denominarse  “Complejo de Edipo”. En esta fase surgen las caricias masturbatorias y los tocamientos rítmicos proveen al niño de una sexualidad desapercibida e indirecta. Cuando empieza la fase, el niño cree que todo el mundo tiene un falo y siente deseos sexuales hacia su madre, pero al descubrir que esta no posee falo se ve abatido por un complejo de castración, abandona su atracción por la madre y se refugia en el padre. La niña, por otro lado, cree al principio que de su clítoris aparecerá un pene pequeño, pero al advertir la ausencia de pene en las mujeres adultas desarrolla lo que viene a llamarse “envidia del pene”, que se satisface mediante la voluntad de tener el pene dentro de sí de muchas maneras, que pasan por la ninfomanía o la maternidad (esta última es una forma simbólica de tenerlo).
En ambos sexos esta etapa culmina con la introyección de la figura paterna en tanto que Superego, es decir, en tanto que código moral e instancia que enjuicia y determina los actos del sujeto (entendiendo por estos actos la regulación de las exigencias del ego). Una mala resolución del Complejo de Edipo (el personaje mitológico de Edipo mató a su padre y se acostó con su madre sin quererlo ni saberlo) puede generar muchos de los desórdenes psíquicos que la psicología ”oficial” considera dados por causas más anodinas.

A la luz de esto, la apelación a la abuela-madre indica que, en este caso particular (dado el nombre de José probablemente se trate de un sujeto varón), la mala conducción de la energía psíquica fruto de la atracción y posterior repulsión por la madre que se produce en el niño haya sido el origen de un comportamiento psíquico trastornado sin identificar, y haya constituido el núcleo de un conflicto afectivo que ha llevado al pobre José a buscar al psicoanalista, habiéndolo este ayudado y guiado en el proceso de curarse definitivamente del trauma (de cuya resolución el autor de este artículo se siente feliz).

Tras la alegórica despedida (uno no puede pensarse psicoanalíticamente todo el rato), la canción, en la mayoría de versiones, se dedica a reiterar las estrofas anteriores, como en un mantra que aspira a vislumbrar una realidad superior mediante la mera repetición. Finalmente, suele aumentar el tempo y la intensidad, cual baile tribal de espiritualidad ritualista (se me vienen ahora mismo a la cabeza los ritos posesionales del vudú haitiano).

Hemos de añadir, para terminar, un par de palabras no sobre el contenido, sino sobre la manera en la que está representado. La noción de representación, en su sentido más schopenhaueriano, no es para nada incompatible con la teoría analítica: el sujeto en su desconocimiento de los verdaderos motivos (psicoanalíticos) de su malestar, origina teorías causativas que no se corresponden con la realidad, es decir, genera cadenas causa-efecto que están mal orientadas y fundamentadas (y junto con él toda la psicología tradicional, en aquellos casos en los que el psicoanálisis reclama su participación—pese  que la mayoría de psicoanalistas coinciden en que sólo puede reclamarla analizando la situación individual concreta durante cierto tiempo). El cuadro erróneo que uno mismo pinta sobre su propio trastorno, las explicaciones ingenuas y desencaminadas que ofrece por culpa de ignorar nociones como la de Envidia del Pene, constituye la representación que el sujeto confecciona para sí de su propio mal.

¿Y qué hay más ligado a la representación que un circo?

En efecto, el diálogo que se produce en el estribillo entre payasos y niños sirve de ejemplo visual de cómo uno elabora y se repite el origen creído de la disfunción, por mucho que esta sea errónea de raíz y pudiera resultar muy diferente si el sujeto tuviera conocimientos de psicoanálisis. Los niños representan esa inocencia, esa ignorancia sin mala intención, y los payasos esa comicidad, esa triste ridiculez de asignar causas –casi siempre de acuerdo con el superego (conciencia moral, serie de valores) y sus mandatos, sin ser consciente de que es posible que el problema radique precisamente en la constitución de ese superego bajo esa forma concreta. Es un espectáculo de repetición del error (todas las noches los payasos lo representan ante un público distinto) patético, circense, si lo juzga un entendido en estas cuestiones, pero que sin embargo inspiraría compasión en cualquiera. Es muy elocuente el modo de hablar de Gabi, Fofó, Miliki y Fofito, y especialmente en el estribillo, en el que uno de ellos hace las veces de Don José y pregunta al público (involucrando en su maligno juego a niños desconocedores, inconscientes de la farsa, para que adopten el rol de lo inconsciente-Don-Pepito) con una voz grotescamente chillona, para nada “requetefinada”. ¿Por qué ese timbre?

¿No es precisamente de Complejo de Castración de Don José de lo que estamos hablando? ¿Qué otra cosa puede emular al Castrado mejor que esas voces de pito, y ese amaneramiento de llamarse repetidas veces a sí mismo, en tercera persona, "refinado" o, ya en un tono más estereotípico, "divino"?

Nos queda el consuelo, ante esta terrible y grotesca representación del círculo vicioso de la  enfermedad y la continuación de ésta mediante la ignorancia de sus verdaderos orígenes, de que aquel José primigenio del que habla la canción, aquella alegoría que refiere el texto, sí que se curó en su tiempo mítico. El hecho de que siempre se refiera a “ellos” en pasado (“eran dos tipos…”) nos recuerda que siempre está abierta para uno la posibilidad de percatarse, y sanar si simplemente se presta buen oído a las señales.



[1] Sigmund Freud, "Una dificultad del psicoanálisis" en Obras Completas, Volumen XVII, Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1996, p. 135. También aquí: http://www.tuanalista.com/Sigmund-Freud/2437/CI-UNA-DIFICULTAD-DEL-PSICOANALISIS-1917-pag.7.htm

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