viernes, 26 de octubre de 2012

Los patos son galletas de mantequilla

         
           Me gustan las patatas fritas. Así, sin más. Ya noto las miradas recelosas acercarse avanzar Triana abajo, recorrer los puentes, pasar grandes avenidas y unos cuantos Starbucks, chocarse con algún que otro desamparado, pararse a mitad del camino ya casi en los parques, ay, olvidamos los paraguas y no podremos tirarlos río abajo para volver Triana arriba y coger las barcazas, las bonitas barcazas de Plaza España y perdernos en el metro y sacar el vuelto, mirar de reojo al policía, empujar a unas cuantas viejas por placer, besarnos a la salida, no podremos elegir metro sí metro no, combatir con desesperanza las numerosas probabilidades de aventura y riesgo del vía andante, arrollar los argumentos de las pobres pompas de los dedos chicos, minúsculos, de los pies del transeúnte fálico. Mierda. Aún no hemos recogido el paraguas y ya nos hemos tropezado con el pene sacrosanto. No está mal eso de andar mojándose, quizás te retome a una tarde de visillo, Nocilla y los Power Rangers en la tele, alguna riña que otra; ¡¡olvidaste tender los calcetines!!. Nada serio. Pero este tema se desvincula de lo necesario cuando la lluvia empieza a ser tormentosa y se te olvidó el paraguas allá Triana arriba y eres consciente de que te encantan las patatas fritas y le pondrías la zancadilla a tu madre si de una cadera rota nacieran tubérculos. Pero aquí no hay tubérculos, sólo hay lluvia incesante y estruendosa, lluvia que no para y que también te mira recelosa pero no va hacia tu puerta Triana abajo porque tampoco tiene paraguas. Lluvia que salpica al fin y al cabo y te moja un poco de sí misma y casi que golpea y es molesta cuando se entromete en  tus ojos. Un ciudadano debe tener derecho a meterse en sus orificios lo que le venga en gana, y el resto deberían, al menos, pedir permiso. Pero el agua no, las gotas no van a hablarte porque son demasiadas y tienen el viejo poder del todos contra todo y no saben del gusto ni de las patatas fritas, ni del aceite que les chorrea y de cuánto te pasaste de sal hoy ni de la compañía que le gusta a las patatas fritas que tenga su verdugo cuando están ahí, a puntito de morir, ya rozando los dientes, quieren crujir pero no crujen y cuando menos te lo esperas la patata se ha unido al agua, el agua se ha unido a la patata y ya no hay patata ni hay agua, hay un mejunje asqueroso de pasta pútrida y mohosa que mira al estúpido que no llevó paraguas porque Triana allá arriba.

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