El progresismo se ha asentado en las masas
debido al éxito social. Su aceptación conlleva el deterioro devastador del
pueblo y su soberanía. Más aún, la prevalencia del sofismo progre acota el
vuelo de la élite intelectual que se ve disminuida en sus esfuerzos
comunicativos para concienciar al ciudadano.
En su catadura moral infinita, el progre
condena al ostracismo a todo aquel que no comulgue con sus postulados neoinquisidores.
Ostenta toda regla del juego sabedor de que de la pegatina antisistema al
boletín oficial del estado solo hay un paso.
Tras el Holocausto proliferaron estas
termitas de la correción política como una sabandija tumbada al raso esperando
el progreso infinito y global del mundo.
El
hombre masa con su habitual optimismo leibniziano y demudado en el mejor
de los mundos posibles conforma el acervo del imaginario popular. Para el
hombre masa aquél que salga de sus estrechos renglones predicando la sophia
perennis es tachado inmediatamente
de opositor, de peligroso hereje, de caballero sith.
El uniforme encarcela al sabio
por resistente.
Empero, al sabio lo sucederán,
desde Korriban, sus discípulos
hasta equilibrar a la Fuerza.