En esta última entrega de mis Diarios franceses hemos de abordar la gran
pregunta que se nos plantea, inevitablemente, cuando acabamos un período
importante en la vida. Mi estancia en París, la vida en otro país, la comunión
con otras culturas, con otras lenguas ¿ha sido como me esperaba, ha sido peor, o
simplemente distinta? ¿me ha dejado un
gran baúl de recuerdos inestimables? ¿me ha abierto la mente, los ojos y
lo que hiciera falta? ¿ha sido
imprescindible o me la podría haber ahorrado, en el sentido más económico del término? ¿me ha
servido para crecer en lo personal, o me he afrancesado?
Y, lo que es más importante, ¿ha sido una jugada estratégica para la paz
futura de la Galaxia?
Para empezar, debo dar las gracias al equipo del Yugo por permitirme volcar
en él tantas barreduras como les he soltado. Han sido un refugio espiritual,
una puerta al mundo, una oportunidad altruista, unos ánimos sin máscara. Muchos de los textos han pasado por una acogida más
bien fría. Otros han obtenido reacciones bastante encontradas. Uno de los que
más convulsión han provocado es Los padres de la criatura, firmado a principios
del presente año (a diferencia de la mayoría de los publicados por mí, muy
anteriores). He sido felicitado por algunos por haber puesto de relieve con
salero lo que, desde un punto de vista algo racionalista, han sido algunas de
las grandes contradicciones del credo cristiano. Pero también he recibido
alguna que otra acusación de crueldad, de saña, de ridiculización gratuita,
intempestiva.
Yo creo, empero, que es una de las cosas menos gratuitas que he tenido la
suerte de imaginar. Todos sabemos que un texto puede ser más que lo que se ve
en sus líneas, incluso más de lo que se lee entre líneas. A veces es importante
también fijarse en el contexto, en las circunstancias, los motivos que conducen
a su producción. "Los padres de la criatura", supuesto alegato contra
la doctrina teológica, es, más bien, la denuncia de las condiciones en las que
fue formada esa doctrina. Va más allá de lo que sentencian los libros sagrados,
lo que sugieren algunos bestsellers oportunistas, lo que se rumia en las
catequesis, y apunta al momento del parto, en una recreación dramática del
¡eureka! de turno, de la bombillita (triangular) que prendió sobre la
testa de alguien. ¿Por qué no analizar desde esta óptica también mi humilde historia, ni
sagrada, ni bestseller, ni cate...cateta?
En efecto, si investigamos las circunstancias que rodearon su escritura,
descubriremos que no son cualquier cosa. “Los padres de la criatura” no fue concebido una buena mañana camino del cole. Tampoco fue anotado en algún cuarto de baño. La mayor parte de su contenido fue apuntado en un
cuadernito rojo de bolsillo dentro de
la Basílica Papal de San Pedro, en el Vaticano (Roma). Uno, que no tiene
remedio, va a al Vaticano y, en lugar de dejarse emocionar por un arte mayestático,
unos lugares que sangran historia, una religiosidad densa que se puede cortar
con un cuchillo, se dedica a escribir cosas como esa.
Eran las vacaciones de invierno en Francia, y un vuelo de treinta euros a
Roma en las fechas justas (que luego descubrí que partía a casi 100 km de
París, y eso, por supuesto, se lo cobraron) me convenció para descubrir la
única urbe en el mundo capaz de hacerle competencia a la capital francesa en cuanto
a pompa y circunstancia (si conocen otras, avísenles, porque eso es lo que
rezan las condiciones de su hermanamiento exclusivo). El ardiente deseo
de probar el couchsurfing me empujó a dedicarme una tarde a la semana, durante
el mes y medio que antecedió al vuelo, a buscar sofás, para finalmente
encontrar un raro descenso de mi reputación en dicha red social, dos o tres enemigos
de por vida que al parecer no se tomaron a bien mis mentirijillas y, sí, un sofá en las
afueras y para una única noche. El resto, de hostal.
Durante mis días romanos amenazó la lluvia, mediante la táctica habitual:
caerte encima. Fue entonces cuando descubrí el verdadero valor del regateo, al
negarme a comprar un paraguas a un rumano por 4 euros, pensando que una
pulmonía valía mucho menos. Al final tuve que conseguir el paraguas a 8, porque
el regateador notó lo acuciante de mi situación y la explotó. Y, lo que es
peor, tuve que dejar el objeto en tierra a la hora de coger el avión por su
potencial uso como dildo anal de azafatos, algo frustrante careciendo como he
carecido de antídotos contra la intemperie en la pluviosa París en ese pequeño
lapso que separa los meses de noviembre y julio. Para que no se repitiera este
incidente indecente decidí que el resto de las mañanas, si veía que no tenía pinta de llover,
me encaminaría hacia los lugares situados al aire libre (sobra decir que la
mayoría del programa). Estas mañanas amistosas se sucedieron día tras día y,
para mayor fortuna mía, la lluvia casi no volvió a asomar su feo rostro, sumisa
al clima mediterráneo.
Creo que se comprende ahora por qué iba a dejar una atracción mayor como la
ciudadela papal, el reducido reducto moral de Occidente, mi primer Estado
totalitario (¡y espero que no el último!), para el día antes de la partida: se
trataba de una visita mayormente de interiores (arquitectónicos amén de
espirituales), y por ello era compatible con un hipotético aguacero (cuando estoy
con Dios nada me altera). Lo que no se puede explicar de forma tan secuencial
es por qué no entré corriendo en la basílica, dada mi patológica propensión a
sentirme parte de algo mayor que mí mismo en cualquier clase de construcción rimbombante,
sino que me lanzara de cabeza, cual sabueso tras un hueso, después de responder
en la Plaza un par de preguntas en broken english a un leprechaun de la BBC, a los Museos
Vaticanos.
Peor se puede explicar por qué diantres, al caer la tarde, tuve que quedarme a escuchar una
misa en la primera iglesia de la cristiandad, misa que, lo sabía ya entonces,
duraría mucho más de lo que pudiera prolongarse cualquier recochineo interno
mío por la situación. Pero eso fue lo que hice, al contrario que la mayor parte
de los turistas, y supe al atravesar el coto que colocaban para ahuyentarlos
que no había vuelta atrás, que no iba a ser posible irme antes de que les diera
por acabar, que no podría levantarme y buscar la puerta a tientas allí en medio, en la
boca del lobo, y mucho menos obedecer a mi muñeca izquierda cuando me pedía a gritos ser indicada
con el índice al personal. Por consiguiente, decidí
tranquilizarme y disfrutar del prodigioso discurso bíblico que iba a cobrar
cuerpo ante mis ojos. Hasta que recordé que no sé italiano.
Tras el agradable descubrimiento de que la lengua de Dante vale para algo
más que la mafia, presentarse si eres un personaje de Nintendo o tomar el
nombre de uno de los progenitores en vano (también es útil para otorgar
dramatismo a historias que después de dos mil años es un logro hacer
sonar interesantes... logro del que debería aprender Nintendo), y tras haber
descubierto que los panaderos del Vaticano tienen buen tacto para las obleas,
el cuerpo me pedía ya un poco de pizza, a falta de ostras de Bretaña, para dar
por concluido el viaje y dedicar la noche entera a rememorarlo todo en mi cámara de fotos una y otra vez en la habitación del hostal, como si estuviera a
más de mil kilómetros de la ciudad que ya comenzaba a añorar.
Pero un nuevo empujoncito de irracionalidad se impuso: decidí sentarme en
un escalón, saqué el cuadernito rojo que llevo siempre encima y sentí dos mil
años de tradición ascender por mi ano, en contacto con la fría piedra, y
encauzarse hacia mis manos, que se aprestaban a hacer justicia a ese epílogo
que buena falta le hace a las Escrituras y que de seguro desbarató el buen Juan
cuando decidió probar las virtudes literarias de los enteógenos. Sentí algo más
grande que mí mismo tomar posesión de mis facultades, y luego, una vez rematada
la faena, jadeando, exprimido, como debió quedar el alma enamorada de San Juan
de la Cruz tras el polvo místico, me sorprendí al descubrir que había algo en mí que aún recordaba
las inútiles declinaciones a las que dediqué los mejores años de mi vida
("amicus-amicum-amici"), además de latinajos más pedantes que Rick
Wakeman en la banda de la graduación del cole (probablemente un resabio
inconsciente de viejas lecturas de Astérix), expresiones de la poligonera por
la que estuve a punto de someterme a cirugía ("un puntillo friki que te
cagas") y, simplemente, la mejor frase de todos los tiempos: "¡Oh,
Pontius, me he mojado el peplum!".
Sin duda era un texto que ya por sus cualidades estrictamente artísticas
iba a pasar a la historia literaria de la infamia, pero yo sentía que era algo
más, que en mí se había expresado esa tarde un llamado a la coherencia, a un
nuevo orden, a una pizquita de sentido común, una invitación a coligar el
Papado y el mundo moderno más franca que la de Franco, al cual por cierto tuve
la suerte de ver mentado en algunas placas de la ciudad, seguramente de época
fascista, bajo un título elogioso que le hacía competencia a un buen amigo mío.
Al parecer, lo que acababa de escribir entroncaba también con otras historias
infames que en el mundo han sido.
Léase la novena línea
Abrumado por estos propósitos de enmienda, estas promesas que de tan
utópicas se me antojaban electorales, y también abrumado por los seguratas
que me empujaban hacia la puerta, salí al atardecer vaticano. La plaza estaba
aún más concurrida que de costumbre, y todo el mundo parecía mirar a un punto
fijo que no supe discernir con exactitud ¿Sería una aparición mariana? ¿Me estaría cegando mi incredulidad? Me
dirigí al individuo más cercano en ese espanglish italolatino que había ido
perfeccionando los días anteriores y me explicó, con la típica gracia
involuntaria de los italianos, que dentro de cosa de una o dos horas iba a
aparecer la fumata negra, y todos los turistas aprovecharían para fotografiar
humo negro recortado contra cielo negro y sentir así que sus vidas habían
merecido la pena. Siendo persona de no desperdiciar ni un segundo de mi tiempo,
no me vi sorprendido cuando una vez más en ese día aciago mi reacción más
predecible fue violada, y me resigné a mantenerme de pie entre las masas
durante cerca de dos horas, diciéndome, cada decena de minutos de las muchas
que se sucedieron, que quedaban aún dos horas y que en mi última noche romana
había mil cosas mejores que hacer que estar allí de pie en medio de la plaza,
imitando al más devoto pasmarote. Para colmo de males, los presentes confundían
con humo oscuro cualquier nube o pájaro extraviado que se avistara en la enorme
pantalla, la cual enfocaba una chimenea minúscula sita fuera del alcance de la
vista analógica. La mayoría no habíamos tenido la ocasión de documentarnos
sobre la naturaleza de la prometida fumata, y esto ocasionaba que se
prorrumpiera en un "míralo" a mil lenguas cada dos por tres, lo que volvía
la permanencia allí particularmente desagradable.
En todo caso, tras dos horas y tres cuartos como poco, sucedió lo que el
lector inteligente habrá adivinado: un humo blanco inundó la
escena de la chimenea, y también se dejó ver en el cielo nocturno para los
pocos que no estábamos en ese momento dejándonos los ojos en la pantallita.
A punto estuve de hacerle la “mano cornuta”
como a la estrella que es, pero recordé que en Italia era tradicionalmente un gesto supersticioso
de protección que podía ser malinterpretado. Sí, fue por eso.
Luego sucedió lo que cualquiera pudo ver en los informativos sin necesidad
de perder dos horas y tres cuartos de pie en Roma, oliendo el sudor de miles de
fieles: el afeminado "Habemus Papam", los numeritos de la guardia
papal y, finalmente, pues los cabezas de cártel se hacen de rogar, la aparición
de un figurín en la balconada que hablaba el italiano como Borges el sajón
antiguo. Yo, ignorante de la prensa rosa papal y por ende de las credenciales
del sujeto, sólo pude soltar el suspiro de alivio que suelta uno cuando un par
de noches atrás ha escuchado en una trattoria a un grupo de italianos
cotillear sobre el certamen y a uno de ellos sacar a colación las palabras
"Rouco Varela", trauma que, lo juro, me tuvo que tocar a mí. Pero un
cambio más importante que el dinástico había sucedido esa noche en la Plaza de
San Pedro: mi condición de hispanohablante me había vuelto una estrella. A mi
lado, un peruano exaltado exclamaba a las televisiones del mundo que este papa
era un favorito de la Santa Trinidad, por haber sido elegido el día trece (1 y
3), del tercer mes (3) del 2013 (1, 3 y…) y, lo que es más importante, por ser
latino.
Ahora era el momento de celebrar nuestra lengua, nuestra historia, y toda
esa caudalosa herencia en común que tiene un menda lerenda de Cai con un choro cholo de los Andes, y un latino del Lacio con uno de la Pampa, y yo con tú, y en fin
¡todos! No sé a cuántos periodistas de la más diversa oriundez tuve que
regalarles mi cara de "nada me conmueve" mientras me dirigía a un
lugar menos atosigante, donde me quedé un rato contemplando a un par de jóvenes
con sendas banderas de bordados templarios soltar a voz en grito y
alternativamente los "Viva il Papa" que se habían vuelto el código de
salutación de la noche. Luego traté de atajar para alcanzar mejor el centro, me
perdí profundamente en el proceso y descubrí que lo de Mario y Luigi era de todo
menos un estereotipo, pero esa es otra historia.
A la mañana siguiente, antes de irme, no pude contenerme y me abalancé
sobre el teclado del hostal tecleando un torpe "Bergollo" (que es, a
grandes rasgos, como se pronuncia en italiano el apellido del señor) y
descubrí, no sin sorpresa, la mitología de reformista que ya entonces se
empezaba a promulgar desde todas las fuentes de propaganda imaginables. En
efecto, la noche anterior todo el mundo parecía celebrar un gran cambio, excepto algunos italianos que al escuchar por primera vez su
apellido (que sí, es italiano) pensaron emocionados que volvíamos a los tiempos
anteriores a Wojtyła, pero yo, escéptico como pocos, no podía sino
preguntarme ¿acaso los fieles no hubieran celebrado un Gran Cambio de cualquier
modo? ¿Hubieran dicho “buu, fuera”? Se trata del Papa, leñe.
Mi viaje había incluido una apoteosis, pero había incluido también un bemol.
Sin ese bemol no habría habido apoteosis, y viceversa. Y es que el dichoso cónclave
me impidió ver la Capilla Sixtina, donde en teoría se encontraban todos los
peces gordos del cardenalato deliberando desde hacía varios días, viviendo a pan y agua
y defecando en una esquina para meter un poco de bulla. Si hubiera visto a
la madre de todos los graffitis me hubiera detenido un buen rato en ella (horas
estuve en lo del Rafa, quien no es guiso de mi paladar). Al haberme detenido
allí, no hubiera llegado a tiempo para coincidir con la misa, con lo que la
serie de influencias que hicieron fermentar en mi subconsciente el texto
liberador jamás habrían tenido lugar. Si no me hubiera quedado para la misa
habría salido de la basílica mucho antes, no hubiera encontrado a las masas
expectantes de la plaza, y hubiera cogido camino sin parar mientes en nada. Si
no hubiera estado en París no habría ido a Roma esos días, y si no hubiera ido
exactamente esos días no me habría llovido nunca y no me habría arriesgado a
dejar el Vaticano para la última jornada.
Todo estaba predestinado, pues, para suceder como sucedió. Aquellos días se
respiraba en la ciudad un ambiente especial, una mezcla de emoción contenida y
jolgorio manifiesto. Porque la Madre Iglesia es sensible a las críticas, y es aún más sensible cuando tiene esa menstruación que la aqueja una vez cada varios
años, y que antiguamente sí se señalaba con derrames de sangre. Entonces mira a
todos lados, trata de buscar inspiración de algún sitio (por ejemplo, Dios), e
investiga cómo le va a su principal enemigo, el mundo real. Los fieles
despiertan de su ensueño, ya no hay nadie que “interprete” lo que tienen que
hacer o dejar de hacer, comienza el libre albedrío, comienza el diálogo: todos
se preguntan por el futuro de la institución, sus nuevas metas, sus nuevas
estrategias de marketing, de adaptación a las nuevas tendencias, a los
pantalones cortos, las melenas masculinas, el motor de vapor, hasta que llega
el nuevo rector y todos callan. Poco después de que aquella visión misteriosa
que me poseyó agolpara trazos revolucionarios en las páginas de mi cuadernito
de poemas, a pocos muros de donde yo estaba, los altos cardenales y otros
santos hombres recibían la misma dosis de inspiración que me había electrizado.
Francisco I, Fran para los colegas, será conservador por Papa, pero en
comparación con el anterior, ¿qué más se puede pedir? Hemos pasado del Medievo
al siglo XVI, y no es pequeño el salto. El molesto rol de "moderador"
de esta historia, arrebatado por negligencia a ese Franciscum Franco del que
se encariñan las paredes romanas, me tocó a mí. Yo le di la palabra a un
nuevo Franciscum.
Todo esto conlleva una gran responsabilidad: para el próximo cónclave me
veré obligado a darme cita allí de nuevo y jugarme el pescuezo para elaborar un
texto aún más radical. Poco a poco, a base de palos, los meteremos en verea’. Será
un buen remedio para los bloqueos creativos, aunque siempre preferí la historia
que se quedaba en los libros.
De este modo, París ha garantizado, digámoslo sin reparos, un porvenir
glorioso para nuestro planeta, aunque a algunos criticones no les parecerá gran
cosa. Al fin y al cabo, el tipo ha soltado ya sus perlitas sobre el sector gay
del Vaticano y sus conspiraciones, el derecho a abortar y sus operaciones y todas
esas patatas calientes que calientan a un Papa.
No se preocupen. Esto no ha hecho más que empezar...
No hay comentarios:
Publicar un comentario