martes, 1 de enero de 2013

La frase (cuento navideño)


(Uno de los muchos outtakes del viejo recital “Encuentro en otros mundos”, que no se leyó por un mix de longitud, desidia, falta de tiempo.)


En un mundo fantástico había barrios muy peligrosos y zonas muy deprimidas, y los había porque, como los sociólogos habían concluido, las clases menos pudientes se veían atraídas, como moscas por el excremento, por el tráfico de sustancias ilegales, de individuos ilegales, y de alimentos y dispositivos electrónicos ilegales que luego iban a parar a las zonas favorecidas en limusinas y grandes contenedores blindados. Investigadores de las más prestigiosas universidades habían concluido la existencia de una “fuente de la depravación”, una necesidad lógica de la teoría, que explicara por qué se habían asentado primeramente las comunidades de depravados en la zona en cuestión. Aunque su existencia era meramente teórica, se esperaba que se comprobara algún día, y los complejos modelos gráficos la representaban como una especie de efluvio maligno que brotaba incesantemente de un boquetarro en la tierra. El problema es que ese agujero ahora se encontraba –mal que bien- cubierto por la infraestructura urbana, o cuanto menos relleno de arena para que los pocos que caminaban caída la noche no acabaran dentro del pozo. Pero de cualquier manera el efluvio inodoro e incoloro se infiltraba por cualquier rendija, atravesaba cualquier superficie, e iba a parar a los adictos a él que campaban sobre el suelo, merodeando la zona afectada durante unos treinta o cuarenta años de adicción continua (datos basados en las últimas cifras de esperanza de vida media, año 2001).

Esa adicción requería también otro pequeño salto teórico, otra piedra de fácil desprendimiento, que consistía en postular la existencia de un gusto genéticamente heredado por los efluvios depravados, lo cual explicaba por qué los descendientes de la primera generación de adictos solían establecerse, como sus padres, en los lugares afectados, y no huir a zonas carentes de boquetitos en la tierra. Un sociólogo, en relación con esto, descubrió una vez que esa adicción podía explicarse mejor si…  pero vamos, eso no nos interesa, porque lo que vamos a narrar es un Encuentro Extraordinario que sucedió en una de las zonas afectadas en las que, como todas las autoridades coincidían, la única solución para un buen funcionamiento consistía en aumentar el número de Comisarios de forma proporcional a las cifras de no-delincuencia y la tasa de crímenes que no se habían cometido y bien podían haberlo hecho. Era algo de difícil mesura, pero retribuía a los comisarios ya existentes aliviándoles su dura labor, y es que sus organismos de representación no hacían más que ofrecer cifras alarmantes sobre la tasa de sí-delincuencia y las bajas de personal, y sobre lo extremadamente peligroso que era el día a día en las zonas afectadas. Todo crimen prevenido era poco. Toda ayuda para los ciudadanos era poca.

Los habitantes de la zona deprimida en la que vamos a ambientar este relato no sabían de un solo policía muerto, y sí de amigos, novias y hermanos que parece que se quedaron a vivir en las enormes comisarías que se encontraban repartidas cada pocos edificios. Sí que podían dar fe del predominio de las mafias y de tiros y robos hasta en la sopa –a tenor de esto, os recomiendo a los que vayáis al Coreano de Jerez estas navidades que no pidáis sopa con el menú, que la ensalada es una opción mucho mejor  y complació hasta al castizo paladar de mis padres-, incluso algunos podían dar fe de acuerdos entre mafiosos y comisarios, y de enormes cortijos y casas de campo en las que no se sabía si vivía uno de los primeros o de los segundos, dado que se rumoreaba que unos venían con pistola y otros con un ridículo látigo, pero no quedaba claro cuál hacía cuál, pues hay pruebas contradictorias y la temerosa gente se entregaba sin necesidad de ofrecer resistencia.

Pongamos que sobre ese kafkiano escenario precisamente, de una violencia institucional tal que ni Colonia Penitenciaria ni hostias, y no sobre otra cosa, era sobre lo que andaba pensando un ciudadano corriente que paseaba al anochecer por una calle muy fea, salpimentada de chabolas, árboles Turteikingali raquíticos, pájaros azules de Sukidubi cleinski recogiéndose y edificios ardiendo,  que proporcionaban la única luz a la escena. Iba al bar, como de costumbre, pues pocas otras distracciones estaban a su disposición, y porque así diseccionaba su aburrida y triste rutina con otras personas de rutina similar, y no se sentían solos. Bueno, centrémonos en la descripción de la escena.

