domingo, 7 de abril de 2013

Los inicios


Una escena de duelo. Presentes cariacontecidos. Cuarto pequeño, luz leve, indirecta. Se comparten expresiones de dolor en voz baja, cuyos oyentes asienten con la cabeza o con otras expresiones, cuyos oyentes asienten. Un niño, de nombre Jaime, está sentado en una de las feas sillas de plástico, y mira cómo sus pequeñas piernecitas dan pataditas en al aire, primero una, y luego el otra, y vuelta a empezar. Su ánimo también está sombrío aunque, claro, él sabe mucho menos de estas cosas. A su alrededor se recuerdan momentos, aunque muchos de los que están en la habitación no se encuentran con ánimo como para recordar y participan de otras conversaciones o de otros mutismos. Pero junto a él, en la esquina en donde se encuentran, la memoria surge como un caudal incontenible, como algo que tiene que suceder, y Jaime escucha anécdotas que jamás hubiera imaginado, facetas que nunca pudo valorar de la personalidad de quien los ha congregado allí. Él es un chico duro, pero se le resbala una lágrima de corto recorrido por la chata nariz, y siente que esos retazos del pasado son lo único colorido, vivo, auténtico, la única corriente de aire que sopla en la difuminada habitación de luz suave, respetuosa.

Esa misma tarde, anocheciendo, Jaime está en el patio del tanatorio, lleno de macetas cutres, junto a la capilla donde mañana se celebrarán los oficios.  Se le saltan las lágrimas, pero no son del mismo tipo que aquella solitaria mota que perló su rostro esa mañana. Son lágrimas menos saladas, más de riachuelo que de mar. Son lágrimas de risa. Ríe, ríe a carcajadas. ¿Cómo se explica esta risa ahora, en un día infausto, de horas dramáticas, cielos nublados y pensamientos de urraca? ¿De qué puede uno reírse en un momento así? ¿Es desacralizadora esta risa, es ofensiva?

No, no lo es, porque la explica otro infante que se encuentra a su lado. Es su primo, su primo favorito, al que hace dos años que no veía, y, con todo, no por ello lo ha olvidado ni le guarda rencor. Es su primo predilecto, aunque vive muy, muy lejos, y sólo ha tenido la oportunidad de volver ahora, en ocasión del duelo, porque, como ya se sabe, los humanos son los únicos animales capaces de moverse más por los muertos que por los vivos. Y en el seno de la tragedia surgen la comedia, las bromas, las imitaciones, las historietas, y los dos niños ríen sin parar, bañados por la luz de las primeras estrellas.

La aparición del primo lejano explica las risotadas, explica la alegría, el buen humor. Quizás si el primo lejano no hubiera venido Jaime estaría aún mirándose las rodillas, habría llegado a profundas y dolorosas conclusiones sobre el sentido de la vida y lo que viene después, o estaría evitando pensar a base de devorar cómics de superhéroes. Nunca se sabrá, porque el primo lejano llegó, y con él una parte indisoluble de la historia se realizó y ahora es imborrable. Hizo falta introducir un personaje nuevo para explicar el nexo entre dos estados de ánimo, la explicación del contraste, porque si no hubiera llegado el primo y Jaime hubiera reído igualmente, solo en su cuarto, a él mismo le habría parecido extraño. Se encontraría preguntando qué sentido tenían esas risas sin sentido en un día como ese, un día de cielos nublados y pensamientos de urraca. Pero el primo lejano llegó, y no llegó solo: con él trajo una explicación, algo que hizo que las conciencias del lector y del personaje se sintonizaran al unísono en la misma paz y no necesitaran preguntar nada.

No obstante, sí que levanta interrogantes: ¿qué ocasionó que este primo lejano viniera? ¿qué permitió que esta vez sí pudiera compartir un rato en el pequeño jardín con su primo amigo? A su madre le concedieron unos días libres en el trabajo. Ella ya había estado ahorrando para ir al pueblo natal, pero los acontecimientos precipitaron su viaje. ¿Por qué había decidido ahorrar la madre del primo lejano, precisamente ahora? ¿Por qué decidieron sus jefes darle días libres en el trabajo? ¿Cuál es la relación de parentesco o amistad que guarda con la persona motivo del duelo? Se podrían aclarar estas y muchas otras cuestiones, hasta que no quedara nada sin resolver. ¿Es imposible que no queden cabos sueltos? No. Yo puedo dar como última explicación que una serie de criaturas invisibles juegan a mover a los protagonistas como fichas en un tablero y el asunto quedaría clasificado, al menos en lo que a la historia del duelo y el patio lleno de macetas cutres respecta, aunque se abrirían otras puertas.

Cuando ese mundo que ahora está anocheciendo sobre el patio se cierre de esta manera sobre sí mismo, gracias a la hipótesis de los ajedrecistas, Jaime tendrá razón al no preocuparse por reír en un momento u otro, porque habrá una explicación clara para cada uno de sus actos. Él creerá que actúa con prudencia, en relación a lo que se va encontrando por el mundo, a las personas que va conociendo o las conclusiones a las que va arribando. Le parecerá normal un día ver a su querido primo y echarlo entero a su lado como dos viejos compadres y no volver a verlo en otros cuatro años, porque habrá una explicación para ello. Le parecerán verosímiles esas historias que oía sobre el carácter de la persona que motivó los oficios, aunque no podrá ya corroborarlas, porque  al menos provenían de individuos que habían sido testigos de los hechos. Si esas historias le llegaran de otra parte no las creería, probablemente. Si se las dijera un compañero de clase que nunca tuvo el menor contacto con esa persona y coincidió poco tiempo con ella sobre la tierra, le diría que se inventa paparruchas. Si se le ocurrieran un día de puro aburrido y de buenas a primera, las descartaría como fantasías febriles.

