martes, 23 de abril de 2013

Razones en la sinrazón, II

Primera parte




Se ha sugerido con frecuencia que los judíos eran simplemente el objetivo más fácil para focalizar la frustración del pueblo alemán: una comunidad cerrada, con rituales y modos de vida distintos, que debía cohabitar con una mayoría que los miraba con recelo. Si es inevitable que una comunidad sólo se pueda mantener unida en vigilancia ante la amenaza de un enemigo común, lo más efectivo es que aquel sea el que duerme a escasos metros de uno. A ese resentimiento se suma la envidia frente a la posesión de riqueza de la que efectivamente eran dueñas muchas familias judías, en tiempos de gran pobreza para el común de los alemanes. Pero quizás atendiendo a los motivos que el propio antisemitismo aduce se pueda clarificar el cuadro un poco más.

Entre esos motivos encontramos la tópica acusación de que los judíos aspiran a dominar el mundo desde la sombra, que obtuvo su formulación más duradera en los “Protocolos de los Sabios de Sión”, el más famoso e influyente libelo antisemita, aparecido  en la Rusia del siglo XIX. De cualquier modo, ya desde el Medievo se imprimían “libelos de sangre” contra la población judía, que los acusaban de cometer rituales en los que sacrifican a niños cristianos, pretendiendo emular el asesinato de Jesús. Todos coincidían en otorgarles un poder inconmensurable y diabólico, aunque fuera difícil concluirlo de la experiencia diaria, e inducían a la gente a actuar  en respuesta con la conciencia tranquila de quien se está defendiendo.

Uno de los motivos que más pasiones ha levantado siempre, y que revela el inmenso poder maléfico del que es capaz el pueblo de mosaico, es el de que han cometido la mayor de las aberraciones concebibles: la de asesinar a Dios. Y pueden verse como un pueblo que aún hoy, en su ortodoxia, sigue perpetuando su crimen mediante la negación de Cristo. Se resta entonces importancia a que Dios escogiera precisamente a un judío para su encarnación terrestre, que la inmensa mayoría de figuras bíblicas fueran judías y, sobre todo, se obvia del todo que los judíos eran mucho más poderosos que lo que se postula, ya que al cometer el deicidio  sólo estaban asesinando a su propia criatura. Porque también fueron los autores de Dios, al menos el modelo de divinidad que queda plasmado en el Antiguo Testamento y del que bebieron para sus propios monoteísmos tanto cristianos como musulmanes. Y no sólo fueron los artífices de Dios, sino también el origen de múltiples aspectos, manifiestos o casi imperceptibles, de nuestra cultura occidental tras haber sido vapuleada por el cristianismo tantos siglos.

Podría decirse que los judíos, al inventar a Dios, inventaron el tiempo. La concepción del tiempo en el mundo clásico, si bien no era exactamente cíclica como el de otras de culturas politeístas, no era lineal a la manera cristiana. Había devenir sin fin, había acontecimiento, pero el acontecer era inocente, no tenía signo ni positivo ni negativo. Me explico: no se explicaban los sinsabores por una culpa originaria presente en el hombre, no había que colocarse fuera del tiempo para juzgarlo e imaginar mundos posibles superiores. Lo que sucedía era lo único que había podido suceder, la naturaleza era lo que ha venido en llamarse un “límite de principio”, y, como nos muestran la Tragedia y también con frecuencia sus prototipos de sabio (que culminan en la escuela estoica), quien pretendía superar el límite y el sufrimiento que conllevaba recibía su castigo en forma de mayor sufrimiento.

Esto no implica que no poseyeran también sus teorías sobre cómo debían ser las cosas humanas, pero no las planteaban como una alteración del curso de las cosas hacia un final definitivo, sino, muy al contrario, como opciones para vivir mejor dentro de los límites de lo dado. No concebían la idea de que, una vez puestas todas en práctica, hubiera que dar la Historia por finalizada. Es gracias a la introducción de un momento en el esquema (el Juicio Final) en el que se pondrá a cada cual en su sitio y se clausurarán los días de mal y sufrimiento, como surge la posibilidad de una culpa en lo que sucede, la independencia de un “camino histórico correcto” que lleva al buen fin entre muchos que no lo son, y se puede narrar la historia como un relato con sentido en dirección a él. Es con el dogma del pecado original cuando el hombre se ve obligado a actuar para salvarse, por el mero hecho de haber nacido. Para el griego el “mal” pertenece al orden natural de las cosas, mientras que para el cristiano el mal sucede por infracción, existe la carencia absoluta de Bien, el error absoluto y la certeza absoluta de que lo que es debería ser de otra manera, jugándose en ello la Eternidad. Las modernas ideas sobre el progreso son herederas de esta forma de pensar. El Progreso, en este sentido, no es sino la secularización de la querencia hacia una agustiniana Ciudad de Dios en la Tierra, un intento de traer a este mundo la liberación en lugar de esperar a la muerte, aprovechando la contingencia del discurrir de los acontecimientos, que al no ser inalterables pueden ser tomados por el hombre. Ha de señalarse también que es decisiva la influencia judía en el desarrollo de las modernas ideas de emancipación, sirvan sólo como muestreo Marx, Engels, Bernstein, Bloch, Goldman, Luxemburgo, Trotsky, Cohn-Bendit, Blum, Butler, Friedan, Hoffman, Hess, Zinn, Bookchin, Alinsky, Chomsky, el kibutz…

