Se ha sugerido con frecuencia que los judíos eran
simplemente el objetivo más fácil para focalizar la frustración del pueblo
alemán: una comunidad cerrada, con rituales y modos de vida distintos, que
debía cohabitar con una mayoría que los miraba con recelo. Si es inevitable que
una comunidad sólo se pueda mantener unida en vigilancia ante la amenaza
de un enemigo común, lo más efectivo es que aquel sea el que duerme a escasos
metros de uno. A ese resentimiento se suma la envidia frente a la posesión de
riqueza de la que efectivamente eran dueñas muchas familias judías, en tiempos
de gran pobreza para el común de los alemanes. Pero quizás atendiendo a los
motivos que el propio antisemitismo aduce se pueda clarificar el cuadro un poco
más.
Entre esos motivos encontramos la tópica acusación de que
los judíos aspiran a dominar el mundo desde la sombra, que obtuvo su
formulación más duradera en los “Protocolos
de los Sabios de Sión”, el más famoso e influyente libelo antisemita,
aparecido en la Rusia del siglo XIX. De
cualquier modo, ya desde el Medievo se imprimían “libelos de sangre” contra la
población judía, que los acusaban de cometer rituales en los que sacrifican a
niños cristianos, pretendiendo emular el asesinato de Jesús. Todos coincidían
en otorgarles un poder inconmensurable y diabólico, aunque fuera difícil
concluirlo de la experiencia diaria, e inducían a la gente a actuar en respuesta con la conciencia tranquila de
quien se está defendiendo.
Uno de los motivos que más pasiones ha levantado siempre, y
que revela el inmenso poder maléfico del que es capaz el pueblo de mosaico, es el de que han cometido la mayor de las
aberraciones concebibles: la de asesinar a Dios. Y pueden verse como un pueblo
que aún hoy, en su ortodoxia, sigue perpetuando su crimen mediante la negación
de Cristo. Se resta entonces importancia a que Dios escogiera precisamente a un
judío para su encarnación terrestre, que la inmensa mayoría de figuras bíblicas
fueran judías y, sobre todo, se obvia del todo que los judíos eran mucho más
poderosos que lo que se postula, ya que al cometer el deicidio sólo estaban asesinando a su propia criatura.
Porque también fueron los autores de
Dios, al menos el modelo de divinidad que queda plasmado en el Antiguo
Testamento y del que bebieron para sus propios monoteísmos tanto cristianos
como musulmanes. Y no sólo fueron los artífices de Dios, sino también el origen
de múltiples aspectos, manifiestos o casi imperceptibles, de nuestra cultura
occidental tras haber sido vapuleada por el cristianismo tantos siglos.
Podría decirse que los judíos, al inventar a Dios,
inventaron el tiempo. La concepción del tiempo en el mundo clásico, si bien no
era exactamente cíclica como el de otras de culturas politeístas, no era
lineal a la manera cristiana. Había devenir sin fin, había acontecimiento, pero
el acontecer era inocente, no tenía signo ni positivo ni negativo. Me explico:
no se explicaban los sinsabores por una culpa originaria presente en el hombre,
no había que colocarse fuera del tiempo para juzgarlo e imaginar mundos
posibles superiores. Lo que sucedía era lo único que había podido suceder, la
naturaleza era lo que ha venido en llamarse un “límite de principio”, y, como
nos muestran la Tragedia y también con frecuencia sus prototipos de sabio (que
culminan en la escuela estoica), quien pretendía superar el límite y el
sufrimiento que conllevaba recibía su castigo en forma de mayor sufrimiento.
Esto no implica que no poseyeran también sus teorías sobre
cómo debían ser las cosas humanas, pero no las planteaban como una alteración
del curso de las cosas hacia un final definitivo, sino, muy al contrario, como
opciones para vivir mejor dentro de los límites de lo dado. No concebían la
idea de que, una vez puestas todas en práctica, hubiera que dar la
Historia por finalizada. Es gracias a la introducción de un momento en el esquema
(el Juicio Final) en el que se pondrá a cada cual en su sitio y se clausurarán
los días de mal y sufrimiento, como surge la posibilidad de una culpa en lo que
sucede, la independencia de un “camino histórico correcto” que lleva al buen
fin entre muchos que no lo son, y se puede narrar la historia como un relato
con sentido en dirección a él. Es con el dogma del pecado original cuando el
hombre se ve obligado a actuar para
salvarse, por el mero hecho de haber nacido. Para el griego el “mal” pertenece
al orden natural de las cosas, mientras que para el cristiano el mal sucede por
infracción, existe la carencia absoluta de Bien, el error absoluto y la certeza
absoluta de que lo que es debería ser de otra manera, jugándose en ello la
Eternidad. Las modernas ideas sobre el progreso son herederas de esta forma de
pensar. El Progreso, en este sentido, no es sino la secularización de la
querencia hacia una agustiniana Ciudad de Dios en la Tierra, un intento de
traer a este mundo la liberación en lugar de esperar a la muerte, aprovechando
la contingencia del discurrir de los acontecimientos, que al no ser
inalterables pueden ser tomados por el hombre. Ha de señalarse también que es
decisiva la influencia judía en el desarrollo de las modernas ideas de
emancipación, sirvan sólo como muestreo Marx, Engels, Bernstein, Bloch,
Goldman, Luxemburgo, Trotsky, Cohn-Bendit, Blum, Butler, Friedan, Hoffman,
Hess, Zinn, Bookchin, Alinsky, Chomsky, el kibutz…
El fascismo, frente a todo esto, es conservador en tanto que
descree de cualquier forma de Progreso. Pero su conservadurismo es más extremo
que el de las corrientes previas. No se quiere retornar a un punto anterior de
la Historia en el que se sintiera cómodo, como siempre pretendieron los
estamentos conservadores para recuperar sus privilegios o el “orden natural”
del mundo. El fascismo niega a veces la importancia, por ejemplo, de instituciones
comúnmente asociadas al Antiguo Régimen, como la Iglesia o la monarquía
absoluta. Su conservadurismo va más allá. No se pretende gobernar a favor de
los intereses propios o de una casta privilegiada, sino por y para la nación y
la raza. Estas fuentes de la soberanía política beben en parte del nacionalismo
y la soberanía popular, ideas extendidas por las revoluciones burguesas, aunque se contraponen a la eterna
marginalización de ciertos sectores de la población. Se persigue un cambio
radical, una revolución reaccionaria que nos lleve muy lejos de la decadente
situación actual, pero no se busca encontrarlo en un futuro hipotético sino muy
atrás.
