domingo, 3 de noviembre de 2013

Por qué ya no nos burlamos de los culebrones




 Las series son una forma de entretenimiento muy apropiada para nuestra época, mucho más de lo que parece. Se las puede criticar o alabar, en función de la posición sobre la historia que se defienda: optimismo metafísico o pesimismo de la misma índole. Ya decía Platón que decían los egipcios, cuando empezó a ponerse de moda la escritura que hoy les reconocemos, que ésta conduciría a la chabacanería, pues no haría falta aprenderse los textos de memoria y los sabios, teniéndolo todo a su alcance, cesarían el esfuerzo y se tornarían necios. No dudo que sucediera, y del mismo modo se puede pensar que el formato serie es un intento de asesinar al autor y su lucidez, de sustituirlo por un comité de decisiones grupal e impersonal, regido por las exigencias de la industria a la que está circunscrita una forma artística tan costosa.

Por otro lado, se puede reponer que la serie busca llenar un nicho artístico nuevo, y no sustituir al cine. Al fin y al cabo, éste debía simplificar tramas, eliminar personajes, cortar escenas inútiles para que la adaptación de un libro cuadrara en un tiempo no superior a tres horas. La serie permite, a priori, una caracterización psicológica semejante a la de los más gruesos volúmenes, y esto coloca al cine en la posición análoga al relato y la novela corta, en contraposición al novelón o el ciclo de novelas, géneros que en el campo literario no han competido nunca en el sentido usual de la palabra. ¿Por qué iban las series a asesinar al cine? Son una forma de arte por pleno derecho, y acabarán por producir obras tan magnas como las de aquél.

Es verdad que la serie abusa de una de las características definitorias del arte fílmico: la imposición del tempo. Mientras en un libro uno puede regodearse en los pasajes que le plazcan y acelerar en los que le resultan aburridos e intrascendentes, el producto visual exige un tempo elegido expresamente por el realizador, y es un factor que no se puede obviar, pues en él reside buena parte de la gracia de su idiosincrasia. Es cierto que un lector poco avezado no disfruta del “tempo flexible” de la obra literaria del mismo modo que un bibliófilo con rodaje (tampoco tiene por qué serle fácil la quietud en una película cualquiera a un sexagenario que nunca antes vio ninguna), pero para quien, como el autor, no ha entrado de lleno en el “modo de visionado” que requiere una serie, la simple idea de proponerse ver una da pánico.

Y es que la serie exige mucho tiempo. Lo cual es un problema, a menos que el tiempo libre del que se dispone sea infinito o despreciable. Cuando uno tiene que elegir entre los Episodios Nacionales o Breaking Bad, entre En busca del tiempo perdido o House, sabe de antemano que, aunque parezca más complicado por eso de tener que imaginarse los rostros de los personajes y los paisajes a partir de meras palabras, los unos ocupan al espectador mucho menos tiempo, con lo cual pueden consumirse varios de su especie en la eternidad que requieren los otros. Por no hablar de los libros singulares, infinitamente más asequibles, o las propias películas, que se pueden visionar a ritmo de al menos diez o veinte por serie.

¿Por qué, entonces, consumir “series” cuando su formato es tan reciente que no sirve para comprender el mundo y la historia salvo en una parte minúscula, y tampoco parecen exhibir aún, a decir de los entendidos y a causa de su propia juventud, el número de obras maestras de la literatura, la música, la plástica o la cinematografía mundial?

La razón suele ser de tipo psicológico. Una serie provoca una inmensa adicción, de ser medio decente, y siempre induce una leve dosis de la misma aunque no lo sea, pues su propia distribución de eventos juega con dejar en vilo al espectador al final de cada unidad de consumo, con giros de trama y vuelcos de la narración que son resueltos en el siguiente capítulo, o ni eso. Pero no es esto lo verdaderamente adictivo. También sucede en los relatos y al final de los capítulos de las novelas o los actos de un drama. Lo que realmente provoca adicción es la enormidad de producción de la que la mayoría de las series suelen hacer gala. Cientos y cientos de horas empleadas en una labor, sexo aparte, suele provocar una perspectiva desalentadora. Pero la serie es diferente. Para empezar, la mayor profundidad psicológica de sus personajes, que ya señalamos, es utilizada con maquiavelismo para suplir las carencias o necesidades de una vida afectiva y social. Al volverse más complejos y convivir con ellos durante más tiempo, los personajes (como sucede en las grandes novelas) parecen amistarse con el espectador, por lo que la expectativa del contacto sostenido es mucho más plácida.

