Es costumbre dividir las artes, a un nivel fundamental,
entre artes espaciales y artes temporales. A las primeras pertenecen por
ejemplo la arquitectura, la fotografía y las artes plásticas. Al añadirles el
elemento tiempo se consiguen híbridos como el cine, o la literatura ya en un nivel
más abstracto, menos ligado al espacio que se ve y siente y con fuertes
elementos de ritmo, y ya finalmente la poesía y en última instancia y si no somos hegelianos, lo que
podría considerarse el puro tiempo que no existe en ningún espacio y a ninguna
res extensa hace referencia, la música.
Se toma la música como el arte cronológico por excelencia, y
bien es cierto que en su vertiente rítmica no puede menos que considerarse así,
pero tampoco es cierto que esté tan desligada de los lugares, que no abra
espacios a su manera. No obstante, es esta última una característica que no
está presente en la mayor parte de la música, sino más bien una tendencia que
se opone y compensa con la que busca el puro ritmo, a veces muy predominante, a
veces muy poco.
La ligazón de la audición con el mundo sensible, lejos de
ser leve y remota, es esencial en nuestra constitución psicobiológica, prueba
de ello es por ejemplo que podamos cerrar los ojos, la boca y la nariz (dejando
de respirar), pero necesitemos ayudarnos de las extremidades para hacer lo
mismo con los oídos. Aunque la capacidad del oído humano está muy por debajo de
la de otros animales, conforma, junto con la vista, el sentido más desarrollado
para detectar amenazas ahí fuera. No obstante, para nosotros el hecho de que la
percepción auditiva no nos parezca tan directa como las otras se manifiesta en
el lenguaje: decimos con frecuencia “veo un perro” o “este guiso sabe a perro”,
pero el sentido de “oigo a un perro”, es frecuentemente asociado con “oigo el ladrido
de un perro”, como si lo que oyéramos no fuera el perro mismo, la misma entidad
que vemos y cuyas deposiciones o aliento tenemos la desgracia de oler. Pero
parece que el oído no se relaciona con las cosas, sino con su sonido, las
ondas, una impronta invisible que dejan en el aire y que se dirige hacia
nosotros. En cierto modo es verdad, tanto como que no vemos sino la impronta
visual de los objetos, dependiente de la configuración de nuestro ojo, pero
sucede a veces que pensar en esta separación entre nuestra percepción visual y
los objetos nos resulta inquietante y extraña y nos cuesta más pensar cómo
serían vistos por una abeja más que pararnos a pensar cómo oye nuestro perro
nuestra voz. Tenemos la vista como sentido prioritario, y lo tenemos como sentido
mayoritariamente espacial, aunque se pueda también captar el cambio con él.
Sin embargo, debemos
distinguir entre “espacio” y “lugar”. El espacio es la pura apertura de las
dimensiones, la indeterminación de la extensión, mientras que un lugar es una
entidad elaborada, concebida cuanto menos, y que consta no sólo de una
percepción visual, sino de aditivos olfativos, sonoros, etcétera, y, lo que es
más importante, una delimitación realizada por el entendimiento. Un lugar es
una parcela que queremos crear en el espacio infinitamente extenso, y se lo
parcela siguiendo cierto criterio. Ese criterio puede ser la forma, que invite
a pensar en él como en una unidad completamente independiente, pero también hay
muchos otros motivos para considerar un determinado número de percepciones
espaciales como un “lugar”: la función, la utilidad, la tradición o, incluso, y
esto es lo que más me interesa, un sentimiento experimentado que aúne cosas que
antes estuvieran separadas.
Un ejemplo de esto puede ser la claustrofobia, que crea la
categoría de “lugar cerrado”, la cual aúna multitud de espacios con poco en
común. Esta categoría no es experimentada por usted o por mí habitualmente si
no padecemos claustrofobia, y ni siquiera lo pensamos o nos damos plena cuenta
de cada vez que pasamos de un lugar abierto a uno cerrado, pero para una
persona que sí la padece el cambio es siempre consciente y acusado. El lugar, entonces,
existe.
Lo mismo se puede decir de “lugares que tienen un conejito
rosa en una estantería”, caso de haber una fobia al respecto, y quiero decir
con esto que no necesariamente las categorías que crean los sentimientos tienen
una definición tan fácil y compartible como la de “lugar cerrado”.
