jueves, 12 de junio de 2014

De la lidia y el tendido siete.






  Robert Redfield afirma que en una auténtica comunidad no hay motivación alguna para la reflexión, la crítica o la experimentación: la comunidad es fiel a su naturaleza (o a su modelo ideal) sólo en la medida en que sea “distintiva” respecto a otros grupos humanos (es evidente “dónde empieza y dónde acaba la comunidad”), “pequeña” (tan pequeña como para que todos sus miembros estén a la vista unos de otros) y “autosuficiente” , “provea todas las actividades y necesidades de las personas que incluya o más de lo que necesitan.

  La comunidad sólo puede ser inconsciente o estar muerta: una vez que empieza a proclamar su valor único, a ponerse lírica respecto a su belleza prístina y a pegar en las vallas cercanas prolijos manifiestos que llaman a sus miembros a apreciar sus maravillas y que conminan al resto a admirarla.

  El entendimiento de corte comunitario no precisa ser buscado o ganado en una lucha: ese entendimiento “está ahí”, ya hecho y listo para usar, de tal modo que nos entendemos mutuamente “sin palabras” y nunca necesitamos preguntar con aprensión: “¿Qué quieres decir?”.

  Así, resulta difícil distinguir una legislación perfecta de la fuerza de voluntad particular. Parece que siempre permanecieron subordinados el eslabón más débil y el defecto personal respecto del accidente. No es necesario afirmar las instituciones políticas hasta negar el poder de suspender su efecto retornando la inflexibilidad de las leyes perniciosas por la pérdida del Estado.

  La costumbre de superfluas ambiciones llegan al abuso de autoridad como el trámite de la pura formalidad de tiranía y circunspectos prodigios terroristas. Entonces, renunciar a crecer bajo el dogma sectaria del adolescente eterno necesita de una férrea voluntad.

  Pensamos que la prueba más evidente de que hay vida inteligente ahí fuera es que no han intentado ponerse en contacto con nosotros. A partir de cierta edad la vida es muy dura y la oscuridad el color de fondo: empiezas a ser un héroe cansado.

  Si al estudio de la cultura se le deben aplicar las categorías marxistas de producción, distribución y consumo: a través de la industria cultural la conciencia de las masas es distorsionada hasta destruir la capacidad crítica de las personas con el fin de manipularlas.

  Los objetos culturales y los símbolos se convierten en mercancías y, por ende, se les vulgariza haciéndoles cómplices de la ideología dominante: se incorporan al marxismo el análisis de la sicología de masas de Freud para estudiar los fenómenos sociales que aparecen a comienzos del s.XX.

  Raymond Aron fortalece la herencia francesa y la sociología weberiana: frente al enfoque unilateral y determinista del marxismo afirma que el desarrollo de las fuerzas y formas de producción capitalista se debe no a uno sino a diversos factores sociales y culturales.

El nacimiento de la sociedad industrial conforma nuestra cultura y civilización occidental tras la aparición de la burguesía. Entonces, con los bienes culturales tanto espirituales como materiales se entrelazaron nuevas relaciones de intercambio y dependencia: la cultura en lugar de ayudar a resolver los problemas los agudiza.


Así pues, la filosofía política que descansa en el liberalismo tiene como valor último al individuo, su éxito o fracaso y el bienestar material. Y, por ello. la industrialización rompe con los valores tradicionales y la transición al capitalismo genera una razón instrumental que desemboca en degradación espiritual y moral reflejada en la degeneración de las ciudades, la extensión de la pobreza y la marginación.


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