Antes los niños
jugaban al fútbol en el parque, en equipos de once. Luego jugaron al
FIFA en el salón, en equipos de entre dos y cuatro. Hoy quedan para jugar en el
Iphone desde sus respectivos cuartos, en equipos de uno. Cuanto más se conectan
las células sociales, más se atomizan.
Cuanto más se unen, más se aíslan. La alienación, el devenir
otro, el salirse de uno mismo para abrir las propias tripas a la reificación,
para pasar de agente productor a engranaje rodante, necesita de
la integración, de la apertura hacia un todo de creciente amplitud, cada vez más
inabarcable e impensable. Cuanto más grande sea ese todo, más pequeñas son las piezas, más aislados están los nódulos
en su malla invisible. Una sociedad interconectada es difícil de compatibilizar con la autodeterminación individual,
por más que lo niegue cierto buenismo tecnófilo. Proporciona infinidad de
medios para definir la personalidad, es cierto, pero cuanto más se afila ésta menos profundidad contiene, hasta alcanzar la extrema definición de una fina pantalla de plasma, hasta reducir el individuo al signo de un individuo.
La cognición más y más selectiva, la lectura flotante, aísla del contenido, separa del objeto, ahoga en el acuoso laberinto de la
propia interpretación, pero es la reacción adaptativa ante una avalancha de
información que sería materialmente imposible procesar de otro modo. No existe
alternativa dentro del marco virtual. La única forma de escapar de la
imposibilidad de ser profundos es renunciar a la
sobredosis informativa, renunciar a la estimulación cerebral, practicar una
suerte de voto de castidad, pausar perfiles, cronometrar las horas, borrarse de whatsapp, desatender las inevitables prótesis egoicas que se proyectan en ese mundo fantasmal donde pasamos nuestras horas de solaz.
Se puede especular que,
tras el internet de los objetos, tras la pantalla ocular, por ventura
intracraneal, el ser humano dará el último salto evolutivo y se fusionará con
su perfil. Se habrá reducido a sus gustos, sus likes, sus opiniones políticas,
su estética, puro maquillaje de la máquina, mientras su cuerpo elástico se
expande por las autopistas centelleantes de la información. Será una forma de
plenitud, pero para ello quedan varias generaciones, y hasta ese absoluto
abrirse, hasta esa onda que surgirá del corpúsculo, sufriremos la cosificación
que sólo se aliviará cuando seamos cosa, cuando se libere el contenido que
albergamos, cuando seamos de dominio público, cuando coticemos en bolsa.
En cierto sentido, la
alteridad social institucionalizada se perdió con el reconocimiento de los derechos cívicos y
políticos, para ser sustituida por la alienación laboral del capitalismo.
Contra ella se elevaron gobiernos que, más que culminar la historia, como pretendían, sólo
consiguieron pausarla durante unos instantes, construir muros contra el mercado de estética neoclásica.
Una vez alcanzado un Estado del Bienestar, que en cierto sentido frenó la lógica de la alienación laboral, se comenzó a crear el sujeto de las comunicaciones. Su alienación específica, consignada en Internet, aunque todavía sin culminar, proporcionaba el control, la vigilancia, la criminalización de lo individual que las anteriores formas de alienación agarraban parcialmente.
Si se cree aún en la posibilidad de un pensamiento utopista en el sentido clásico, debe venir de la mano de una alternativa radical de la tecnificación informativa y lúdica, y probablemente no supondrá sino una nueva pausa infructuosa de la que los analistas retrospectivos se quejarán por luchar contra una supuesta “naturaleza humana” que se redefine libremente en cada época y hoy se empieza a concebir como adicción a la información. Es posible que el redentorismo que busque utilizar Internet en beneficio de sus altos fines en lugar de erradicarlo como epicentro del dominio cometa el mismo error que quien aspiraba a ver autosuprimirse un Estado totalitario. La lógica histórica de las revoluciones victoriosas es de aceptación de lo combatido: la revolución ilustrada acabó aceptando la estratificación social; la revolución socialista acabó aceptando el capitalismo; la revolución virtual ha aceptado el Estado del Bienestar.
Una vez alcanzado un Estado del Bienestar, que en cierto sentido frenó la lógica de la alienación laboral, se comenzó a crear el sujeto de las comunicaciones. Su alienación específica, consignada en Internet, aunque todavía sin culminar, proporcionaba el control, la vigilancia, la criminalización de lo individual que las anteriores formas de alienación agarraban parcialmente.
Si se cree aún en la posibilidad de un pensamiento utopista en el sentido clásico, debe venir de la mano de una alternativa radical de la tecnificación informativa y lúdica, y probablemente no supondrá sino una nueva pausa infructuosa de la que los analistas retrospectivos se quejarán por luchar contra una supuesta “naturaleza humana” que se redefine libremente en cada época y hoy se empieza a concebir como adicción a la información. Es posible que el redentorismo que busque utilizar Internet en beneficio de sus altos fines en lugar de erradicarlo como epicentro del dominio cometa el mismo error que quien aspiraba a ver autosuprimirse un Estado totalitario. La lógica histórica de las revoluciones victoriosas es de aceptación de lo combatido: la revolución ilustrada acabó aceptando la estratificación social; la revolución socialista acabó aceptando el capitalismo; la revolución virtual ha aceptado el Estado del Bienestar.
Parece, vistas así las cosas, que la
única utopía en el horizonte no es la humanista sino la transhumanista, que a veces recuerda a la tétrica eugenesia de Estado del siglo pasado, en otras ocasiones se refugia en una contraculturalidad ciberdélica o incluso se propone en un marco de libre competencia sin reglas biológicas(*). Este paradigma de aceptación de la técnica como garante de un progreso exponencial supone, en última instancia, la no oposición a
la lógica del dominio sino, más bien, su aceleración hasta el final previsto,
aunque, eso sí, con ingenuos fines de conservación de lo sustancial humano, en
una metafísica optimista sin la que carece de sentido. Algo así, salvando las
distancias, como las promesas de bienestar social del liberalismo clásico en la
ignorancia de las complejas singularidades de mercado.
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