lunes, 19 de agosto de 2013

Nombres ejemplares, I: San Martín Dumiense





San Martín Dumiense, o Martín de Dumio, fue un notable defensor de la verdadera fe. Nacido en Panonia en el siglo VI, peregrinó a Tierra Santa y acabó en Gallaecia, en tierra de suevos, enfrentado a un norte peninsular repleto de herejías. Era uno de esos tipos que buscaban ordenar el mundo y hacerlo comprensible, compatible con unos dogmas específicos, transparentes, sin posibilidad de error. Se dedicó pues al proselitismo profesional, sobre lo cual escribió uno de los primeros manuales, De Correctione Rusticorum, es decir, de cómo hacer para  meter en verea' a las poblaciones rurales, mucho más difíciles que las clases cultas, pues ni a razones atienden. Se opuso a que los días de la semana recordaran a los dioses romanos, pero fracasó en el intento*. Proponía para ello el modelo de la liturgia cristiana, lo que sí caló en la semana portuguesa, en la que los días se construyen con un número ordinal más la palabra "feira". Recopiló supersticiones, brujerías y cultos prohibidos y los denunció públicamente. Admirador de Séneca y obediente a la Prudencia, combatió el priscilianismo y el sincretismo cristiano-germano-pagano de la población humilde. Les dio a los monjes ciento diez reglas de ascética bajo el nombre de Setentiae Patrum Aegipteorum. Explicó el bautismo y la Pascua, registró la liturgia, el derecho canónico, los preceptos de la humildad, las cualidades de la Virtud, e incluso dio con la formula vitae honestae.

Un ser con las ideas claras, los pies en la tierra, la cabeza en las nubes y cada dogma en su sitio. Un mero instrumento de un orden cósmico que se manifestaba por él y legitimaba cada una de sus acciones. Para San Martín Dumiense, como para el resto de los de su quinta, todo tenía sentido. No se podía explicar bien, pues se revelarían dogmas de fe de difícil racionalidad detrás del artesonado, pero no importaba. Es más, se vanagloriaban de ello.

Todo se remitía a un principio fundamental e inmutable, Dios. Casualmente además, el Dios tal como se lo habían pintado de niño. No se planteaba las consecuencias de que la mayoría de seres humanos del mundo vivieran en pecado, al no haber nacido en tierras cristianas. Tampoco sacaba conclusiones del hecho de que creyeran en sus supersticiones paganas con el mismo fervor que él guardaba para su fe auténtica, y por las mismas razones. Valeroso, se atrevía a echarse el peso del mundo sobre los hombros y salía a la calle a convertir al infiel. Para él nada era casual. Si hubiera nacido en tierra de moros -pensaría si se lo cuestionara- él sería cristiano. Si hubiera nacido mujer allí, se negaría a llevar el burka, como dicen hoy algunas feministas. Si hubiera nacido pobre, votaría liberal. Al fin y al cabo, el lugar donde uno se encuentra es lo de menos, pues, como él mismo escribe, "¿Qué importa que no estés en la tierra donde viniste a la vida? Tu patria es el lugar donde has encontrado el bienestar, y la causa del bienestar no radica en el sitio donde se vive, sino dentro del hombre mismo."

Podemos aventurar que fue un gran erudito, un buen tipo, y uno bastante feliz, al que la vida recompensó colocándolo en plena era cristiana, lo que dio un fuerte sentido a sus pasos. Si hubiera nacido en el infierno post-industrial en el que algunos nos movemos, tal vez habría sido un neurótico, un nihilista, un anoréxico, una de esas criaturitas que no duran mucho. Le tocó la suerte de vivir en época de prodigios, leyendas, gestas y milagros, donde todo tenía sentido. Ni la geografía ni las religiones, ni las gastronomías de cada tierra, nada era arbitrario para ellos. Tampoco los nombres o el aspecto de la persona, que reflejaban la personalidad o el temperamento. No sabía el pobre hombre que, mil quinientos años más tarde, yo aún me estaría sonrojando al ser incapaz de hacerle justicia y encontrar un sentido trascendente a su apelativo más conocido: San Martín de Braga, Apóstol de los (s)uevos.








* Porque Martes viene de Marte, Miércoles de Mercurio, Jueves de Júpiter y Viernes de Venus.

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