Hay una cosa en la que coinciden la mayoría de las religiones y filosofías: buscan hacer de la persona un todo coherente entre sus partes. Ya sea bajo la forma del desarrollo espiritual, de la obediencia a un código divino o de la adopción de una ideología huérfana, nuestra especie tiene por costumbre considerar que es deseable que todas las acciones, pensamientos, manifestaciones de nuestro ser puedan ser comprendidas desde un único patrón. En nuestra época, ese “aglutinador” se remite a la ideología o la ética. Yo en estos casos tiendo a identificarlas, porque, siendo la ideología la guía de comprensión de los fenómenos externos y la ética la guía de comprensión de los fenómenos internos, me parece que forman un continuo cuya contradicción suele ser infrecuente.
Somos criaturas que tienden a perseguir una causa, por
ridícula e irracional que pueda parecer, para dar un sentido a nuestras vidas. Este
sentido se pone en práctica mediante la condena a las actitudes y los hechos
que contradicen el código que esa causa nos inculca. Los católicos que
frecuentan los bares de alterne o los progres que compran en Zara
coinciden, si no en sentirse culpables cuando reflexionan sobre ello, sí en
admirar unánimemente a esas mujeres y hombres que sí abanderan una ética
personal intachable, a los que mueren por sus ideas, los que comen hierba, los
que se desviven por ganarse un sitio en el cielo. Es más, conforme se amplía la
distancia entre su código ético y sus actos, tanto más crece su admiración hacia esos
héroes inmateriales con los que se identifican y en los que delegan sus
conflictos internos. Es el intelecto el culpable de esta admiración, pues para
él todo lo que tienda a ser razonable es superior: las personas razonables lo
son. Como el intelecto es la única instancia, de todas las que nos afectan
(sentimientos, valores, intuiciones…), que puede justificarse a sí misma, acatamos sin
rechistar su geométrica admiración hacia lo consecuente consigo mismo.
Así, pues, ponemos nuestro arsenal pasional al
servicio de la razón. Aunque seamos capaces de llorar tras ver un documental
sobre los excesos del capitalismo financiero, o a estremecernos con un libro
sobre el Holocausto, las pasiones en ningún caso se superponen a lo
intelectual: que nos conmovamos o no depende de qué ideología hemos adquirido,
y esa ideología se fundamenta, en última instancia y aunque no queramos admitirlo,
en una serie de argumentos, irracionales, falaces, lo que sea, pero argumentos.
Es una falsa creencia la de que la política es cosa de pasiones: en realidad,
toda visión del mundo tiene su sustento en el pensamiento. Aunque un skinhead y un antifa participen de sentimientos semejantes, y pese a que parezcan haber sustituido sus cabecitas por hormonas y arietes, esos sentimientos se disponen de una forma u otra, se encauzan por unas vías
u otras, se activan con un acontecimiento u otro sólo en función del trasfondo
teórico que cada uno ha adoptado previamente. La exaltación emocional, del
mismo modo que se pone al servicio de conceptos como la clase obrera o la
Libertad, también se pone al servicio de la idea de “integridad”. Por ello, a muchos
nos conmueve ver a un ser humano cuya persona pública se las da de "íntegra", y casi
nos aterra la idea de investigar y potencialmente descubrir los hipotéticos trapos
sucios de Gandhi, Mandela, Adolfo Suárez o el bueno de Miliki.
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