jueves, 11 de abril de 2013

Cine en exteriores


La industria de la cultura nos suele mostrar un amor introducido en un contexto de aventuras, de sucesos espectaculares, insólitos o dramáticos, para que nosotros (que no conocemos la aventura pero sí el amor, o la implementación imperfecta de esos ideales de novela en la fangosa tierra de la carne mortal) empaticemos mejor con los aventureros que se adentran en lo extraordinario. Contemplar sus peripecias suele contener un trasfondo inconsciente de frustración bajo la admiración y el deleite. Esa frustración procede del vínculo que hemos entablado con los personajes, y de ese mensaje que parece escrito en un letrero de neón instándonos a aplicar la enseñanza o moraleja de la obra a nuestras vidas, a que nos realicemos en nuestras insignificantes rutinas paralelamente a como lo hace el héroe en la suya. Aprendemos el valor de la lealtad, de la amistad, de la magia, del amor verdadero. Creemos que ese deje humano es lo que buscamos en una obra, aparte de la consabida dosis de acción o tiros, creemos que el arte sirve para ayudarnos a entender nuestro mundo, pero lo que realmente nos fascina no son los hechos dramáticos en sí o la enseñanza a aplicar, sino el simple hecho de que el drama, lo insospechado, tenga lugar, y de que aparte de su pequeño mundo humano el protagonista tenga un gran mundo interesante, intenso, quimérico al que acudir.

Ahí radica nuestra continua necesidad de escapismo, que es aprovechada por los creadores para producir continuamente burdas catarsis en las pantallas, en lugar de sembrarnos de la necesidad práctica de alcanzar algo más. Pretendemos emular lo visto a tenor de su moraleja, o bien, en casos ya extremos, imitamos dejes o maneras de los personajes (incluso nos disfrazamos de ellos), y hacemos como si ese mundo en el que viven, al que le hemos cogido tanto cariño, fuera parte del nuestro, tratando de adecuar a una parte de nuestra vida la filosofía que hemos aprendido en la ficción. Pero esa enseñanza de fuentes imaginarias  nos dificulta ver las oportunidades que flotan sobre nuestras cabezas: distorsiona la visión de nuestra moraleja. Es mejor guardar dentro los mundos fantásticos en los que se ha vivido como una galería de cuadros a los que se les puede dar la vuelta, ya que son algo muy peligroso (si no, que le pregunten a Rod Serling).

¿Tiene sentido entonces crear ficción con mensaje, algo que escape del superfluo esteticismo? Quizás sólo el de expresarse, o crear la ficción como medio para demostrar el mensaje, esto es, activar en el espectador sensaciones propias o reflexiones asociadas a hechos vividos, para lo que desde luego no debería servir es para que, por el hecho de haber sido impactado por la historia, las emociones y los personajes, el espectador lleve a tal extremo esa simpatía como para dejar pasar las ideas y modelos implícitos. A veces no es consciente, ni en el autor ni en el espectador, esa fina línea que separa el noble arte de contar historias del vil arte de dotar a lo imaginario de poder sugestivo. Para perpetuar el ciclo no hace falta una mente malintencionada.

Aun así, existe un nivel aún más básico de mentira, que es el que nos repetimos cada vez que nos decimos, por ejemplo, que vamos al cine a ver una película. Son muchas las maneras de tragar la propia saliva cuando nos urge apagar la sed eterna del cóctel de afectos y aventuras, que existe en el protagonista pero también en nosotros, en el que la aventura aporta la perpetua adicción y el amor la perenne satisfacción, aunque en ambos casos se suele cumplir que el monte conquistado es tierra yerma a los ojos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Licencia Creative Commons
El Yugo Eléctrico de Alicia se encuentra bajo una LicenciaCreative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 España.