martes, 4 de marzo de 2014

Tardes con una pelirroja (V)



Tal vez se fue lejos, junto a los astros, con un escueto maletín de piel. La razón es que me dejó mucho antes de la estupidez de nuestro último adiós en la cocina. Junto a esa dulzura amarga, como por casualidad, me sirvió el poso del último oloroso, dándome a beber en su vaso de cristal de bohemia la asfixia de sus penas. Yo tragué de un sólo sorbo y me quise acostar con ella una vez más. Sin importar que no pudiera mantener mi dignidad, fui el nervio de la cola amputada de un lagarto. Una última tira cómica donde almacenar mi rabia. Entonces se marchó. Yo la esperé. Luego busqué mi hombría por la casa, para que en su regreso la recibiera mi piel de hombre. No lo encontré. Bajé a la esquina a por un disfraz adecuado. Enfermera, guerrillero sudamericano, Nosferatu, esqueletos luminosos... y qué más da si esto es el fin. ¿Me dejará intentarlo una vez más? Con mi nueva diadema de pene erecto, pretendía consumir el último cartucho en mi guerra particular. Me sentía protegido sentado en el recibidor de casa. Ella tenía que volver a por sus pertenencias. Fumé cuatro cigarros, pensé dos veces en lo mortal de la caída desde el balcón, una vez en el amor, tres veces en ella y cinco veces en su sexo. Preparé café con dificultad por la traba de mi indumentaria, que impedía desenvolver la naturalidad adecuada para preparar un expreso. Bebí despacio mientras contemplaba la evolución de la tarde. Tuve miedo. Entonces sonó el teléfono. Era Laura, la amiga gilipollas. < Carlos, Ana está destrozada, va a pasar la noche en mi casa, necesito su neceser. En una hora nos vemos en Noviciados> Imbécil. Ahí estaba yo preparando el neceser para aliviar los llantos de Ana con un falo encima de mis orejas. Extraje el pintalabios, un rímel y su cepillo. Quizás existan cielos que yo jamás veré, pero ese día caminaba una verga por las cruces de Madrid. Laura estaba sentada leyendo a Bolaños, actuando como si mi apocalipsis nada tuviera que ver con ella. Le di el neceser. Buscó el rímel, un pintalabios y un cepillo. Aparentemente complacida le dio por mirar mi ridículo <Eres demasiado raro para ella> No supe que contestar. <Mediarás para que esto se arregle, ¿No? Laurita.> Se negó tajante. Se despidió. Yo no quería volver a a casa. Tomó el metro. Yo la seguí. Media hora más tarde las dos comían un sándwich americano cerca de Argüelles. Ana parecía reír. Quizás vaticinaba los acontecimientos venideros. Mi pene falso expió a Ana, largo rato. Hasta que decidí abordar el barco enemigo. <Te amo> <Hasta nunca, lagarto> disparó Ana. Me estuve corriendo hasta llegar a casa y encontrar mi auténtica cola de rata en un vaso de vino Jerezano. Tras confrontar diversas declaraciones, quedó establecido que, por una causa o por otra, entre las doce y la una y media, allí no hubo nadie.

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