Mientras volvía vi la sombra azul de un tren parisino saliente del gare
d'Austerlitz. Lucía acababa de deslizarse tras entrar en mi habitación. Formulaba
su pregunta atónita. Aún intercambiaba párpados y reflejos con un espejo.
Conservaba desde la infancia una exótica afición a coleccionar sombras
chinescas y trazarlas en el mapa de su locura.
Nuestras miradas y nuestros miedos se encontraron. Nos declarábamos en
rebeldía por ser caracteres solitarios que tienden a desparecer en la oscuridad
sin gesticular. Una mascarilla poética y cadavérica.
Tan
distantes como el inicio de la relación se disgregan por las rendijas de
nuestras pupilas desgarradas de cerraduras y raíces siguen pernoctando entre el
oxidado y tenaz material del deseo. En vano recorremos la distancia entre las
últimas sospechas de estar solos porque comprendimos que ocupamos el vacío
elaborando el desconcierto del silencio. Estas pasiones de servidumbre se
confunden como un bastón para el corazón. Para la soledad, delirio y
osamenta. Ocurre, ciertamente, en la luz dañada del eco nocturno.
Hace rato que conviene que el tiempo presente haga su aparición mientras
nos limitamos a dibujar los contornos de la naturaleza muerta. Lucía me ofrece
vino y me extasia mirando su carnosa boca roja.
Toda la creación busca pareja en una soledad impar por un ancestral
sentimiento febril. Transcurrimos interminablemente exterminados creando un
idioma.