El fascismo, frente a todo esto, es conservador en tanto que descree de cualquier forma de Progreso. Pero su conservadurismo es más extremo que el de las corrientes previas. No se quiere retornar a un punto anterior de la Historia en el que se sintiera cómodo, como siempre pretendieron los estamentos conservadores para recuperar sus privilegios o el “orden natural” del mundo. El fascismo niega a veces la importancia, por ejemplo, de instituciones comúnmente asociadas al Antiguo Régimen, como la Iglesia o la monarquía absoluta. Su conservadurismo va más allá. No se pretende gobernar a favor de los intereses propios o de una casta privilegiada, sino por y para la nación y la raza. Estas fuentes de la soberanía política beben en parte del nacionalismo y la soberanía popular, ideas extendidas por las revoluciones burguesas,  aunque se contraponen a la eterna marginalización de ciertos sectores de la población. Se persigue un cambio radical, una revolución reaccionaria que nos lleve muy lejos de la decadente situación actual, pero no se busca encontrarlo en un futuro hipotético sino muy atrás.

Los fascistas no aspiran a retornar a ningún momento anterior, sino a un tiempo mítico, anterior a la historia, que si bien muchas veces se ha asignado a un tiempo histórico (como sucedía con el Imperio Romano para los italianos) está mitificado, idealizado, ensalzado en una representación delirante hasta perder todo atisbo de irrealidad. Cualquier cambio desde esa Edad de Oro inaccesible se considera una degeneración. Esta es la antítesis de la idea judaica de historia como un progreso, de que el tiempo que pasa nos lleva en dirección a un final emancipatorio. Para el fascista el Absoluto no se encuentra sino en un pasado fuera de la historia que, si bien es por definición inalcanzable, se presenta como una exigencia. Su moderna inquisición está acompañada de un recio anti-intelectualismo, el culto a la acción espontánea, a la pérdida de la individualidad y la violencia fanática en pos de la causa, pues el intelecto puede descubrir su impostura y sólo sirve para crear nuevas soluciones y nuevos problemas que compliquen aún más el mundo. Su discurso no tiene sustancia, coherencia real, está, a juicio de Pere Bonnin, “lleno de palabras bombásticas huecas, una monumentalidad idiomática, un lenguaje de chirimía, bombo y platillo, donde las voces pierden su significado y su función comunicativa para convertirse en elementos retóricos-persuasivos de la grandeza del régimen”[1].

Cuando esta mirada sedienta de pre-historia se fija en la historia, cristiana en esencia, de Occidente descubre que el irrealizable principio de amar a todos los hombres como a uno mismo -que enunciara el más famoso judío-  lo único que ha traído es debilidad y degeneración, moral de rebaño, explotación. Descubre que la utopía es por definición irrealizable, y que volcarse a lo abstruso de un Dios (o una Idea) represor e inconcebible, es deshumanizarse uno mismo. Los judíos-comunistas-capitalistas-masones, dicen, nos mantienen idiotizados y culpables, creyendo en paraísos que nunca llegan, mientras en la práctica son los que desarrollan la execrable ciencia y controlan el poder económico del mundo desde las sombras. He ahí la aparente paradoja de que tanto el patrono como el revolucionario se usen como estereotipos judíos, pues tanto el banquero como el bolchevique son fruto de revoluciones en la búsqueda del progreso. Los fascistas abanderan entonces una “tercera posición” social, opuesta a la izquierda y la derecha tradicionales, y al liberalismo carente de alma. 

(continuará)



[1] Pere Bonnin,  Así hablan los nazis, 1973, Ed. Dopesa

2 comentarios:

  1. tema jodío (no judío) de tratar, porque se mezcla la idea de raza que a estas alturas de la historia ya no puede existir (y más, que por la misma regla de tres si se niega la existencia de la raza aria se tiene que negar cualquier otra, la semita, y parece lo lógico decir que todos tenemos parte de arios y judíos y godos y suevos y celtas y ... encima). Se mezcla judaísmo como religión (cuando como en la nuestra, el catolicismo hay de todo, desde la ortodoxia de los que son "más papistas que el Papa" a los que no se sabe si siguen siendo católicos o filósofos new age), con sionismo o con la calidad de habitante de Israel, con... Entre las personas q mayor respeto me inspiran está al menos un judío glorioso, Woody, que dijo también algo sobre el dinero: "El dinero es mejor que la pobreza, aunque sólo sea por razones económicas." (no viene al caso, pero era por introducir polémica, : ))

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  2. Y tanto que se mezcla, esos pavos tenían un cacao mental que ni qué. A mí que me aspen. Es uno de los pocos cacaos mentales que no defiendo, por si hay que precisarlo :)

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