Una cámara de vídeo sólo puede captar un lugar tal cual es,
sin aditivos, sin comentarios, y si se lo quiere volver expresivo es preciso
construir mediante decorados o efectos de distinto tipo un nuevo lugar objetivo
que cree sin embargo la ilusión, la falaz fantasía del sentimiento que se
quiere transmitir. La literatura lo tiene más fácil, pues al introducir la
impresión mediante la figura del narrador o los personajes puede generar ese
componente subjetivo en apariencia, pero de ahí a que el lector se vea envuelto
en la sensación que se quiere transmitir, y no lo lea con la frialdad de quien
lee un “te quiero” escrito en una pared, hace falta unas dotes comunicativas
que forman parte del arsenal de un buen escritor. La música, al no tener
referente alguno, lo tiene aún más difícil. Se puede pensar que la música se
compone como una especie de canalización de un lugar, de vivencias o
acontecimientos del mundo externo, pero, hasta donde yo sé, no hay manera
alguna de expresarlos sino es bajo el filtro de la sensación que producen, y
aun así el rol de esta última es muy cuestionable.
Pero no nos interesa ese asunto, sino más bien,
independientemente del proceso de creación que haya habido, el proceso de su recepción. Y ahí sí se puede pensar la
música como algo que abre un espacio en lugar del puro discurrir temporal que
se le asigna, pese a su incapacidad de permitirnos retornar a la página
precedente o de deleitarnos en los detalles de una escena concreta cual si de
un lienzo al óleo se tratara. Pero, sin pretender negar que este discurrir,
esta fluidez absoluta existe, hay que preguntarse si es lo esencial, si es lo
que la define, además de ser lo que la diferencia de las otras artes, pues la
diferencia que la rinde específica no tiene por qué ser lo que mejor da cuenta
de su esencia.
La respuesta viene de la mano de una consideración sobre
esos lugares cuyo fundamento hemos trazado brevemente. Si bien el espacio puro
carece de tiempo, no podemos afirmar que los “lugares” no tengan un movimiento
interno, no tengan un dinamismo en perpetua actividad: las orugas que mascan las
hojas, los pájaros que sobrevuelan la escena, la constante e inadvertida
corrupción a la que está sometido todo lo que esté sometido al tiempo. Aunque
al hacernos un concepto, una impronta intelectual de la ubicación, lo
entendamos como algo fijo y constante, lo cierto es que no para de cambiar. Es
decir, existe un motor interno que es semejante al que conduce a la música
desde el principio hacia el final de la obra. ¿Pensamos acaso en un movimiento,
en un puro discurrir cuando nos mencionan una pieza musical que conocemos, o
más bien se nos viene a la mente una sensación, una impresión análoga a la que
tienen los lugares?
A veces se utilizan adjetivos propios de la evaluación de la
personalidad para definir a los contenidos de la música: una melodía alegre,
triste, madura, reflexiva… pero no son más que trucos expresivos pues,
¿realmente existe una canción absolutamente alegre, absolutamente triste? Yo, en
mi ignorancia, no conozco ninguna, lo cual no impide que pueda experimentar
esas sensaciones ante su configuración como puedo experimentarlas ante una
puesta de sol, un valle de los Alpes o un cementerio de paredes grises, ninguno
de los cuales está diseñado para producir esa sensación, en principio.
Es mi forma de traducirla, y en este sentido la música es para mí como la
exposición a un lugar, algo que yo delimito caprichosamente, por supuesto,
entre el continuo de sonidos al que estoy sometido desde que nací, y a la que
asocio una mayor o menor reacción sentimental, un equivalente subjetivo a lo
que se me presenta, aunque el idioma que hable, como el que hablan los lugares,
me sea en el fondo muy lejano, mucho más que el de la literatura, que se
apropia y manipula los conceptos con los que formo mi visión del mundo y me
hablo a mí mismo.
Esa especie de apertura que se produce en nosotros al
exponernos a un lugar musical es la forma que tiene la música de asemejarse al
mundo externo, o quizás es nuestra forma de hacerla propia en analogía a lo que
experimentamos en la mundanidad, eso nunca lo sabremos. Desde esta óptica se
puede ver también una incidencia importante del manejo y la articulación de
lugares en la literatura, el cine o las artes plásticas, aunque estas últimas
son un caso menos flexible porque generalmente la elección de la “escena” es
una selección de lugar primaria y directa efectuada de antemano por el autor.
Esta óptica de entender la música como un juego topográfico
es sólo una simple introducción que tiene empero una gran importancia, pues la
topografía (no en sentido deleuziano o lacaniano, dios me libre, sino en su
cientificidad) me parece la respuesta más clara a la crisis del héroe antropocéntrico en artes
más literarias, de lo cual muchas tonterías quedan por decir.
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