Si la persona fallecida pudiera dar su opinión y dijera que esas historias son mentira por esto y por aquello, piensa que le haría caso a ella, puestos a elegir. Pero como no ha podido dar su opinión -por motivos evidentes- las cree, y actuar de otro modo sería menos razonable, porque tiene suficientes explicaciones como para convencerse de su verosimilitud. También tiene suficientes explicaciones como para convencerse de que es normal que su primo exista sólo un día después de dos años, que la imagen de su padre llorando haya existido esta mañana por primera vez, que las risas del jardín no sean una afrenta terrible. Porque hay criaturas que mueven las piezas para asegurar que todo sea de una manera y no pueda ser de otras, y esas criaturas soy yo, el que escribe sobre la tarde ya estrellada y la habitación de luz aún respetuosa.

Pero en la vida real yo sólo escribo mi reacción a los acontecimientos, mi parte del contrato, no lo que me sobreviene, eso ni lo escribo ni, la mayoría de las veces, lo suscribo. Y las risas de la vida real también requieren una explicación, aunque uno no piense en ello en esos términos. Pero aquí uno no se puede inventar esa explicación, no se puede postular que se deban a tal o cual. Las explicaciones las tiene que traer la vida misma, como las cosas que explican, y a veces el primo lejano no viene, no aparece de repente para salvar la situación, y entonces uno se inquieta por la carcajada que acaba de proferir, y se empieza a hacer preguntas, cada vez más turbadoras. Y empieza a ver los rostros, voces, sentimientos, paisajes, como lo que son. Imágenes planas que van desfilando. Escenas que se van sucediendo, un torbellino que no pararía aunque uno no hiciera nada, risas, jardines, habitaciones, playas que se han vuelto un idioma extraño, una sucesión constante, ciega, imparable, industrial. Y entonces, oh, sí amigos, entonces uno se siente incómodo en su comodidad, como en las espaciosas cámaras de un matadero belga.

Y cuando una persona llegara en el momento justo, cuando cayera del cielo para darle sentido a todo lo que está pasando ¿cuánto de explicación habría realmente? ¿cuánto de azar? ¿cuántas voluntades ocultas tras el hecho? ¿quién me dice que cuando vino mi primo a contarme chistes su madre no le había pedido que lo hiciera, para que yo no me quedara esa tarde triste, pensativo, amargado? ¿Quién me asegura que su madre no se pasó esa mañana por mi clase del colegio, aprovechando que yo no iba  a ir a causa del entierro, para preguntarle a mis amigos qué clase de chistes me gustan y escribir una lista? ¿Quién pone la mano sobre el fuego para jurar que luego no hizo memorizar a su hijo esa lista, so pena de quedarse sin merienda si lo hacía mal?

¿Y por qué querría que yo no sacara conclusiones sobre la vida? ¿Por qué nadie parece querer que saques conclusiones? ¿Acaso las verdaderas explicaciones los dejarían a todos y al mundo en mal lugar? ¿Acaso demostrarían su cobardía, hipocresía, malicia, estupidez? ¿Para eso miles de año ingeniando running gags y golpes de efecto? ¿Para eso se inventaron los leperos, los gallegos, los belgas, los Ostfriesen…? ¿Merece la pena volcarse a ello y olvidar la superficie? Oh, amigos, decidme, ¿reímos nosotros también? ¿Reímos con nuestro protagonista y su primo Ambrosio, cuyo nombre es responsable de las únicas lágrimas felices vertidas aquel día? ¿Reímos antes de que lleguen los oficios y haya que mostrarse cariacontecido? Oh, queridos, ya habrá tiempo de mostrarse cariacontecidos ¿quién nos dice que en los próximos oficios no tendremos que mostrarnos así a la fuerza, por resultar nosotros designados por el destino como el involuntario homenajeado, el cumpleañero celebrado por sorpresa, el alma de la fiesta?

Y Ambrosio dijo:
-Bueno, Jaime, volvamos ya, que seguro que nos están buscando.
-¿No te gustaría quedarte al velatorio?
-No, tiene pinta de ser aburridísimo. Supongo que sólo está bien los primeros cinco minutos.

Y con eso último sugirió una verdad más grande que lo que se puede sugerir.

Los dos chicos volvieron a entrar en la penumbrosa sala, con paso decidido . Todo seguía igual que antes. El de la caja parecía animado en comparación con los presentes. Todos cabizbajos, aislados, sentados lejos los unos de los otros, habían agotado hacía horas todos los temas, todas las lágrimas. Frente a Jaime se plantó una amiga de sus padres a quien no recordaba cuándo vio por última vez.  

-Oh, Jaimito, Jaimito, cariño mío –lo abrazó contra su generoso busto- lo siento, lo siento.
-No, mejor no lo sientes. Déjalo tumbado, que así parece cómodo- señaló Jaimito con una voz alta y clara, y pegó una sonora carcajada.
-¿Pero qué dices, Jaimito? ¿Estás bien?
-Me refería al fiambre- dijo Jaimito, sonriente.

Todos murmuraban.

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