El
protagonista de la siguiente historia es Mula Nasrudín, sabio excéntrico del Medio Oriente al que se
atribuyen anécdotas, fábulas, proverbios y chistes. La recoge Idries Shah.
"Nasrudín
se cruzó con un mendigo mientras paseaba por el pueblo, montado en su burra.
-Buen
hombre, ¿no tendrías unas monedas que darme? No como desde hace varios días.
El Maestro,
conmovido, resolvió invitarlo a cenar esa misma noche. Preparó un sabroso caldo
de pollo con muchas especias, y cuando apareció el mendigo a la hora
convenida lo recibió con agasajos y le insistió en que se sirviera a voluntad.
Varios cuencos más tarde se despidieron afectuosamente.
Unos
días más tarde, el mendigo llamó a su puerta.
-Amigo
mío, no me llevo nada a la boca desde aquella fastuosa cena que tan agradablemente compartimos. ¿No te
importaría reunir para mí algunas sobras que tengas por ahí?
-Nada
de sobras. Vente esta noche, que voy a prepararte un caldo para chuparte los dedos.
Y de
nuevo hubo banquete.
Pasado
un tiempo, el mendigo volvió a llamar, esta vez acompañado de otro individuo aún más
mugriento, aún más andrajoso, aún más esquelético.
-Buen
hombre, ¿no tendrás algo para mi primo? Como puedes ver, el pobre está peor que
yo.
-No te
preocupes. Venid los dos esta noche a cenar.
Pocos
días después el mendigo se presenta con dos compañeros, a cada cual más
lastimero.
-Este
es mi primo, al que ya conoces, y este es el primo de mi primo, es decir, mi
primo segundo.
Al día
siguiente fue el primo del primo de su primo, al siguiente el primo de éste, y
pronto le dio al anfitrión la impresión de que tenía a todos los mendigos de la
ciudad bajo su techo. Comían en su casa hasta el hartazgo y, cuando acababan,
a las tres de la madrugada, tenía que fregar decenas de cubiertos y cuencos
antes de acostarse unas horas para poder ir por la mañana a comprar el
creciente número de ingredientes que le harían falta en la siguiente cena.
Hasta que una noche se sirvió en todos los
cuencos un caldo aguado y sin sustancia, ni especias, ni los habituales
fragmentos de gallinácea. Empezaron a oírse quejas e improperios.
-¿Qué
es esto, estimado anfitrión? –preguntó cortésmente el primero de los mendigos-
¿Es una broma? Pues juraría que este caldo es casi agua caliente: no sabe a
nada.
-Te
equivocas –respondió Nasrudín- Simplemente, este caldo que tomáis es primo del primo del
primo del primo del primo del caldo que
te serví a ti hace un par de semanas."
Comentario:
El sufismo es la
vertiente mística del Islam, y se ayuda de danzas, ejercicios de respiración y
meditación para alcanzar el recuerdo permanente de sí y de Allah. Buena parte de sus
escuelas son esotéricas, algunas han permanecido ocultas en montañas
impracticables. En ellas la enseñanza se transmite directamente de maestro a
discípulo, bajo el solemne juramento por parte del segundo de nunca divulgar el
conocimiento adquirido.
El secretismo está tan extendido porque, en teoría, las
técnicas, los movimientos, los ayunos que practica el alumno deben ser
supervisados por alguien que los conozca a fondo, si no pueden llegar a ser
peligrosos, desde un punto de vista espiritual o incluso físico. Si ese
conocimiento se divulga puede caer en malas manos, puede usarse de forma
destructiva o autodestructiva. La Verdad debe permanecer íntegra, conservada en
su prístina pureza. De ahí la importancia de la relación maestro-discípulo: en
caso de que la valiosa tradición se filtrase a al gran público, se iría
diluyendo conforme más personas participaran de ella, la malinterpretaran, la
adaptaran, la distorsionaran, la sustituyeran. Cuando el acto de
caridad individual de Nasrudín pretende ser aprovechado a la fuerza por todos los mendigos de la zona, el caldo acaba perdiendo el pollo, es decir, su
esencia. Cuantos más comensales acuden a su mesa, menos sustancia queda, hasta
que enésimo caldo hermano del original es ya agua cristalina. Hay cosas que es mejor no compartir, por el bien de todos.
En cierta medida es lo que sucede con la divulgación de
muchas sabidurías orientales durante el siglo XX. La comprensión selectiva de
sus principios y la adaptación de sus prácticas al estilo de vida occidental no
ofrecen una idea fidedigna de su realidad histórica y social: en ocasiones se edulcora lo
que tienen de control social y conservadurismo, otras veces se traspapela el
sentido genuino de la tradición original, sólo imaginable tras un arduo esfuerzo
de inmersión cultural. El resultado es que en nuestro mundo frenético prácticas como
la meditación rara vez tienen valor por sí mismas. Son un hobby o una pastilla
más contra el estrés, una especie de compensación de una existencia destructiva e insana. Los monjes a la vieja usanza dedican a su evolución espiritual el grueso de su tiempo y energías; sus ejercicios son antónimos de la ociosidad. Probablemente, si tuvieran un tiempo infinito por delante, muchos yoguis occidentales se dedicarían a ver la tele.
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