domingo, 13 de octubre de 2013

Por una etimología sana del corazón (Cardiologogía)


 La palabra “amor” se remonta al indoeuropeo  amma, forma cariñosa de denominar a la madre (que da “mamá” en español o “maa” en hindi), a la que se añade en latín el sufijo “or” (presente aún hoy en palabras como “dolor”, “color”, etcétera).

En un tiempo infinitamente remoto vivían proto-hombres que hablaban el lenguaje de la mítica IndoEuropa, sintetizado artificialmente a partir de lo que se conoce de las lenguas existentes. Lo primero que esta simbólica humanidad primigenia sintió como “amor” fue, según parece, el calor de la madre. Luego esto se iría aplicando, por extensión, a otras clases menores de afecto (en las cuales muchos individuos han proyectado siempre la figura maternal) como el amistoso, el romántico o la compasión por todos los seres sintientes.

Algunos señalan que “amor” viene directamente del latín, y que supone la aplicación del prefijo de negación “a-” a la raíz “mors, mortis” (muerte). Así, el amor supondría lo eterno, o lo que provoca la ilusión de serlo. Es una etimología falaz, pero no por ello carece de potencial poético. En este orden de cosas, no sería más descabellado suponer que se refiere, en lugar de a la falta de muerte, a la carencia de costumbres, en latín “mos, moris”.
Desde este punto de vista, la relación de pareja más que por su eternidad (adjetivo que es difícil aplicarle  al concepto tras la contrastación empírica), se diferenciaría por romper la norma, lo habituado en el resto de relaciones humanas, por ser aquel pequeño escondrijo en el que dos seres se sustraen al mundo de las leyes de sus semejantes, de los hábitos de su tiempo, y se unen en un lazo secreto y mágico que comparten con sus padres, y los padres de sus padres, y con personas de todos los lugares y todas las eras, alcanzando así lo universal por una vía más efectiva que el ingenuo ensueño de intemporalidad.
El fallo de esta teoría, falsedad aparte, radica en que supone un concepto de amor subjetivo, personal, igualitario (o con aspiraciones de igualdad entre sus partes) y con tendencia a la monogamia, donde parecen importar los sentimientos y las necesidades de ambos. Ninguna de estas característica ha resultado ser una constante universal a lo largo de los siglos y los mundos, sino más bien la rara excepción, incluso lo sigue siendo hoy día en las sociedades occidentales, en donde para la mayoría es el ideal a seguir. Así pues, puestos a fantasear etimologías, deberíamos buscar la verdad en otro lugar menos protegido, peor vigilado que la palabra sagrada que designa oficialmente al sentimiento.

Puede aportarnos más conclusiones el término que se refiere al habitáculo tradicional del amor y, en general, de todas las emociones elevadas.  En lugar del sentimiento en sí, tal vez su encarnación anatómica y terrenal resulte más esclarecedora, tal vez haya sido blindada con menos cuidado. Nos referimos al “corazón”, cuya etimología oficial proviene  del protoindoeuropeo kerd, cuya raíz más antigua conocida se encuentra en el sánscrito hrid, que significa “lo que da saltos”, y desemboca en hridia y luego kardia en griego, de donde proceden la mayoría de las formas latinas, germanas o eslavas.

En latín, será “cor”, de donde surgen una inusitada cantidad de verbos en español: “concordar” son corazones al unísono, lo contrario de “discordancia”, “recordar” es devolver al corazón lo que había perdido, “cordialidad” es dar el corazón, “cuerdo” es quien tiene el corazón en su sitio, etcétera.
Si comparamos las diversas formas que proceden de “cor” tenemos coeur en francés, cuore en italiano, cord en rumano, y, entre muchos otros, corazón en español. Llama la atención que esta última versión sea mucho más sofisticada y añada un “-azón” de invención propia, culminado en un sufijo aumentativo, como si participara, en comparación con las otras palabras, de la estereotípica actitud chulesca española: “el mío, mejor y más grande”.

