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Sonríe a diestro y siniestro del resorte cotidiano que aprieta y ahoga con tal de infundir congoja y pesar momificando tus mofletes y el estruendo de la carcajada a cambio de arcadas y planicie programada. Cuando resulte ya –tan- insoportable, arroja la melancolía por el balcón: a buen seguro, algún conductor solidario la atropellará violentamente.
Escora (conscientemente) la confesión y tonifica tu vocación (que claudica en la conclusión y no en la justificación de ésta) a horas pálidas de la mañana que se prestan a ello. Pues si concedes el deshonor de la derrota a pingües enemigos que no sirven ni para lamer tus botas, amigo, siembras (de a poco) el mármol lapidario de tu funeral.
Has de parar, templar y mandar (cargando la suerte) ante la implacable embestida de la desdicha. Cuando todos los recursos se agoten allá donde estés, haz la mochila y lárgate a otro lugar menos solar, mezquino o aletargado: de costado, la vida permanece esperándote.