lunes, 24 de octubre de 2011

La descomposición

[...] había empezado.

El otro día pasé por enfrente de tu casa, y olía a pucheros. Yo es que no sé lo que tiene tu casa que siempre huele a pucheros. Y no es un olor agradable, de hecho, lo odio. La gente suele amar el puchero como ama a su madre, y creo que la diferencia está en que yo no tuve madre. O al menos, no la recuerdo.

Vaya tontería, dirás. Sí que tuviste madre, y luego añadirás: yo la conocí.

Maldito seas por siempre, diablo emperifollado. Sé de buena tinta que fornicabas con mi madre y que por eso tu casa olía a pucheros. A mí no me engaña tu afición a los muslos blancos o mojar en tocino el pan de hoy.  En esta conversación imaginaria que estamos teniendo, te diré mis últimas palabras:

Yo nunca tuve madre y ese traje negro nunca te sentó bien, nunca lo hizo hasta hoy, en esa bonita caja de madera de fresno.

(La clave está en que él también lo amaba)

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