La palabra “amor” se remonta al indoeuropeo amma, forma cariñosa de denominar a la
madre (que da “mamá” en español o “maa” en hindi), a la que se añade en latín
el sufijo “or” (presente aún hoy en palabras como “dolor”, “color”, etcétera).
En un tiempo infinitamente remoto vivían proto-hombres
que hablaban el lenguaje de la mítica IndoEuropa, sintetizado artificialmente a
partir de lo que se conoce de las lenguas existentes. Lo primero que esta
simbólica humanidad primigenia sintió como “amor” fue, según parece, el calor
de la madre. Luego esto se iría aplicando, por extensión, a otras clases menores
de afecto (en las cuales muchos individuos han proyectado siempre la figura
maternal) como el amistoso, el romántico o la compasión por todos los seres
sintientes.
Algunos señalan que “amor” viene directamente del
latín, y que supone la aplicación del prefijo de negación “a-” a la raíz “mors,
mortis” (muerte). Así, el amor supondría lo eterno, o lo que provoca la ilusión
de serlo. Es una etimología falaz, pero no por ello carece de potencial
poético. En este orden de cosas, no sería más descabellado suponer que se
refiere, en lugar de a la falta de muerte, a la carencia de costumbres, en
latín “mos, moris”.
Desde este punto de vista, la relación de pareja más
que por su eternidad (adjetivo que es difícil aplicarle al concepto tras la contrastación empírica), se
diferenciaría por romper la norma, lo habituado en el resto de relaciones
humanas, por ser aquel pequeño escondrijo en el que dos seres se sustraen al mundo
de las leyes de sus semejantes, de los hábitos de su tiempo, y se unen en un
lazo secreto y mágico que comparten con sus padres, y los padres de sus padres,
y con personas de todos los lugares y todas las eras, alcanzando así lo
universal por una vía más efectiva que el ingenuo ensueño de intemporalidad.
El fallo de esta teoría, falsedad aparte, radica en
que supone un concepto de amor subjetivo, personal, igualitario (o con
aspiraciones de igualdad entre sus partes) y con tendencia a la monogamia, donde
parecen importar los sentimientos y las necesidades de ambos. Ninguna de estas
característica ha resultado ser una constante universal a lo largo de los
siglos y los mundos, sino más bien la rara excepción, incluso lo sigue siendo hoy
día en las sociedades occidentales, en donde para la mayoría es el ideal a
seguir. Así pues, puestos a fantasear etimologías, deberíamos buscar la verdad
en otro lugar menos protegido, peor vigilado que la palabra sagrada que designa
oficialmente al sentimiento.
Puede aportarnos más conclusiones el término que se
refiere al habitáculo tradicional del amor y, en general, de todas las
emociones elevadas. En lugar del
sentimiento en sí, tal vez su encarnación anatómica y terrenal resulte más
esclarecedora, tal vez haya sido blindada con menos cuidado. Nos referimos al “corazón”,
cuya etimología oficial proviene del
protoindoeuropeo kerd, cuya raíz más antigua conocida se encuentra en el
sánscrito hrid, que significa “lo que da saltos”,
y desemboca en hridia y luego kardia en griego, de donde proceden la mayoría de
las formas latinas, germanas o eslavas.
En latín, será “cor”, de donde surgen una inusitada
cantidad de verbos en español: “concordar” son corazones al unísono, lo
contrario de “discordancia”, “recordar” es devolver al corazón lo que había
perdido, “cordialidad” es dar el corazón, “cuerdo” es quien tiene el corazón en
su sitio, etcétera.
Si comparamos las diversas formas que proceden de
“cor” tenemos coeur en francés, cuore en italiano, cord en rumano, y, entre muchos otros, corazón en español. Llama la atención que esta última versión sea
mucho más sofisticada y añada un “-azón” de invención propia, culminado en un
sufijo aumentativo, como si participara, en comparación con las otras palabras,
de la estereotípica actitud chulesca española: “el mío, mejor y más grande”.
No obstante, si admitimos el sufijo “-on, -ona” al
final del término, debemos admitir que lo sufijado no es “cor” sino “coraza”,
palabra preexistente en el idioma castellano. Proviene, según todas las
fuentes, del adjetivo “coriacea”, que a su vez se deriva de “corium”, cuero,
material denso, protector y rugoso que sirve de inspiración al largo proceso
etimológico que culmina en “coraza”.