No obstante, si admitimos el sufijo “-on, -ona” al final del término, debemos admitir que lo sufijado no es “cor” sino “coraza”, palabra preexistente en el idioma castellano. Proviene, según todas las fuentes, del adjetivo “coriacea”, que a su vez se deriva de “corium”, cuero, material denso, protector y rugoso que sirve de inspiración al largo proceso etimológico que culmina en “coraza”.
Ahora bien, si una “coraza” es una capa que protege del mundo físico, el “corazón”, la Gran Coraza, puede proteger también a otros niveles. No tiene por qué ser sólo un refugio contra el temporal, un abrigo peludo o un muro denso, sino también un refugio anímico que separa emocionalmente a dos individuos de las otras personas de su entorno, un vórtice sin fondo que absorbe a sus integrantes y les hace enfriar el vínculo con los antiguos acompañantes de sus días, volviéndolos meros viandantes, observadores que contemplan desde fuera la unión sagrada, sin capacidad de intervenir en su desarrollo, ya fuera positivo o negativo.
En el peor de los casos, el corazón engordará tanto, henchido de este amor abisal, que asfixiará a sus integrantes y romperá la unión que lo alimentaba, y entonces, habiendo perdido por el camino todo lo demás en su delirio absorbente, se enfrentarán a la más desnuda de las soledades.

Esta concepción posesiva del amor se ve enriquecida con un análisis más en profundidad de la palabra “coraza”. Si buscamos algún otro afijo en esta forma ya desposeída del aumentativo “-ón, -ona”, podemos reconocer el prefijo “co-” que implica acción conjunta (como en colaborar, cooperar, cofundar…) añadido a la raíz “raza”. Este detalle subraya el aspecto solipsista de la relación opaca y absorbente que ha sido descrita, pues con frecuencia este amor egoísta, infantil, avasallador, se produce entre personas inconscientes de la amplitud del globo terráqueo y la abundancia de su población.
Para producir esa ilusión de idoneidad, juramento, predestinación o lo que fuera que alimentase la intensidad del vínculo amoroso, es necesario no plantearse por qué, de todos los millones de seres humanos que pueblan, han poblado y poblarán el planeta, y comparándolo con el exiguo porcentaje de ellos que es posible conocer en una vida mortal, se ha producido la casualidad de un encuentro tan trascendental entre dos seres.
Una observación fría relativizaría lo “mágico” del asunto y conduciría a un pragmático “esta persona es sólo lo mejor que he encontrado en esta ciudad, hasta ahora y habiendo gastado una mínima parte de mi energía en ello, de las más de 3.000.000.000 de su sexo que andan sueltas en el mundo”. Cuando no obstante se vive en la ilusión de una especie de predestinación, el amor de tipo posesivo se puede ver bien favorecido por la escasez de miras que favorece el amor cerrado, localista, intrarracial.

Si entendemos el Absoluto amoroso y sus redes de posesión corporal como un fruto menor del Absoluto monoteísta y sus redes de posesión espiritual, sobre todo el islámico (en mi opinión, fue introducido en Occidente gracias a la influencia del sufismo persa en el mundo andalusí), no podemos evitar asociarlo a la voluntad monoteísta, manifiesta desde los tiempos de los patriarcas bíblicos, de procrear en abundancia para extender la raza hasta conquistar el mundo, lo que explica la presencia en sus códigos morales de una oposición tajante contra la lujuria infructuosa y los métodos anticonceptivos. 
Con respecto al corazón, vemos que contiene el nombre "Corán", e insinúa "(T)ora". La primera letra del Pentateuco es bet (ב) y la última lámed (ל). Uniendo lámed a bet se obtiene "lev" ב), que significa precisamente "corazón" en hebreo, lo que los judíos interpretan como un llamado a reiniciar la lectura para aprehender emocionalmente lo escrito. *

La imagen de la raza exagerada hasta el chovinismo y el desprecio del otro se convierte en raz-ón (“raza” en aumentativo). La cooperación entre miembros de una misma raza, la co-raza a secas, es natural mientras no vaya acompañada de una manipulación enfermiza e interesada de los rasgos identitarios. Abstrayéndonos con respecto a las conclusiones que hemos entresacado, descubriremos que una co-racialidad demasiado acusada construye una gruesa coraza en torno a sus integrantes que influye negativamente en todos los aspectos a los que se aplique: la utilización del espacio público, la colaboración en las festividades, la integración de los subgrupos, la socialización de los niños, la paz social, la sensación de pertenencia geográfica y cultural…
Hemos esbozado el amor pasional y posesivo, el exceso de emocionalidad patológico y la fidelidad a la pareja como parte de un conjunto prefabricado de sentimientos que implican fidelidad también a idiosincrasias, genes, países o banderas, y hemos opuesto sus mayores excesos al cosmopolitismo, a la conciencia de la propia insignificancia, al relativismo y el escepticismo.