Los fascistas no aspiran a retornar a ningún momento
anterior, sino a un tiempo mítico, anterior a la historia, que si bien muchas
veces se ha asignado a un tiempo histórico (como sucedía con el Imperio Romano
para los italianos) está mitificado, idealizado, ensalzado en una
representación delirante hasta perder todo atisbo de irrealidad. Cualquier
cambio desde esa Edad de Oro inaccesible se considera una degeneración. Esta es
la antítesis de la idea judaica de historia como un progreso, de que el tiempo
que pasa nos lleva en dirección a un final emancipatorio. Para el fascista el
Absoluto no se encuentra sino en un pasado fuera de la historia que, si bien es
por definición inalcanzable, se presenta como una exigencia. Su moderna
inquisición está acompañada de un recio anti-intelectualismo, el culto a la
acción espontánea, a la pérdida de la individualidad y la violencia fanática en
pos de la causa, pues el intelecto puede descubrir su impostura y sólo sirve
para crear nuevas soluciones y nuevos problemas que compliquen aún más el
mundo. Su discurso no tiene sustancia, coherencia real, está, a juicio de Pere
Bonnin, “lleno de palabras bombásticas huecas, una monumentalidad idiomática,
un lenguaje de chirimía, bombo y platillo, donde las voces pierden su
significado y su función comunicativa para convertirse en elementos
retóricos-persuasivos de la grandeza del régimen”[1].
Cuando esta mirada sedienta de pre-historia se
fija en la historia, cristiana en esencia, de Occidente descubre que el
irrealizable principio de amar a todos los hombres como a uno mismo -que
enunciara el más famoso judío- lo único
que ha traído es debilidad y degeneración, moral de rebaño, explotación.
Descubre que la utopía es por definición irrealizable, y que volcarse a lo
abstruso de un Dios (o una Idea) represor e inconcebible, es deshumanizarse uno
mismo. Los judíos-comunistas-capitalistas-masones, dicen, nos mantienen idiotizados
y culpables, creyendo en paraísos que nunca llegan, mientras en la práctica son
los que desarrollan la execrable ciencia y controlan el poder económico del
mundo desde las sombras. He ahí la aparente paradoja de que tanto el patrono
como el revolucionario se usen como estereotipos judíos, pues tanto el banquero como
el bolchevique son fruto de revoluciones en la búsqueda del progreso. Los
fascistas abanderan entonces una “tercera posición” social, opuesta a la izquierda y la
derecha tradicionales, y al liberalismo carente de alma.
tema jodío (no judío) de tratar, porque se mezcla la idea de raza que a estas alturas de la historia ya no puede existir (y más, que por la misma regla de tres si se niega la existencia de la raza aria se tiene que negar cualquier otra, la semita, y parece lo lógico decir que todos tenemos parte de arios y judíos y godos y suevos y celtas y ... encima). Se mezcla judaísmo como religión (cuando como en la nuestra, el catolicismo hay de todo, desde la ortodoxia de los que son "más papistas que el Papa" a los que no se sabe si siguen siendo católicos o filósofos new age), con sionismo o con la calidad de habitante de Israel, con... Entre las personas q mayor respeto me inspiran está al menos un judío glorioso, Woody, que dijo también algo sobre el dinero: "El dinero es mejor que la pobreza, aunque sólo sea por razones económicas." (no viene al caso, pero era por introducir polémica, : ))
ResponderEliminarY tanto que se mezcla, esos pavos tenían un cacao mental que ni qué. A mí que me aspen. Es uno de los pocos cacaos mentales que no defiendo, por si hay que precisarlo :)
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