Ahora bien, si una “coraza” es una capa que protege
del mundo físico, el “corazón”, la Gran Coraza, puede proteger también a otros
niveles. No tiene por qué ser sólo un refugio contra el temporal, un abrigo
peludo o un muro denso, sino también un refugio anímico que separa
emocionalmente a dos individuos de las otras personas de su entorno, un vórtice
sin fondo que absorbe a sus integrantes y les hace enfriar el vínculo con los
antiguos acompañantes de sus días, volviéndolos meros viandantes, observadores
que contemplan desde fuera la unión sagrada, sin capacidad de intervenir en su
desarrollo, ya fuera positivo o negativo.
En el peor de los casos, el corazón engordará tanto,
henchido de este amor abisal, que asfixiará a sus integrantes y romperá la
unión que lo alimentaba, y entonces, habiendo perdido por el camino todo lo
demás en su delirio absorbente, se enfrentarán a la más desnuda de las
soledades.
Esta concepción posesiva del amor se ve enriquecida
con un análisis más en profundidad de la palabra “coraza”. Si buscamos algún
otro afijo en esta forma ya desposeída del aumentativo “-ón, -ona”, podemos
reconocer el prefijo “co-” que implica acción conjunta (como en colaborar,
cooperar, cofundar…) añadido a la raíz “raza”. Este detalle subraya el aspecto
solipsista de la relación opaca y absorbente que ha sido descrita, pues con
frecuencia este amor egoísta, infantil, avasallador, se produce entre personas
inconscientes de la amplitud del globo terráqueo y la abundancia de su
población.
Para producir esa ilusión de idoneidad, juramento,
predestinación o lo que fuera que alimentase la intensidad del vínculo amoroso,
es necesario no plantearse por qué, de todos los millones de seres humanos que
pueblan, han poblado y poblarán el planeta, y comparándolo con el exiguo
porcentaje de ellos que es posible conocer en una vida mortal, se ha producido
la casualidad de un encuentro tan trascendental entre dos seres.
Una observación fría relativizaría lo “mágico” del
asunto y conduciría a un pragmático “esta persona es sólo lo mejor que he
encontrado en esta ciudad, hasta ahora y habiendo gastado una mínima parte de
mi energía en ello, de las más de 3.000.000.000 de su sexo que andan sueltas en
el mundo”. Cuando no obstante se vive en la ilusión de una especie de
predestinación, el amor de tipo posesivo se puede ver bien favorecido por la
escasez de miras que favorece el amor cerrado, localista, intrarracial.
Si entendemos el Absoluto amoroso y sus redes de
posesión corporal como un fruto menor del Absoluto monoteísta y sus redes de
posesión espiritual, sobre todo el islámico (en mi opinión, fue introducido en Occidente gracias a la influencia del sufismo persa en el mundo andalusí), no podemos evitar asociarlo a la voluntad monoteísta,
manifiesta desde los tiempos de los patriarcas bíblicos, de procrear en
abundancia para extender la raza hasta conquistar el mundo, lo que explica la presencia
en sus códigos morales de una oposición tajante contra la lujuria infructuosa y
los métodos anticonceptivos.
Con respecto al corazón, vemos que contiene el nombre "Corán", e insinúa "(T)ora". La primera letra del Pentateuco es bet (ב) y la última lámed (ל). Uniendo lámed a bet se obtiene "lev" (לב), que significa precisamente "corazón" en hebreo, lo que los judíos interpretan como un llamado a reiniciar la lectura para aprehender emocionalmente lo escrito. *
Con respecto al corazón, vemos que contiene el nombre "Corán", e insinúa "(T)ora". La primera letra del Pentateuco es bet (ב) y la última lámed (ל). Uniendo lámed a bet se obtiene "lev" (לב), que significa precisamente "corazón" en hebreo, lo que los judíos interpretan como un llamado a reiniciar la lectura para aprehender emocionalmente lo escrito. *
La imagen de la raza exagerada hasta el chovinismo y
el desprecio del otro se convierte en raz-ón (“raza” en aumentativo). La
cooperación entre miembros de una misma raza, la co-raza a secas, es natural
mientras no vaya acompañada de una manipulación enfermiza e interesada de los
rasgos identitarios. Abstrayéndonos con respecto a las conclusiones que hemos
entresacado, descubriremos que una co-racialidad demasiado acusada construye una
gruesa coraza en torno a sus integrantes que influye negativamente en todos los
aspectos a los que se aplique: la utilización del espacio público, la
colaboración en las festividades, la integración de los subgrupos, la
socialización de los niños, la paz social, la sensación de pertenencia
geográfica y cultural…
Hemos esbozado el amor pasional y posesivo, el exceso
de emocionalidad patológico y la fidelidad a la pareja como parte de un
conjunto prefabricado de sentimientos que implican fidelidad también a
idiosincrasias, genes, países o banderas, y hemos opuesto sus mayores excesos
al cosmopolitismo, a la conciencia de la propia insignificancia, al relativismo
y el escepticismo.
