domingo, 16 de marzo de 2014

Resultados de hacerse el tonto



He demostrado por una deducción retorcida que hasta los más serios son niños por dentro, y lo he probado muchas veces, tal es mi gusto por arruinar la propia imagen. Las instrucciones son sencillas: actúa de forma infantil con alguien que espere de ti un comportamiento maduro. Verás que, si te sigue el rollo, empezará a hablarte como si hubiera alguien escuchándole. Dirá tonterías, pero con un retintín que parece dirigirse a un auditorio invisible. Si hay gente presente, lanzará miradas y sonrisas cómplices y exagerará todavía más lo que digo, pero también lo hará estando solo. 

Entonces uno se pregunta, dentro de lo que su actuación le permite a la reflexión: ¿Por qué parece tomar entonces especial cuidado en la imagen que está ofreciendo y en otras ocasiones ni se molesta en controlarla aunque sepa que es pésima? ¿Por qué parece estar volcándose a una entidad externa, juez de la situación, para que entienda que, por su parte, todo es teatro? ¿Acaso tiene miedo de perderse en la lógica del sinsentido, acaso teme disfrazarse de crío?


No es que lo tema, es que ya lo es. Parece que si tu interlocutor se dirige a un adulto imaginario sin que éste aparezca por ningún lado es porque se está dirigiendo al adulto que hay en ti, está como diciendo con cinismo “oye, que no me timas, que soy consciente de que esto es una farsa”. Pero esa ostentación de la propia conciencia de la situación debiera ir desapareciendo con el tiempo una vez se demuestra inútil, y sin embargo se mantiene largo y tendido, lo cual nos hace intuir que el control de su imagen obedece más a un principio interno y arraigado que a la exigencia de mantener las apariencias ante ti, la defensa de las cuales, una vez pasa el tiempo y no hay cambios, suele perder la fuerza. 


Esto es así porque en realidad se está dirigiendo a su propia adultez. Es a su adultez a quien trata de clarificar en todo momento la farsa, para no perderse en los vericuetos del rol que ha tomado. Y, si es su adultez el receptor, es porque el emisor, lo que está operando y actuando en la base, no ya es su yo adulto. Tu interlocutor se vuelca y sitúa en esa intencionalidad, en esa transmisión de sentido hacia la persona ficticia de su madurez, sin reconocer que, por el mero hecho de hacerlo, se está delatando como “lo otro”, es decir, lo niño. 


En resumidas cuentas, en cuanto te infantilizas ante un adulto encuentras en él, con frecuencia, a un crío que ha sido despojado de su madurez a la primera de cambio, que parece haber esperado a la mínima oportunidad para ponerse en el lugar del inmaduro, aunque su conciencia se dedique a subrayar su madurez en todo momento. 


¡Por el contrario, qué escasos son los adultos que pueden jugar sin complejos a ser niños! 


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