sábado, 18 de octubre de 2014

De Adornos contemporáneos (III)



¿Estamos ante una decadencia generalizada de la producción artística? En absoluto. Simplemente, las artes plásticas se encuentran en flagrante decadencia frente a otras (cine, música, literatura, cómic…) que han aglutinado la inquietud artística de la segunda mitad del siglo. La tradicional preeminencia de las “bellas artes” -hasta el punto de convertirse en sinónimo de “arte” a secas- se debía a la mayor exclusividad de su objeto, que ha sido dinamitada por la época de la reproductibilidad técnica. Hoy pueden haber quedado, frente a las otras, como reducto de lucro fácil y desvergonzado para personas sin musa. Ni siquiera el denominado “arte contemporáneo”, considerado el conjunto de su producción, excluye a creadores que, al no desgarrar tan bruscamente los cánones, al no plegarse a los veleidosos dobleces de la vanguardia, habitan lejos del gusto por lo rompedor de la crítica y del juego snob que facilita el apoyo de los gobiernos, siempre interesados en promover el arte contemporáneo en exposiciones y ferias internacionales. La subvención de la transgresión, aparentemente paradójica respecto de los poderes públicos, tiene sentido en tanto que parte de un movimiento mayor de neutralización de lo radical mediante su absorción. Así el “indie”, así el “cine alternativo”, así la reutilización actual, que disgrega todo el sentido originario, de términos como “bohemio”, “moderno” o hipster.

Dentro de la lógica fagocitadora del dragón tardocapitalista, Theodor Adorno salvaba únicamente el potencial negativo en ciertas producciones que él consideraba inasequibles al sentido y la apropiación por parte del sistema, como el absurdo y el horror radicales de Beckett o Kafka. El peligro es que esas producciones, históricamente revulsivas, ya no lo sean tanto. Samuel Beckett llevó a escena el nonsense inarticulado como reflejo de un mundo cuyo derroche de sentido y articulación lo había vuelto inhabitable. En una época que se comenzaba a tomar conciencia de esa situación, supuso un revulsivo para cualquier espectador que sintiera la crisis espiritual fin de siècle. Sin embargo, en el siglo XXI ese mismo absurdo comparte rasgos con los memes de internet, donde predominan la acidez no corrosiva, la crueldad incruenta. En lo que respecta a la generación virtual, la conciencia del sinsentido social, de la ausencia de escapatoria de un mundo alienante y superadministrado, está tan asumida que el absurdo nihilista se instituye como uno de los principales paradigmas humorísticos.

Su inevitable condición supraestructural, su destino como espejo epocal, como síntoma histórico más o menos desvelado, tal vez escape al grado de autorreflexión, de voluntariedad respecto de sus propias determinaciones que el arte ha logrado con tanto esfuerzo. El arte contemporáneo a menudo se cree subversivo por imitar a su enemigo. Considera que un blockbuster, con valores ideológicos en segundo plano y de articulación muy compleja, celebra con más jolgorio la sociedad de consumo que la elevación a los altares de fragmentos de intrascendencia. La ilusión de autonomía es como si, ante la estandarización de las producciones humanas, la obra de arte repitiera lastimeramente en su delirio “mi reino no es de este mundo”, como si, en esa producción en la que voluntariamente se inscribe, ante la marejada de objetos de consumo, de sobras, basura, chatarra y obras sospechosamente similares, suplicara con la canción: “que se mueran to’ los feos y me dejen a mí de muestra”. [1]

Que el arte deba ser completamente inhumano, extraño respecto del sujeto y del mundo, no implica que carezca de expresividad. Para Adorno, “el criterio central es la fuerza de la expresión mediante cuya tensión las obras de arte hablan con un gesto sin palabras. En la expresión se revelan como cicatriz social; la expresión es el fermento social de su figura autónoma”. [2] Es necesaria la articulación significativa de la mímesis, el sentido que proporciona “ese carácter lingüístico del arte que hoy parece estar desapareciendo”. [3] Ante lo imperioso de ceder, más tarde o más temprano, a la comunicabilidad, ¿cuántas décadas se puede vivir bajo la consigna de John Cage: "Ningún tema, ninguna imagen, ningún gusto, ninguna belleza, ningún mensaje, ningún talento, ninguna técnica, ninguna idea, ninguna intención, ningún arte, ningún sentimiento"? ¿No sugieren esta ristra de negaciones una conciencia de transitoriedad, un privilegio egoísta, un “yo puedo hacerlo, pero si todo el mundo lo hace pierde su gracia”? 