El individuo hizo girar el congelado pomo y recrujió la puerta desvencijada , y su interior explicaba el vaho vahído de las ventanas. Vapores de toda clase, en nubes que copaban el techo, se entremezclaban por la estancia, y licuados ocupaban finalmente la superficie de las mesas y el utillaje de comensal conformando perlas de rocío. Pero no era esto agua, sino sustancias tóxicas a un estómago que no fuera ducho en la dura vida de los suburbios. El calor intenso que contrastaba con el glacial frío del exterior –casualmente los agujeros que emanaban depravación gustaban de las zonas de peor clima- era debido a la vaporación que se desleía progresivamente, y al calor humano de decenas de individuos. El olor resultante, característico y acogedor para los lugareños, también exigiría peritaje a un forastero. Pero dejemos de aludir como recurso expresivo a la presencia de un forastero en la taberna de este mundo siniestro, pues nadie, aunque pudiera, querría entrar allí, ¿no?

Allí dentro se bebía Curkelimanskidetrosimari, que era el nombre coloquial que tenía una especie de protobrebaje alcohólico muy común por la zona, y se bebía en grandes cantidades acompañado de una especie extraña de habas  como raro tapeo. El presupuesto de los lugareños no daba para más. Había otros licores y guisos en carta que sólo se servían ocasionalmente a Comisarios o mafiosos, cuando el antro quedaba repentinamente desocupado.

Nuestro protagonista se sentó junto a un conocido, y comenzaron a comentar los pormenores de sus tristes y aburridas rutinas, y a beber Curkelimanskidetrosimari como si les fuera la vida en ello. Hablaron de sus esposas (de las de uno y de las de otro), y se quejaron de los resultados de su equipo local del deporte local. Estaba uno de ellos, da igual cuál, en una perorata intensísima sobre las faltas técnicas en las que había incurrido su jugador más denostado, como golpear la cabeza momificada de Jruteriertjurit con el antebrazo izquierdo en lugar de con el puño, cuando una ola de frío y un murmuro instantáneo lo despertaron de su alcohólico soliloquio. La ola de frío se explicaba por la puerta del recinto recientemente abierta, y el murmullo por el causante de la apertura. Todos se estremecían siempre al escuchar la puerta: podía ser un mafioso con cuentas pendientes o un comisario con ganas de cachondeo.

Desde luego, el tipo iba vestido de forma peculiar. Algo que casi nadie en la taberna había visto jamás, aunque parece ser que el tabernero sí, pues no parecía mentir cuando decía:

“¡Hombre, Juan, cuánto tiempo! Hacía años que no se te veía por aquí”

“Pues sí, he estado visitando los pueblos de alrededor”

Pero ningún otro de los presentes entendió lo que ninguno de los dos dijo, pues para ellos estaba en una lengua incomprensible. Describiré sus pintas, como me propuse hace un momento, mediante un listado arbitrario de rasgos: barba larga y rala, pelo largo y sucio, ojeras y legañas, arrugas, ropa ajada y llena de roturas, bufanda manchada de mocos, pantalones de excrementos, calcetines como coladores, nariz larguísima de la que prorrumpen pelos negros en tropel, hatillo de vagabundo. Un señor, vamos. Un señor en serio, pues su aspecto era nobiliario en comparación con el del personal de esa taberna.

·         Kurk Jurhs Huriksj Hubrijsjdhn Juankr huhunrnehsbsutnsundtnntnutnduntkdn” –dijo el tabernero a la concurrencia, lo cual, traducido al español sería algo así como “Este es mi amigo Juan, que viene desde tierras muy lejanas. Más de lo que podáis imaginar. Pero respetadlo, os aseguro que es un buen hombre.”
La concurrencia estalló en una guerra de murmullos entre los que predominaban comentarios sobre su estrambótica y poco convencional apariencia y sobre lo absurdo de llamarse Juankr, o como quiera que fuera. Entonces el tal Juankr puso una moneda cobriza por casi todos desconocida en la húmeda barra acompañada de unas palabras ininteligibles y el tabernero anunció:

-¿Veis lo que os dije? ¡Dice que os invita a todos a vino!