Eso por un lado. Pero el factor de adicción más importante es que contribuye a la mecanización, a la robotización de las acciones en el espinoso campo de la política cultural personal. Es muy cansado tener que elegir. Investigar, buscar, decidir qué película o libro consumir cada noche requiere el mantenimiento de una viveza intelectual mínima, un estar informado que es contraproducente para el ideal de mínimo esfuerzo que rige nuestro mundo comodón. Así, el que ve una serie garantiza una larga temporada por delante en la cual obtiene una respuesta sencilla a la fatigosa pregunta “¿cómo desperdicio mi tiempo?”. En lugar de conseguir diez libros, le basta con responder lo mismo noche tras noche.  Y después, se busca otra serie, generalmente por criterios de fama y notoriedad más que por interés en su contenido (es asombroso cómo las listas de series que ha visionado la gente coinciden en un porcentaje altísimo, mucho más que las de películas, que ya son homogéneas).

Tan escasa es la oferta, tan comercial es el producto y sus vías de publicitación, tan poco importa en realidad de qué vaya. Lo importante es “ver una serie”, no qué se ve. Para convencernos proyectamos lo que creemos que nos ha gustado de la experiencia pasada, y si lo recibimos en la futura es más en virtud de su capacidad adictiva que de su trasfondo. ¡Tramas a mí! De este modo, se entra en una dinámica de búsqueda de un placer sin contenido que se revela cuando una serie tras otra, ya buenas, ya malas, ora ambientadas en un mundo de fantasía, ora en un hospital, se suceden a lo largo de los meses sustituyendo los demás tipos de consumo artístico, búsqueda interior, pernoctar al raso o cualquier otra forma noble de desgastar ese pequeño apartado del tiempo que dedicamos al ocio no social. Ahora, se mata el tiempo con asesinos en serie.

Esta “mecanización del consumidor” está presente como peligro latente en la mayoría de las formas artísticas. La serie simplemente es la más acusada y definitoria en nuestro tiempo, pero fue precedida largo y tendido por otras, mírese el fenómeno best-seller, la canción del verano o las artes escénicas a las que se acudía más por el hecho social de acudir que por entender, verbigracia, la “superioridad” de la ópera y su distinción con respecto a otros medios de expresión. Un hombre libre, un hombre auténtico no se puede permitir caer en bajo las ruedas de semejante engranaje que anquilosará sus potenciales, a menos que un interés mayor en un producto concreto (no en el formato) le conduzca a un breve idilio con éste.  Si para inducir el sentido crítico en el espectador medio es necesario un “choque” encarnado por un producto cultural, la serie puede ser, a día de hoy, la forma de arte que menos va a "chocar". Por mucho que se inunde la cámara de sangre. Borges acabó por no leer ni a sus contemporáneos: en esos 2.000 libros que se calcula puede abarcar una existencia humana, no entran ni los clásicos (aunque no dudo que el ratio borgeano fuese superior). 

Al escriba, si es en despecho de la restante Historia del Arte, la verdad es que el interés mayor por ver este o aquel serial o telenovela no se le ha cruzado mucho. Que no parezca que habla sin conocimiento de causa: anduvo por Twin Peaks, Riget, Big Bang Theory, Qué vida más triste, Vaya Semanita y alguna que otra, por no hablar de la animación, que siempre se le hizo más honesta. Por lo demás, toca de oído. Siempre ha seleccionado con cuidado, en la conciencia culpable de no haber leído aún la Biblia mientras se emplea en menudencias.


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