Esta fuente de agua ponzoñosa es la que en buena medida ha emanado el amor a lo largo de la historia, pero, en efecto, existe otra posición sobre los asuntos del corazón: la posición de los hombres que se han declarado sabios, ascetas, filósofos o místicos desde que el tiempo es tiempo. Hombres que con frecuencia se han considerado por encima de las veleidades de la vida amorosa y de los fútiles afectos y han optado por el desprecio de los sentimientos en pos de los pensamientos: una cruzada contra el corazón en defensa del monopolio de la cabeza.
Esta posición queda de nuevo reflejada en la etimología de la palabra “corazón”. Recordemos que una de sus formas más antiguas es el sánscrito hrid, que significa “dar saltos”. Esos saltos se refieren, en teoría, al latir del órgano en cuestión, pero puede interpretarse también como una referencia a los altibajos emocionales, al pedregoso sendero anímico de depresiones y alegrías sucesivas al que condena a hombres y mujeres.
Nuestra palabra española “corazón” desvela esta otra faceta, igual que nos mostró su contraria (“coraza grande” o co-racialidad acentuada, si me permiten el neologismo). Habiendo identificado el prefijo “co-”, nos lo encontramos ahora anexado al término “Razón”, que es precisamente la facultad intelectual del raciocinio.

Anteriormente habíamos optado por interpretar “co-” como una acción cooperativa entre muchos integrantes. Esto se debe a que “raza” es un nombre plural, que incluye a multitud de individuos. No obstante, “Razón” se refiere a una sustancia individual, por lo que no admite esta clase de interpretaciones. ¿Qué sucede cuando el prefijo “co-” se aplica a un individuo? Las palabras “copiloto” o “codelincuente” nos lo muestran. En este caso, se trata de un individuo subordinado que sirve al principal a realizar su función. De este modo, un “co-razón” es algo que está en una categoría inferior a la Razón y que sólo es válido en tanto que obedece los preceptos de ésta y la ayuda a conseguir sus objetivos. Se trata del desprendimiento de las propias emociones que ha caracterizado los prototipos del sabio en todas las culturas. El temor a lo emocional por ser irracional e imprevisible, por carecer de la fijeza estática que los supuestos sabios creen encontrar tras el entramado del mundo de las apariencias, ese mundo de los sentidos donde se mueven las emociones engañadas por espejismos, mentiras, fábulas.

Si acudimos al inglés vemos que “head” (cabeza) y “heart” (corazón) son muy semejantes a simple vista, pero tienen una pronunciación muy diferente. “Heart” se escribe casi como “head” pero su pronunciación se parece más a la de “hurt” (doler), demostrando su paradójica situación: es una cabeza que duele, en el sentido de que se trata de una fuente de energía que puede movilizar y regir el comportamiento y el obrar íntegro del individuo, como hace la cabeza, pero que, a diferencia de lo que sucederá si se siguen sólo los preceptos del intelecto, tiene la desventaja de introducir un sufrimiento evitable en la vida.

La síntesis entre una pasión que tiende a la desmesura y un intelecto que tiende a la insensibilidad es el nudo principal que un individuo debe desatar a lo largo de su biografía emocional. Insertado en una cultura que fabrica de forma automática posesividad, celos y neurosis, y cuya filosofía es incapaz de oponer una alternativa decente al primado del neocórtex, los individuos no encuentran más que obstáculos  a la hora de dar con la combinación saludable.
Algunos optan por la vía de lo sensorial y, sin salirse de su carril, se decantan, en la elección entre celos o celibato, por la frivolidad y lo que Bauman llama “amor líquido”: puro juego, sin pasión, sin compromisos, sin vistas de perpetuidad. Practican el co-ratón (corazón en miniatura), el cara-zón (cirugía estética), o el cora-sun (ligues de chiringuito). Otros, buscando una sabiduría falaz, sustituyen su corazón por co-ración (racionamiento de los sentimientos), cero-zón (inmutabilidad), cerra-zón (privación de las tentaciones), cura-zón (catolicismo) o cora-zen (práctica budista).

El autor cree que lo más útil es comenzar de nuevo, en pos de una raíz distinta, sin tanta carga histórica y lingüística, y se inclina por carición.






De ahí que en muchos idiomas, no así en español, “aprender muy bien” se traduzca por “aprender de corazón”.

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