miércoles, 8 de octubre de 2014

Relatos de Terror (I)



Hace tiempo que nada se oye en los aledaños de Matalavera. Parece que la vida se estancó y que la última voz se ahogó bajo las aguas del viejo pilar. Ahora todo es silencio, una quietud pasajera sobre la atmósfera enrarecida por el azufre de una antigua mina cercana. Y es que son pocos los viajeros o comerciantes que aventuran dar un paso por la estrecha senda que se aparta de la gran vereda. Sobre el escueto camino, afilados guijarros, propios de la explotación milenaria, se apilan borrando el trazado y no es extraño que algún sensato intuya, tras los primeros metros, algún mal presagio para dar de inmediato media vuelta. La frondosidad salvaje se cierne en un abrazo íntimo al viajante, que a poco pierde la noción del espacio y se limita a avanzar tras su pies en dirección al norte de su propia brújula, ya que ni los más avezados en técnicas de orientación consiguen atinar en aquella oscuridad vegetal, dónde no hay espacio para el sol o las constelaciones. No son pocas las historias de los mil ojos que el loco aventurado ve, o cree ver, como siluetas aferradas a la maraña de tallos espinosos. Esos ojos que miran tan solo en un instante para perderse en la perpetuidad del tiempo. Son estos luceros los que confirman el completo desconcierto, evocando las primeras conductas temerarias que a menudo conducen a tempranos desenlaces. Y es entonces cuando aparece la presencia. Una presencia constante que acompañará al caminante hasta el primer claro. Desquiciante como un alma perturbadora, como una humilde atesorada de la muerte más dolorosa. Susurra aterradores relatos desde la más misteriosa perceptibilidad. En una humedad insoportable el condenado obtiene su primer descanso. Junto a un pilar blanco como la cal hay un viejo roble vestido con el musgo de los años. Allí podrá tomar respiro, refrescar su garganta y ver de nuevo luz del sol. Aunque trastornado, producto de un sencillo narcótico, la luz radiante se vuelve gris y el paisaje se dibuja con un sobrecogedor blanco y negro. Con la peculiaridad del nuevo entorno se refleja con gran detalle el poblado de Matalavera. Imperante sobre una pequeña colina. Colina por la que bajan decenas de criaturas semihumanas. Como carneros desnudos, terriblemente deformados por causas ajenas a cualquier desarrollo natural. Entonando berridos de júbilo, aparentemente ágiles, sortean los obstáculos del camino. Sumido un insomnio el excomulgado trata de sostener la vida en el cañón de su arma. Pero sin consuelo, el aterrorizado comprende su rápido final, cuando sin apartar la vista de aquel pilar tan blanco como la cal del que no emerge nada perecedero, recurre a una solución honorable. Sólo si aún la fortuna le guarda cierta estima.

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