Hay evocaciones que nadie juzgará inevitables pues indiferente es afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación.
Ese funcionamiento silencioso provoca toda suerte de conjeturas si anda jactándose el mero impostor.
El sacro desorden de nuestras vidas es tan hereditario como omnipotente por los matices constatables del polvo en la herrumbre.
Algún eco deforme del arquetipo sortea lo impersonal del propósito indefinido.
El cuerpo es un vidrio, el amor un faquir.
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