Esta fuente de agua ponzoñosa es la que en buena
medida ha emanado el amor a lo largo de la historia, pero, en efecto, existe otra posición
sobre los asuntos del corazón: la posición de los hombres que se han declarado
sabios, ascetas, filósofos o místicos desde que el tiempo es tiempo. Hombres
que con frecuencia se han considerado por encima de las veleidades de la vida
amorosa y de los fútiles afectos y han optado por el desprecio de los sentimientos
en pos de los pensamientos: una cruzada contra el corazón en defensa del
monopolio de la cabeza.
Esta
posición queda de nuevo reflejada en la etimología de la palabra “corazón”. Recordemos
que una de sus formas más antiguas es el sánscrito hrid, que significa “dar
saltos”. Esos saltos se refieren, en teoría, al latir del órgano en cuestión, pero puede
interpretarse también como una referencia a los altibajos emocionales, al
pedregoso sendero anímico de depresiones y alegrías sucesivas al que condena a hombres
y mujeres.
Nuestra palabra española “corazón” desvela esta
otra faceta, igual que nos mostró su contraria (“coraza grande” o “co-racialidad acentuada”, si me permiten el neologismo). Habiendo
identificado el prefijo “co-”, nos lo encontramos ahora anexado al término “Razón”,
que es precisamente la facultad intelectual del raciocinio.
Anteriormente habíamos optado por interpretar “co-”
como una acción cooperativa entre muchos integrantes. Esto se debe a que “raza”
es un nombre plural, que incluye a multitud de individuos. No obstante, “Razón”
se refiere a una sustancia individual, por lo que no admite esta clase de
interpretaciones. ¿Qué sucede cuando el prefijo “co-” se aplica a un individuo?
Las palabras “copiloto” o “codelincuente” nos lo muestran. En este caso, se
trata de un individuo subordinado que sirve al principal a realizar su función.
De este modo, un “co-razón” es algo que está en una categoría inferior a la Razón
y que sólo es válido en tanto que obedece los preceptos de ésta y la ayuda a
conseguir sus objetivos. Se trata del desprendimiento de las propias emociones
que ha caracterizado los prototipos del sabio en todas las culturas. El temor a
lo emocional por ser irracional e imprevisible, por carecer de la fijeza
estática que los supuestos sabios creen encontrar tras el entramado del mundo
de las apariencias, ese mundo de los sentidos donde se mueven las emociones engañadas
por espejismos, mentiras, fábulas.
Si acudimos al inglés vemos que “head” (cabeza) y
“heart” (corazón) son muy semejantes a simple vista, pero tienen una pronunciación
muy diferente. “Heart” se escribe casi como “head” pero su pronunciación se
parece más a la de “hurt” (doler), demostrando su paradójica situación: es una cabeza que duele, en el sentido de que se trata de una fuente de energía
que puede movilizar y regir el comportamiento y el obrar íntegro del individuo,
como hace la cabeza, pero que, a diferencia de lo que sucederá si se siguen
sólo los preceptos del intelecto, tiene la desventaja de introducir un sufrimiento
evitable en la vida.
La síntesis entre una pasión que tiende a la
desmesura y un intelecto que tiende a la insensibilidad es el nudo principal
que un individuo debe desatar a lo largo de su biografía emocional. Insertado
en una cultura que fabrica de forma automática posesividad, celos y neurosis, y
cuya filosofía es incapaz de oponer una alternativa decente al primado del neocórtex,
los individuos no encuentran más que obstáculos
a la hora de dar con la combinación saludable.
Algunos optan por la vía de lo sensorial y, sin
salirse de su carril, se decantan, en la elección entre celos o celibato, por
la frivolidad y lo que Bauman llama “amor líquido”: puro juego, sin pasión, sin
compromisos, sin vistas de perpetuidad. Practican el co-ratón (corazón en
miniatura), el cara-zón (cirugía estética), o el cora-sun (ligues de
chiringuito). Otros, buscando una sabiduría falaz, sustituyen su corazón por co-ración
(racionamiento de los sentimientos), cero-zón (inmutabilidad), cerra-zón (privación
de las tentaciones), cura-zón (catolicismo) o cora-zen (práctica budista).
El autor cree que lo más útil es comenzar de nuevo,
en pos de una raíz distinta, sin tanta carga histórica y lingüística, y se
inclina por carición.
* De ahí
que en muchos idiomas, no así en español, “aprender muy bien” se traduzca por
“aprender de corazón”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario