Una publicación de 1875 sobre una cuestión de largo recorrido en España.
Ayer aprendimos que el individualismo gusta de entender la sociedad como una red reticular de sujetos atomizados disponibles para negociar contratos basura. Sin embargo, anteayer sobrevolábamos una asociación que, aun con estos principios, se convirtió en un culto. ¿Cómo puede ser? ¿Es la excepción que confirma la regla? ¿Eran otros tiempos, esos del capitalismo descarado?
Si bien pocas cosas superan la
cantidad de chanzas que puede inspirar Objetivismo (el propio Murray Rothbard les dedicó un opúsculo satírico),
hemos de admitir que la conciencia de grupo -o de clase- de algunos
individualistas está muy desarrollada. Los "liberales" se amistan
entre ellos, leen libros liberales, utilizan un lenguaje liberal pautado
distinto al de la mayoría de sus semejantes (por ejemplo, cambiar "mercado
negro" por "economía sumergida" o "paraíso fiscal" por
"refugio fiscal"), apelan a otros liberales en la esfera pública, se
informan de la actualidad por medios liberales y nunca descartan poner sus
puntos liberales sobre las íes progresistas de cualquier debate público (o, en
menor medida, sobre las conservadoras), ya tenga lugar el encuentro de gallináceas
en el anonimato de la web o el fragor de la conversación. Los verdaderos
liberales están contra todo: contra cualquier postura política, por el mero
hecho de ser “política” y no aspirar a la supresión de este noble arte, contra
cualquier período histórico, donde siempre hubo “coerción” por parte de una
casta privilegiada, y contra el sentido común de la mayoría de la gente, que no
se opone abiertamente al Estado sino más bien pretende que actúe en favor de
sus intereses particulares.
Este guerra contra todo y contra
todos, desde el último boletín del BOE hasta la última opinión de la taberna,
desde los magnates sin impuestos hasta los pringados sin subsidios, desde los tinteros de
los intelectuales hasta los graneros de los que no lo son tanto, corre el riesgo de conducir
a la endogamia ideológica. No es un fenómeno singular: un
precedente notable fue la ortodoxia comunista en los países capitalistas del
siglo pasado, que pecaba de todas y cada una de las faltas anteriores y se
recluía en un tribalismo bastante paradójico con respecto a su intención de
rescatar a la humanidad entera (embrutecimiento que aún le dura).
En los individualistas, esta condición de hermanamiento mutuo es más contradictoria, si cabe. Pues, aunque se opongan a la existencia de los proyectos políticos colectivos, el suyo es uno más entre ellos, así esté destinado a extinguirlos todos. Y no sólo porque se adscriba a determinados partidos y haga uso y abuso de las fuentes habituales de manipulación de la opinión pública, sino porque se revierte, con no poca frecuencia, de un fuerte aura de cruzada.
Lo que debiera ser una asociación fría, profesional y con fines publicitarios acaba volviéndose algo
más, algo muy ligado a la noble pasión y a la identificación con una causa que
mueven a los idealistas de toda índole. Aliñan sus días con la esperanza del
paraíso por venir, como hacen todos los descendientes de Moisés. Caen en la conspiranoia y en el complejo de
superioridad del sabio que posee la verdad frente a los necios que cavan más hondo su error. También, por supuesto, en el ineludible frikismo generador de ídolos
contraculturales. Me apuesto la corbata a que más de uno padecería una
prolongada depresión cuando constatara que todos los fines han sido cumplidos y
ya no hay de qué quejarse. ¿No es curioso que los que más rechazan la política sean los que más disfrutan de ella?
Que el ser humano es una criatura
sectaria resulta algo bastante evidente, a la luz de la historia. En un mundo
secularizado las querencias extremistas, en lugar de desaparecer, simplemente
se redirigen: hoy afectan a ideologías de cualquier signo como ayer afectaron a
la religión, el orgullo patrio o las opiniones sobre la sexualidad del vecino. Sólo se pueden hacer dos cosas con esta propensión: o encerrarse
en un culto marginal, lo que conlleva la intransigencia hacia las otras
posiciones y favorece la enemistad y el conflicto, o trasladar esa necesidad de
construir una obra común a la luz pública mediante la intervención en un juego
político lo más justo posible. Si nos mantenemos al margen nunca podremos descansar tranquilos con la resignada excusa de que "el pueblo ha hablado" y allá ellos, échate unas birras. Nos sucederá como a aquellos que se toman la justicia por su mano: al no haber un tribunal de por medio que garantice el cumplimiento de la ley, daremos, en nuestro furor, cuatro tortas por cada dos recibidas.
Muchos individualistas, en lugar de
aceptar la elección de la mayoría, la niegan de raíz calificándola de tiranía y liberticidio. Objetivistas o laicos, tienden a retirarse de ese
modelo de debate, ofreciendo una apariencia sectaria sorprendente si tenemos en
cuenta la preponderancia de sus intereses en fenómenos internacionales como los
planes de austeridad y la globalización, por citar dos de los gordos. Paradójicamente,
al negar de raíz todo lo que suene a “política” y “proyecto estatal” y
pretender superarlo, se incurre en el sentimiento del clan y la tribu, que es, si
hablamos en términos estrictamente históricos, el estado de cosas anterior a la
invención del sistema democrático, donde las diferencias sólo se podían saldar,
en la ausencia de un medio de contención de las opiniones o de equilibrio entre
ellas, con trincheras, sopapos y miradas torvas.
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