Esto era
una pequeña Verdad con el pelo lleno de lacitos, que paseaba por un mundo
desordenado, caótico, con coladores flotantes y lunas de queso y palmeras
nebulosas, pero que mientras ella pasaba era un campo bonito lleno de flores
bonitas y pajaritos bonitos que no tenían el cerebro a medio caer del cráneo.
Porque donde ella miraba todo quedaba ordenado, todo tenía sentido, todo era
lógico y perfecto. Sus ojos eran un faro que sólo captaba del abismo la
geometría ideal de las olas superficiales.
Por eso
no podía ver a aquellas criaturas que sí tenían el cerebro, los dientes, los
cartílagos a medio caer, o caídos del todo, esos seres que iban dejando
regueros de baba y sangre y semen a su paso y la iban siguiendo lentamente,
reptando y tropezando y resbalando y burbujeando justo detrás de ella, pero
que, cuando ella escuchaba un ruido y giraba su cabeza, se camuflaban bajo el
aspecto de árboles, briznas de hierba, roquitas, caballitos. Su sonido era una
especie de zumbido de baja frecuencia, un lamento cadavérico y exánime, y de
vez en cuando alguno se adelantaba y trataba de agarrar con la mano a la cándida
Verdad, inconsciente de su presencia.
Uno de
ellos avanzó un par de pasos y se lanzó contra ella, provocando que perdiera el
equilibrio, se cayera y se descompusiera en múltiples partes. Cada uno de sus
miembros se movía por separado, y trataron torpe y ciegamente (menos el ojo) de
acercarse los unos a los otros. Acabaron uniéndose sin orden ni concierto y
formando un pequeño adefesio, que tenía una anatomía disparatada y la cara como
un Picasso, pero que, como el orden de sumandos no altera el producto, seguía
siendo la misma Verdadita de siempre, sólo que con viejas conclusiones
deducidas de nuevas premisas. Y cuando se giró para mirar a su agresor
(con la rodilla) vio una piedrecita redondita y bonita en el camino, y entendió
por qué se había caído.
Continuó
caminando, y la masa pestilente y demacrada de engendros la siguió, lamentándose
del mal resultado de su compañero. Surgió otro monstruo de las mareas de
podredumbre y probó suerte. Llevaba con él un espejo. Se colocó tras ella, se
escondió detrás del espejo y profirió un aullido escalofriante. La pequeña
verdad se volvió y sólo vio una superficie pulida que reflejaba un campo
bonito, y se vio a sí misma en ella, también bonita, con todas sus teorías y
principios perfectamente en orden, y se regocijó en la contemplación gozosa de
aquel que se lava los dientes por las mañanas. Entonces un segundo engendro le
puso una zancadilla y ella tropezó y se rompió en pedazos. Pero los fragmentos
flotaron y se volvieron a articular, recomponiéndola de nuevo. Sus ojos
flotantes se miraron en el espejo y la notaron un poco descompuesta, pero le
daba igual porque todas las partes se seguían articulando en un todo armonioso,
estuvieran donde estuvieran.
Sin
embargo, sí se dio cuenta de que no había qué las uniera, que entre los
miembros sólo había aire, que orbitaban como astros, pues la zancadilla había
derruido conexiones causales y fundamentos sobre los que apoyar las cadenas de
razonamientos. No le importó. Mientras todo pareciera estar en orden, podía
fingir que lo estaba.
Un último
engendro decidió ir más lejos y le presentó un niño africano con la tripa
hinchada, un juguete roto en la mano y deliciosos sorbetes para moscas en los
ojos. A nuestra Verdad se le puso la tez de (esencia de) gallina, su piel flotante tomó un blanco mortuorio. Supo que la habían descubierto, y el
engendro pensó que había ganado la batalla, hasta que vio, sin dar crédito a sus
ojos, cómo el negrito en lugar de enfurecerse contra la Verdad por permitir sus
mil y una penas se hincaba de rodillas, convencido, y le besaba sus zapatitos
rojos. Se quedó fauciabierto y pasmado al ver cómo se marchaban juntos, uno
delante y otra detrás, la Verdad haciendo avanzar al niño a base de puntapiés
en sus nalgas cóncavas.
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