Ensayando Don Juan nos descargamos Pierrot el loco porque íbamos de
pasados. Parodiando a Freud acabamos en un bar de taxistas disertando sobre el psicoanalista
Stephen Grosz entre cañas y pinchos de tortilla.
Aquella mañana de sábado Lidia despertó tarareando a mi lado Woodstock de Crosby, Stills, Nash and Young. Anoche su boca había sido un milagro de la humedad y a la mañana parecía una jukebok. Revoloteaba por las sábanas con una agilidad digna del aleteo de sus antepasados dipnoos. Sinceramente, disfrutaba con esa espontaneidad vespertina suya pero me desesperaba que tan asilvestrada corografía desordenara mi metódica habitación.
Ya avanzada la medianoche, el apetito de Luis no se sostenía de pie y
adecentar esa tonsura más de la cuenta podría recurrir a la locura si su cuate
Fran no baleaba en un rincón sus delirios de gnatóstomos. Las chinitas de Leganitos lo padecían, las camareras de Chueca lo calmaban con bromuro violáceo.
Por ello, de ahí al mes siguiente, repostar en San
Bernardo era lo apropiado para calmarlos.