domingo, 10 de noviembre de 2013

Clásicos de ayer y ayer, I




Es idea muy extendida, porque asegura una objetividad mínima en el campo de las artes, que un clásico es algo universal. Sin embargo, lo más probable es que no lo sea, sino que su persistencia en la memoria de los hombres se deba a que responde a un problema o cuestión persistente, que garantizará su actualidad mientras se produzca o plantee. No vamos a analizar si la humanidad está condenada a "problemas eternos", pero ha habido varios tópicos (el bufo trágico, el honor vengado con sangre, la redención del ladrón...) que en el arte occidental van en franco detrimento. Y, cuando el problema y sus repercusiones sociales y morales se acaban de extinguir, el clásico puede volverse ilegible: ya no comulga con nuestro tiempo. No es el inglés, el francés o el chino el idioma en el que están escritos los libros: son el conflicto, la miseria o el prejuicio que compartimos. 

Por eso se puede aventurar, perdiendo el temor a errar el vaticinio, que el arte de nuestro tiempo no pasará a los anales de la gloria, como en general no ha pasado el que se produjo en Europa entre el fin del Imperio Romano de Occidente y el inicio del románico, el arte alemán previo al siglo XVI o el realismo socialista. Tal vez les toque el turno a las culturas del pacífico, sustituyendo a las del atlántico (norteamericanos, alemanes, ingleses, franceses...) como éstas suplantaron a las del mediterráneo (romanos, griegos, fenicios, egipcios...). En todo caso, el análisis de las tendencias del Occidecadente de finales del siglo pasado y comienzos del presente no deja posibilidad a la gestación de clásicos, y no por mi valoración personal de los resultados, sino porque creo que el arte de hoy contradice la forma que los clásicos han tenido hasta ahora de constituirse como tales.

En efecto, si a lo largo de la historia el clásico lo es en virtud de su contenido, de la cuestión que aborda y la sutilidad o fuerza de su respuesta, la estética del vintage, el retro, el kitsch, el neoavant-garde, etcétera, resultan una propuesta demasiado ligada, no ya al espíritu de su tiempo (que es por lo que valoramos el arte de las épocas que juzgamos "mediocres"), sino al de otros, en un reciclaje que, en lugar de ir acompañado de un despliegue técnico y representativo como el del Quattrocento, se estanca en una mímesis repetitiva que remite más al neoclasicismo del XVIII. En nuestro caso, la carencia de ideas va ligada al interés de una industria que, constituida ya como medio determinante de la producción artística, opta en aras de su propia continuidad por tirar por lo seguro. Y lo seguro es lo que ha tenido éxito en el pasado. Igual que las Academias de otrora, pero sin poseer de por sí fines e ideales estéticos, sino exclusivamente monetarios. 

Ya en el siglo pasado vimos cómo la industria medraba hasta instituirse como medio de producción del arte fílmico o musical, pero aún estaban presentes en el Hollywood clásico o el rock de los sesenta algunos ideales románticos de genio e inspiración, como un resabio del espíritu de entreguerras que no tardó muchas décadas en extinguirse y al que desde el principio se le oponían los intereses de una industria aún blanda y maleable. Del exceso de personalismo de esas ideas se pasó al exceso de automatismo. Una vez la estética y la filosofía "superaron" el modelo moderno y su característica primacía de la subjetividad, se abrió la veda para la impersonalidad del proceso productivo. La música muere en manos del marketing, el cine se extingue en pos de las series, las artes plásticas renuncian a la intervención de la sensibilidad del autor y, en general, se sustituye la dirección individual por la impersonal o grupal, en el seno de una maquinaria que busca prolongar el entretenimiento todo lo que sea posible, frenando los naturales auge y caída de las formas artísticas. En nuestra época de máquinas, el arte aspira a serlo también.

Desde finales de los noventa hay por lo menos diez o quince discos de estudio (no recopilatorios o antologías) que se denominan Revival. Aunque el retro como hoy lo conocemos existe desde los años cuarenta o cincuenta, época donde se empezaron a notar las verdaderas implicaciones de la forma de producción industrial, hoy comienza a preponderar como nostalgia de los 90, igual que en la década de los 2000 se cultivó de forma masiva la de la década anterior. Son procesos que empiezan a aparecer como predecibles. ¿Qué sucederá en la década de 2020? ¿Se recordarán los tecnófilos 2000 o su hijo pródigo los 80, en un bucle infinito? 

Pienso también en la deriva neodadá, conceptual y performántica que tomó el arte contemporáneo a partir de los años 70, basándose en eliminar la metáfora (que sustituyó en la Edad Moderna a la imitación de la naturaleza de los grecolatinos como principio de sentido de las obras) para proponer en su lugar la extracción del contenido hasta sustentarlo en factores externos a la obra de arte. La maniobra es sutil, pero podemos distinguirla del siguiente modo: la metáfora contiene un sentido transmisible e incluso adivinable, el arte "posmoderno" remite a o señala hacia unas condiciones muy concretas en las que se agota, cuya desaparición invalida la transmisión. 

Parece a simple vista que de una alegoría barroca a un ready made sólo cambia el mundo que contextualiza la obra o, más bien, el público al que va destinada: una es fruto de un gusto aristocrático y refinado, el otro responde a una época de industrialización y producción en serie, por consiguiente su aspecto debe ser distinto. No obstante, existe una gran diferencia entre una naturaleza muerta simbólica y un urinario fabricado de forma industrial: una tiene un principio de coherencia interno, el otro no.

Tenemos, pues, un arte "de vanguardia" sin contenido en sí mismo y un arte popular que gusta de repetir contenidos pasados. ¿Es el arte retrógado una mera estética o la imitación afecta al contenido? ¿Puede ir ligada una estética flagrantemente repetitiva a la originalidad de fondo? La historia nos muestra que, cuando los renacentistas, los prerrafaelitas, los metafísicos italianos, la Neue Sachlichkeit, el Picasso de los años 20 o el superrealismo hiperrealista proclamaron "volver a lo clásico", se trataba de una simple mascarada para explorar otra clase de innovaciones, tanto o más influyentes. Pero sus directrices no estaban guiadas por la línea de verano de la Paramount. 

Hay dos tipos de clásico, los que lo fueron en su tiempo y los que perduran más allá de éste. El eterno retorno de lo mismo se opone frontalmente a la constitución de clásicos "atemporales" según la hemos entendido. Es decir, se pueden adoptar problemáticas ya abordadas de forma ya publicada bajo una estética ya pretérita, que satisfarán las inquietudes menos inquietas de su época, pero, a menos que un gran incendio elimine sus precedentes, es improbable que sean vistas como algo más que el producto de una época de oscuridad o de una cómica malinterpretación de la esencia del arte, que es la reformulación.








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