Pero en realidad lo que dijo fue:

-Porkikikhuhhiijjjuuehhhej?jjshhhfnrjrneijrnreurijjjruuuiii![1]

E inmediatamente comenzó a sacar botellas de vino antiquísimas y a servir vino a todos los presentes en enormes jarras. Todos brindaron por el extraño, por su pueblo, por los Dos Grandes Sociólogos cuyos retratos adornaban la pared, por el equipo local de Cabeza-Puño y por mil cosas más. Para quien no lo sepa, el vino es una especialidad de tierras lejanas, tan lejanas como las del individuo de opulento aspecto, que consiste en un líquido morado o rojizo que, si bien no contiene tanto alcohol como las bebidas locales, tiene un sabor mucho más apreciable por el paladar. Se usa para beber y para brindar. Por descontado, era un lujo impermisible para la inmensa mayoría de habitantes de la región. Allí dentro nadie lo había probado hasta ese día.

Luego, el tabernero preparó ante la mirada atónita de todos uno de los guisos de alta cocina más caros que se podían concebir, y el recién llegado lo paladeó con tanto gusto como quien paladea un vulgar guiso de patatas, que por cierto era, e incluso ofreció un poco a algunos de los turulatos presentes, que guardaban supersticiosamente de acercarse.

Mientras chupaba ese hueso de pollo que era lo único que daba sabor al plato, se le acercó un niño. Hizo un ademán al tabernero para que se acercase, y le dijo que le preguntara cómo se podía llegar a ser tan rico y opulento, cuál era su secreto. El tabernero rió por la ocurrencia mientras se lo transmitía, pues a él jamás se le habría ocurrido una idea semejante, y como única respuesta el forastero indicó al joven que se acercara, puso sus costrosos labios junto a su oído y susurró una frase, o una plegaria o un verso, y, ante todo pronóstico, la mirada del niño denotó comprensión, y para colmo asintió con la cabeza.
Después de lamer el plato hasta dejarlo limpio con una modosidad que extrañó a los lugareños, el forastero dijo una frase incomprensible e hizo gesto de despedirse. Todos brindaron por él, y quizás para él fuera emotivo, pero nadie vio su rostro mientras abría la puerta y desaparecía carismáticamente para siempre.

El señor de la barba rala reaparecería poco después y de forma gloriosa frente a un supermercado de barrio, en otra calle, esta vez con farolas. Sacaría de su hatillo un platillo, sostendría éste en su mano y solicitaría carismáticamente “unos centimillos” a las señoras que entraran y salieran con carros para trasladar las compras de navidad a sus coches. “Que habrá por ai mucha crizi, pero lo que pa ustede e una miseria pa lo que no tenemo onde caerno muerto nos da la vía” diría lastimeramente, pero la crizi estaría realmente mal, y nadie estaría como para caridad, y hasta para la sombra de ojos habría que tirar de marcas blancas.“Hay zeñora, qué jambre tengo, qué jambre” lloriquearía también, con el recuerdo de la reciente opirasridad martirizando su sufrido y vapuleado estómago, los ecos del sabor del hueso de pollo hiriéndole el paladar.

Cuando se agotó el vino, pese a intentos vanos de convencer al tabernero de que la fiesta no cesara, alguien reparó en el chico, y, alzando la voz, le preguntó qué le había dicho aquel distinguido caballero, y si lo había entendido. Todos los macilentos rostros volvieron su sordidez hacia el chiquillo, que dijo que sí, que había entendido cómo había llegado a ser un señor tan distinguido, que era algo tan fácil de entender que no sabía cómo no lo había pensado antes. “Consiste en que cuando él se va a dormir nosotros despertamos…..y cuando se despierta caemos como dormidos, hubiera dicho, pero el tipo con pistola que acababa de entrar en la sala acertó justo entre los ojos









[1] He ahí otra lengua que no ha alcanzado la señorial ociosidad de la marca exclamativa de apertura (N. del T.)

1 comentario:

  1. "Ese hombre de cabellera dispersa,
    no es otra cosa que el exhumador de un mundo antes irredento.
    Ha aprendido, sufriendo fórmulas mágicas
    que los otros desconocen: conjuros
    para evocar y recrear las danzas interiores.
    Razas sordomudas, perdidas en sus parajes profundos, cobran voz bruscamente
    y, desde el valle dormido bajo la niebla,
    ese coral suena iluminando regiones desoladas
    o magníficas.
    Así, hasta que toda la tierra
    se convierte en eco."

    Juan Eduardo Cirlot

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