De todo hay en la viña del Señor, o incluso del señor sin mayúscula, o hasta del siervo, si nos ponemos solidarios. Mi experiencia con el “ciudadano inquieto” de la era de lo anal, lo banal y la bacanal es, no obstante, la de gente noble y con muy buenas intenciones. De hecho, con intenciones demasiado angelicales, virtuosa predisposición que los conduce a emplear sus ratos libres en pegar gritos -y lo que no son gritos-, quejarse por (el) sistema y agredir por (La) respuesta. La gente suele dedicar su tiempo y energías a criticar sin conocer, para así no tener tiempo ni energías para conocer sin criticar. Pero sus intenciones, fabulosas.
Cada segundo derrochado en arrebatos es
un par de palabras menos rascadas a algún libro (cualquiera) sobre lo que se
supone que pensamos o, más importante aún, contra eso mismo. Creemos que
perpetuar la ideología de nuestros padres o compadres, asumir el llamado de
nuestros sentimientos ante “la terrible situación” sin poner en cuestión lo que
entendemos por ella, son síntomas de discernimiento, algo imprescindible para
ese adulto serio y maduro que ha abandonado la burbuja apolítica de la
infancia.
Mientras uno no ponga esas
cómodas ideas de sofá en solfa no dejará de vestirse con la ropita que le
compra mamá. Ya cultivemos la pataleta vehemente del militante clásico o la
indignación ataráxica de los 2010’s , debemos cuidarnos en lo posible de no
repetir pautas de comportamiento e ideas infundadas sin pasarlas por la
crítica, la criba o, cuanto menos, la crisma.
Al fin y al cabo, ¿no es ésta forma de dar la razón -mediante la ignorancia orgullosa de aquello que nos quita el sueño- a la tesis del fin de las ideologías? La preocupación política es una fina línea entre apatía y beligerancia, el
hilo de un desierto entre dos oasis exuberantes y en extremo tentadores. Como
dije al principio, no se puede generalizar: de todo hay en la viña del Señor.
Pero, sobre todo, borrachos.
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