¿No se ha asombrado el lector, durante alguna
búsqueda en Internet, de que los primeros cinco o seis resultados de un tema
que se presta a millares de ellos provengan de
páginas que conoce?
Wikipedia y webs oficiales aparte, esto sucede
porque muchos buscadores potentes ordenan sus capturas de acuerdo con
los intereses del usuario, su situación geográfica, idioma y páginas más visitadas, lo cual se compagina con el ambiguo criterio de relevancia, entre otros, para hundir en el piélago blanco los resultados que pudieran parecerle insignificantes. La intención es buena: utilizar unas coordenadas de búsqueda asociadas a su IP y su cuenta de Google permite ahorrarle a usted tiempo, atraer voces
familiares y, lo más importante, tirar de algún valor útil para organizar la
incontenible marea de enlaces que rinden las palabras clave. La inmensa mayoría de
los internautas está de acuerdo: es mejor ver aparecer en lugar prioritario
los medios que uno sigue, relegando al fondo del cajón los menos frecuentados.
No se puede tener toda la red en la cabeza, y no se puede explanar la pesca de
forma horizontal, por lo que lo familiar es un buen criterio para aproximar lo extraño.
A menos que lo que se esté buscando sea alguno de
esos enlaces perdidos, marginales, minoritarios, merecedores por su irrelevancia de la página 386 de los resultados. O a menos que usted, como la mayoría, olvide o
desconozca que esto es así. Hay quien alude a este criterio de búsqueda (que se
compagina con muchos otros en una receta no facilitada por
las empresas) para explicar la brecha cada vez mayor entre los sectores que
niegan el cambio climático y el arsenal creciente de pruebas en su contra: la estructura de nuestro aprovisionamiento de información, hoy del
todo mediada por las fuentes virtuales, es la de una inmensa red cuya malla se
reduce y se define con cada búsqueda, dejando fuera lo que supuestamente no
debiera interesarnos. Por más que repiquetee la novedad en torno a una cuestión que rechazamos,
no cruzará los diminutos agujeros de nuestra espesa malla ideológica.
No son los buscadores los únicos proveedores de
datos. Buena parte de nuestra opinión sobre el estado de la sociedad la marca
el feedback que recibimos de las redes sociales, compuesto de noticias,
imágenes y opiniones que seleccionan una serie de agentes que hemos seleccionado
nosotros mismos. Y claro, dentro de esa pequeña burbuja de, por ejemplo, espíritu
contestatario juvenil, cada vez nos asombra más que no se produzca una sangrienta revolución. La objetividad informativa es difícil de calibrar, pero, aun cuando
su límite permanece inasible, siempre ha presentado grados variables. La Red no se lleva una buena puntuación en el ránking, no sólo porque el acceso a los contenidos está en buena medida personalizado, sino por nuestra propia manera de abordar los signos.
Tenemos muchas pruebas de que nuestra forma de
leer está cambiando. La prensa escrita ya entrañaba una ligereza que
escandalizaba al buen lector: eso de juzgar si un texto merece la pena
por sus titulares es la pesadilla de cualquier hombre de letras. La prensa virtual
potencia la manipulación: utiliza negritas y otros recursos
tipográficos para que la propia lectura se efectúe de una ojeada, captando sólo
las palabras que alguien ha considerado esenciales. Lo mismo sucede con blogs y páginas divulgativas: la información que se recibe de forma
instantánea, esas escasas marcas que capta un breve vistazo, representan a toda
la información. De ahí que tantos se indignen por los titulares del Mundo
Today, de ahí argucias como Operación Palace o esas cartas abiertas que usan nombres conocidos como reclamo y nos retrotraen a la época dorada de los códices. Si antes era complicado dar con la tecla para obtener el impacto mediático,
ahora basta con un final sorpresa.
El procesamiento superficial de la información está
de acuerdo con la propaganda individualista que oculta el proyecto sistemático
de conexión masiva. Uno recibe una serie de signos y recompone la lectura en su
cabeza. No hay autoridad: make it yourself. La lectura ha sido siempre así, en parte: la
mirada nunca se detiene en todos y cada uno de los caracteres, sino que recompone
a medias las formas y expresiones familiares. Era el cometido del individuo en
el diálogo con el texto. Hoy el texto es pretexto para el monólogo. El lector virtualmente lo “recompone”, en ese espíritu interactivo que algunos alaban de las nuevas
tecnologías, en contraposición con los “pasivos” medios de masas del siglo XX
(como si viendo la televisión u oyendo la radio no se pusiera en juego todo un
mundo de expectativas, reacciones, cambios de canal…). Es una vía de absorción
de datos que, aunque válida para el periodismo o la inanidad del whatsapp, ataca
frontalmente a la indirecta, la sutileza, el tecnicismo, la poesía, y altera las facultades cognitivas hasta un punto que sólo dentro de unas décadas se hará evidente (pero que algunos, como Nicholas Carr, ya denuncian).
Piense el lector si sus amigos y conocidos no
parecen volverse cada vez más lerdos en la comunicación a distancia -por no
hablar de los efectos en el trato personal-. Cada individuo de la sociedad
virtual va camino de la contigüidad masiva, pero la interconexión de perfiles,
creaciones, gustos, fotografías no alcanza una unión mística con el Todo que amplíe hasta el infinito los horizontes del saber. Más bien se puede representar como una cápsula en
la que no sólo la clase y el orden de la información recibida son seleccionados a priori, sino que la forma de desencriptar esa información
consiste en adaptarla a lo que se quiere ver en ella, en una espiral dialéctica entre
sujeto y objeto que haría las delicias del mejor idealismo alemán.
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