El antiarte necesita sofrenar la visión de conjunto para no percatarse de su poca originalidad, necesita mirarse el ombligo, imbuirse de un solipsismo individualista acorde con el de las células de la sociedad interconectada.  No sólo se introduce en una espiral autorreferencial narcisista, donde las obras, si no hablan de la posibilidad o imposibilidad del arte, hablan de otras obras, sino que, desconsiderado como la conciencia infantilizada de la que brota, permite una gran desigualdad entre el abusivo peso teórico que requiere para mantenerse y lo que tiene que ofrecer. Y lo que propone ese suplemento hipotético no es el “anti-“, relegado a la evidencia de su propia insignificancia sensible, sino el “-arte”. [4] Tal vez sea exigir demasiado.  ¿Cuál es la salida de este pozo, sorprendentemente sin fondo? ¿Declararse anti-antiarte, como hace hoy el colectivo stuckista, sin por ello perder la inspiración paródica (y, pese a sus airadas proclamas, netamente posmoderna)? ¿Hay vida más allá de la negación reiterativa de esas convenciones que se extinguieron en torno a 1915?  ¿O será que esa negación engulle, por la puerta trasera, otra clase aún más peligrosa de convenciones, de dinámicas mercantiles?

¿No es la obsesión baudelairiana por la originalidad, por la novedad, por lo rompedor (introducción de la presión desaforada del mercado en el modo de formación de la obra) la  absorción de la necesidad burguesa por la novedad constante en otro ámbito de la cultura? ¿No es víctima el arte elevado de la misma obsesión por la transitoriedad perenne que afecta a la publicidad del capitalismo tardío? No ya por el carácter efímero de ciertos materiales e instalaciones, sino por la frenética sucesión de estilos, que casi aventajan a las temporadas de la alta costura. Por muy originales que fueran en sí esta o aquella infracción del gusto, cuando la transgresión es lo único aceptable todas dejan de surtir efecto.

Sin embargo, no todo el arte contemporáneo es antiarte, ni aspira  a la extrema radicalidad. La fusión del mundo del arte con lo externo a él puede adoptar un carácter más constructivo. Por ejemplo, el heterogéneo colectivo Fluxus pregonaba sus esfuerzos “por conseguir la calidad monoestructural y antiteatral de un mero acontecimiento natural, de un juego o un gag", y se describía como "la fusión de Spike Jones, el vodevil, el gag, los juegos de nichos y Duchamp". [5] Esta enumeración nos aclara qué dote suele aportar el “arte” en ese maridaje con el mundo exterior: de nuevo Marcel Duchamp, es decir, el arte que ya ha dejado de serlo. En ese caso, más que de “arte y vida” deberíamos hablar de combinar “vida y vida”, o, mejor aún, “vida y basura”. Si el arte en sentido autónomo está muerto y enterrado, ¿qué interés hay en seguir utilizando el término para explicar las obras, aparte de asegurar el negocio de unos cuantos? ¿Por qué no cerrar finalmente la puerta y tirar la llave?



Notas:


[1] Miguel Ángel Rodríguez “El Sevilla”, Que se mueran to’ los feos en “Más de 8 millones de discos vendíos”, DRO East West S.A., Barcelona, 2002, v. 28.
[2] Th. W. Adorno, Teoría Estética, Akal, Madrid, 2004, 314.
[3] Íbid., 367.
[4] "Hay que distinguir estrictamente el contenido de verdad de las obras respecto de toda filosofía introducida por el autor o por el teórico; hay que sospechar de que ambas cosas son incompatibles desde hace casi doscientos años” (TE, Akal, 453).
[5] VVAA, Arte desde 1900, Akal, Madrid, 2006, p. 458

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