En 2001, una
pieza de Damien Hirst, uno de los artistas vivos más cotizados, acabó en la
basura por gracia de un limpiador de la galería Mayfair de Londres. Se trataba
de tazas de café, ceniceros, periódicos, botellas vacías y desperdicios de
semejante laya. Como señalaron Kuspit y las carcajadas del “artista” al oír la
noticia, “el limpiador era evidentemente el crítico acertado”. [1] Idéntico
enfrentamiento se estableció en 2004 entre una bolsa de basura de Gustav
Metzger y una osada limpiadora. Es como si desde fuera el mundo del sentido
común, el de las personas corrientes, asediara inconscientemente tanto dislate,
al son de: “¡Ya está bien de tomarnos el pelo!”.
Tras la
diversidad visceral del avant-garde clásico, tras el paso de
gigantes como Picasso, Matisse, Dalí, Kirchner, de Chirico, Magritte y tantos
otros, parece que a fin de cuentas “este siglo sangriento, revolucionario, contradictorio,
ha sido básicamente un burlesque Duchampiano-Beckettiano” [2].
Cualquiera que conociera esos tiempos podría asegurar que “si, en 1953, alguien
hubiera dicho que cuarenta años más tarde el trabajo [de Duchamp] sería
considerado más importante que el de Picasso, esa persona habría sido vista
como un demente. Et pourtant…”[3].
Indudables son
los méritos del iconoclasta francés, aunque no reuniera las credenciales para tan desmesurado honor.
Resulta además, de todos los citados, el
de continuidad más paradójica. Con toda seguridad, la “indiferencia estética”
de la que se jactaba a menudo no era en el fondo tal: su objetivo era más bien
un atentado contra el buen gusto. Ese gesto, mil veces comentado pero aún hoy
escalofriante, de presentar un urinario bajo pseudónimo a la exposición de
Artistas Independientes de 1917, nos sobrecoge porque el artefacto, pese a las
apariencias, no surgía de un afortunado azar, no había sido seleccionada al tuntún
entre todos los objetos fabricados por el hombre; se trataba más bien de un
ataque fríamente calculado contra el paladar imperante.
Cuarenta años
más tarde, es innegable que las acumulaciones de chatarra de Rauschenberg o
Dine se encontraban mucho más cerca del gusto de su tiempo, que ya había
absorbido en parte la (anti)estética de lo informe, de la basura, el tiesto entronizado,
y qué decir del nuestro. Comúnmente se atribuye a Duchamp la siguiente
reflexión (en realidad la firmó Hans Richter, que tal bailaba)[4]:
“Ese neo-dadá que ahora se llama nuevo realismo, pop art, montaje... es una
distracción barata que vive de lo que hizo dadá. Cuando descubrí los ready-made,
esperaba desalentar ese carnaval de esteticismo. Pero los neodadaístas
encuentran un valor estético en los ready-made. Les arrojé el
portabotellas y el orinal a la cabeza como una provocación, y de pronto ocurre
que ahora admiran la belleza en esos objetos”. Posiblemente la provocación no
perdió su sentido tras Duchamp, sino tras la primera infracción que
éste cometiera. ¿No toca ya recoger la basura, como hicieron esos heroicos
limpiadores anónimos? ¿No viene siendo hora de retirar de los museos todos esos
tiestos banales que los copan y dejar sitio para nuevas piezas que no sean
obligatoriamente horribles?
En opinión de Peter Bürger, “una vez que la escurridera firmada se acepta en los museos, la provocación no tiene sentido, se convierte en su contrario. Cuando un artista de hoy firma y exhibe un tubo de estufa, ya no está denunciando el mercado del arte, sino sometiéndose a él […] Cuando la protesta de la vanguardia histórica contra la institución del arte ha llegado a considerarse como arte, la actitud de protesta de la neovanguardia ha de ser inauténtica. De ahí la impresión de industria que las obras neovanguardistas provocan con frecuencia”. [5]
En opinión de Peter Bürger, “una vez que la escurridera firmada se acepta en los museos, la provocación no tiene sentido, se convierte en su contrario. Cuando un artista de hoy firma y exhibe un tubo de estufa, ya no está denunciando el mercado del arte, sino sometiéndose a él […] Cuando la protesta de la vanguardia histórica contra la institución del arte ha llegado a considerarse como arte, la actitud de protesta de la neovanguardia ha de ser inauténtica. De ahí la impresión de industria que las obras neovanguardistas provocan con frecuencia”. [5]
Y no sólo las
obras dan esa impresión. En lo concerniente al sujeto podemos añadir
que el pasado siglo lo fue de Salvador Dalí, afortunado buscavidas que logró
reconciliar momentáneamente la entelequia del genio y las exigencias del show
business. Al surrealista catalán lo salvó su gran conservadurismo en el
plano artístico y (característica que lo emparenta con Duchamp) su aún mayor
cinismo en lo privado. En cierto modo, la estandarización de la transgresión,
el alzamiento de lo antiestético a estética oficial, de la provocación como el
comportamiento más predecible, tiene mucho de ese “individualismo de masas” que
Gilles Lipovetsky achaca al capitalismo tardío.
