viernes, 22 de febrero de 2013

La diadema agraviada

 (escrito y estrenado en el segundo recital de Madre, que en paz descanse)

Desde que nos mudamos, en días más felices y sencillos, a la casa, y recogimos un poco el polvo y la suciedad del parqué, no ha parado de traicionarme, aunque ella lo niega siempre que lo preguntas, y te mira con esa ausencia que tienen sus ojitos. Trataba de regresar de imprevisto del trabajo, para descubrirla con alguien al lado, tras oírla gemir y gritar detrás de la puerta, tras oírla proclamar el nombre de nuestro Señor más que en vano. Entonces abría de un portazo, perdía, es cierto, un poco los cabales, y luego me veía obligado a cambiar las sábanas, a lavar toda la sangre, a tirar al contenedor de basura los restos mortales y a tratar de consolarla y ponerle alguna que otra tirita o hacerle algún que otro torniquete. Y luego le pedía perdón una y otra vez, porque me sentía enormemente culpable y porque no soportaba la idea de que un día se fuera y me dejara por otro. Pero nunca pasaban un par de semanas sin que volviera a ponerme los cuernos, y yo volviera a perder los estribos, y ella llorara desconsolada con la cabeza debajo de la almohada.

Empecé a plantearme, ya que la situación era insostenible, ya que ella no dejaba de mentirme, ya que los vecinos podían estar observando, si es que había cerca algún sitio al que ella pudiera escapar, algún bar donde ella se los ligara fácilmente, o, como dicen por ahí, promiscuamente, de una forma que me resultaba dolorosa de imaginar, y luego pudiera llevárselos a la cama con una rapidez brutal antes de que yo volviera, y me lo planteaba porque en un par de ocasiones tuve la necesidad de volver a las dos horas de haber empezado a trabajar, para comprobar que no lo estaba haciendo de nuevo, y me los encontraba ya en casa, a veces con ella tomando algo, otras con la tele puesta, o en ocasiones ya juntos en la cama, y yo me preguntaba cómo diantres eran tan rápidos, como diantres estaba ella tan necesitada como para hacerme eso a mí, que en la graduación del instituto le regalé una diadema bañada en oro.
Los meses se siguieron, y los golpes y los gritos también, y así hasta hoy, y he dejado de ver a la casa como un nidito de amor y he empezado a verla como un agujero de mal rollo, sobre todo después de aquella noche en la que quizás me pasé un poco y ella acabó teniendo que guardar cama durante un tiempo, que aún dura.

Y, por más que lo hablo o discuto con ella, ella sigue mintiéndome, y eso es lo que más me molesta. Desde el principio con mentiras, y así sigue, y repite siempre que no sabe cómo han llegado ellos a su cuarto, que le dan asco, que alguna vez los ha descubierto en un rincón de la habitación y ha gritado, pero de horror, y por eso la he escuchado incluso cuando tenía el fútbol a todo volumen, pero yo no soy capaz de creérmelo ¿qué tío en sus cabales se creería una patraña así? Y ahora que está postrada en la cama lo tienen mucho más fácil, y no veas cuánto me cabreo, porque todavía veo de cuando en cuando que tiene la ventana abierta sin mosquitera o descubro una fila de hormigas dirigiéndose a su habitación.

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