El estadio final de la
liberación del artista, al fin liberado de las convenciones, de la Escuela, el
Estilo, la Representación, inclusive la Moral y el Buen Gusto, no podía
desembocar sino en autoindulgencia y patochada exhibicionista, semejante en
mucho a la que en medios de menor prestigio consigue alimentar a familias
enteras de celebrities. [6] Sin
embargo, en este caso la desfachatez se recubre de todo lo que la precede, de
la ideología decimonónica de la que se desligó, para poder vender la moto. La
particularidad, la distinción, la impronta del genio romántico se reduce a su
imagen de marca, su comportamiento, su lenguaje: si no hay talento, que haya
talante. La actividad fundamental del post-art es… el posar.
Es una obviedad que cuando todo es arte nada lo es, y, si el pelo platino de
Warhol, las corbatas de Gilbert y George o los morros rebeldes de Tracey Emin
son tanto o más significativos que sus obras, tenemos razones para creernos en
poco más que un hórrido entertainment de clase alta. El “rebaño
de las mentes independientes” del que hablara Rosenberg parece introducirse en
ese “mercado de personalidades” que en la economía mercantilista diagnosticara el doctor Fromm. [7]
Notas:
[1] Donald Kuspit, El fin del arte, pg. 66.
[2] Brooks Adams “Like
Smoke: A Duchampian Legacy,” en Christos M. Joachemides and Norman Rosenthal,
eds., The Age of Modernism. Art in the 20th Century, Ostfildern: Hatje, 1997 [cat. exp.], p. 321.
[3] Pontus Hulten (ed.), Marcel Duchamp, Bompiani, Milán, 1993
[cat.exp.], p. 19
[4] Thomas Girst, (Ab)Using Marcel
Duchamp: The Concept of the Readymade in Post-War and Contemporary American Art , en “Tout Fait:
The Marcel Duchamp studies online journal”, vol. 2 /issue 5, abril 2003.
[5] Peter Bürger, Teoría de la Vanguardia, Ediciones Península,
Barcelona, 1987, pg. 107.
[6] “La idea vanguardista de fundir arte y vida acabaría siendo una mina de oro
para los medios de comunicación y la prensa escrita. Convertida en espectáculo,
la vida real irrumpió con toda su carga de frivolidad y vulgaridad en los
programas del corazón, la prensa rosa y los tabloides. […] La vida no se convirtió en arte, se convirtió en el espectáculo más
lucrativo de las últimas décadas, y la aceptación del mundo, la cotidianidad,
la vida real, el humor, la ironía, la rebelión, el disparate –todas las
propuestas de la vanguardia- fueron asimilados y explotados comercialmente. Eso
sí, la estructuras de la sociedad siguieron exactamente iguales . Lo que cambió
fue la cultura y los valores que la sustentaban. Empaquetados en programas de
entretenimiento con formato de reality, talk show, programa del corazón,
magazín, concurso absurdo (Fear Factor) o sátira política, hoy reinan la
banalidad, la cotidianidad, la pornografía (sexual y emocional) el humor, el
hedonismo y la rebeldía y la iconoclastia. […] La herejía de los yippies, en
lugar de debilitar el sistema, le dio a la audiencia masiva la dosis de
rebelión que le permitía seguir cumpliendo puntualmente con sus rutinas
laborales. Era la pesadilla recurrente de Debord. El rebelde mediático se
convertía en un espectro con el cual cada adolescente se podía identificar, in
tener que dar ninguna lucha en la vida real más allá de adoptar su atuendo, sus
gustos y sus actividades ufanas y contestatarias” (Carlos Granés, El puño invisible, Taurus, Madrid, 2011, p. 353-354).
[7] Erich Fromm, Man for Himself:
An Inquiry into the Psychology of Ethics, Henry Holt, Nueva York, 1947, p. 69-70.
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